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Maneras de interpretar
ОглавлениеGraciela Cutuli
Typhoon / Rorschach
La primera vez que el psicólogo me puso delante el test de Rorschach, me acordé de ese cuadro de Kandinsky que Basilio había querido colgar en el living cuando nos mudamos al departamento de la avenida Alvear. El cuadro me parecía francamente horrible, pero no hubo modo de disuadirlo: “Vos lo querés poner sí o sí porque se llamaba Vassily”, lo provocaba yo, pero él se quedaba inmutable. Basilio era de familia griega, y aunque el nombre lo traicionaba no parecía que le corriera ni una gota de sangre mediterránea en las venas. Se quedaba mudo, desde esa altura de casi dos metros que me había impresionado cuando lo conocí, y seguía acomodando el cuadro hasta que quedara perfecto, sin desviarse ni un milímetro del rectángulo virtual que había trazado en la pared sin ayuda de ningún nivel. Como era tipo de muy pocas palabras, no me extrañaba que no se pusiera a explicarme el motivo de esa fijación. No se me ocurrió pensar que tal vez no quisiera. En todo caso, me parecía increíble que alguien tan ordenado, obsesivo hasta el infinito con que nunca nada estuviera fuera de lugar, pudiera querer colgar un cuadro tan ¿caótico? No sabría decir exactamente qué es lo que me incomodaba de esa sucesión de formas donde me parecía distinguir una montaña nevada, una bandera a cuadros como las de la Fórmula 1, un planeta, un ojo que me miraba fijo y quién sabe cuántas cosas más. Yo era la desordenada en la casa, pero el cuadro le gustaba a él, y me molestaba a mí.
Y no hubo nada que hacer. Ahí quedó, exactamente detrás de nuestras cabezas cuando nos sentábamos en el sillón del living para ver alguna película. Con el tiempo, es cierto, esos momentos fueron cada vez menos: ese sillón seguía juntándonos, porque estaba frente al único televisor, pero para el resto –desde trabajar a leer o, en el caso de Basilio, trabajar con sus algoritmos– íbamos eligiendo lugares apartados en la casa. Casi dejé de ver el cuadro, salvo que me obligara a prestarle atención para seguir tratando de entender por qué tenía que estar en ese lugar. Sin embargo, cada vez que se ladeaba un poco, Basilio volvía a tomar distancia, a medir con la mirada los milímetros de desvío sobre la pared impoluta y a reparar ese mínimo extravío con su precisión habitual. Dejé de preguntarle por qué le interesaba tanto, sencillamente dejó de interesarme a mí.
Pero cuando el doctor Katz trajo la carpeta donde guardaba las láminas de Rorschach, no pude evitar acordarme. Se lo dije, pero no le dio mucha importancia. Hasta ese momento, a decir verdad, parecía no haberle dado importancia a nada de lo que le había contado. Y me pidió, mientras tomaba nota, que le dijera qué interpretaba en cada una de las imágenes. Para mis adentros, no pude resistir la tentación de pensar que era un disparate: ¿qué podría saberse de mí por mirar esas figuritas, que se parecían a las que hacía de chica desparramando témpera en una hoja para después doblarla por el medio? Así que decidí hacer un poco de trampa, y apenas se me ocurría algo en cada imagen, le decía al doctor Katz algo completamente alejado de lo que estaba viendo.
En el primero vi una máscara de zorro para el Carnaval de Venecia. Le dije una ronda infantil en mi cumpleaños de cuatro años.
En el segundo, dos elefantes de pie, enfrentados, que se saludaban con la trompa. Le dije un cofre de joyas deslumbrantes, pero tan pequeño que cabía en la palma de la mano.
En el tercero, dos personas una frente a otra, semirreclinadas, con una canastita en la mano. Le dije un reloj de arena.
En el cuarto, la cabeza de mi perro labrador negro, vista de atrás. Le dije la hoja de arce de la bandera canadiense teñida de hollín.
En el quinto, un murciélago. Le dije una nube de tormenta.
En el sexto, un hombre delgadísimo que brota de un pozo profundo y estrecho en la tierra. Le dije un cable USB desprendido de la laptop.
En el séptimo, un agujero blanco. Le dije el estallido de un flash de poca potencia.
En el octavo, un cráneo a través de una radiografía. Le dije un hueco existencial.
En el noveno, dos seres fantásticos, entre dragones e hipocampos. Le dije dos vaquitas de San Antonio refugiadas bajo una hoja.
En el décimo, un perrito blanco que avanzaba de frente, con la Torre Eiffel detrás. Le dije un libro abierto sobre un libro cerrado.
En cuanto al doctor Katz, no dijo nada. Cuando terminé mi retahíla de interpretaciones, cerró la carpeta, miró el reloj, me dijo que se había terminado el tiempo y que me esperaba la semana siguiente a la misma hora.
Apenas volví a casa fue lo primero que vi. Basilio no estaba. Pero el cuadro de Kandinsky sí, y no estaba derecho. La inclinación era lo suficientemente notable como para que yo me diera cuenta. Me pareció extraño: para que llegara a estar así sin duda habían pasado semanas con el cuadro torciéndose de a poco. Que no lo hubiera notado yo era lo más natural, que no lo hubiera notado Basilio era curioso.
Sin embargo, las curiosidades del día recién habían empezado.
Cuando volvió, Basilio miró el cuadro –era casi imposible no verlo, campante, enorme en el medio del living– y lo ignoró. Es decir, ignoró el desvío sobre la pared. No hizo su procedimiento habitual: no tomó distancia, no lo midió con la mirada y mucho menos lo acomodó para dejarlo impecablemente recto.
Y no lo hizo durante todo el resto de la semana.
El jueves siguiente, como estaba agendado, volví a ver al doctor Katz. No sabía si comentarle esa rareza de Basilio, pero al final no dije nada. Quería saber qué me iba a decir de las figuras del test. Y lo que me dijo fue así: “Usted sabe, o seguramente no, pero son muchos los pacientes que reaccionan de la misma manera. Es decir que interpretan la situación solo en un primer nivel, no sé si me explico. Creen que, a partir de la figura que usted ve, uno va a sacar una serie de conclusiones más o menos evidentes, que basta con un poco de imaginación y un discurso bien armado para devolverle, ¿cómo le puedo decir?, obviedades. ¿Usted realmente cree que yo no sé lo que vio? Se lo voy a decir, y no hace falta que me responda. Lo que usted vio, de la primera a la décima figura, es una máscara de zorro para el Carnaval de Venecia; dos elefantes de pie, enfrentados, que se saludaban con la trompa; dos personas una frente a otra, semirreclinadas, con una canastita en la mano; la cabeza de su perro labrador negro, vista de atrás; un murciélago; un hombre delgadísimo que brota de un pozo profundo y estrecho en la tierra; un agujero blanco; un cráneo a través de una radiografía; dos seres fantásticos, entre dragones e hipocampos; un perrito blanco que avanza de frente, con la Torre Eiffel detrás. Ahora, por favor, vuelva a su casa, siéntese en el sillón del living y piense si esta trampa de la interpretación no le ocurre también en otros ámbitos, con otras personas. La semana que viene la espero, a la misma hora”.
Y volví a casa, con la mente en blanco, salvo porque se me iban apareciendo, como rápidas pero fugaces impresiones en pantalla, fragmentos del cuadro de Kandinsky. La bandera a cuadros, la montaña nevada, el ojo, el planeta... y aunque me esforzara hasta hacer estallar la cabeza, no podía reconstruir la figura completa.
El viaje en subte se me hizo eterno. Necesitaba entrar en casa, mirar el cuadro y verlo entero, armado y derecho. Cuando llegué tuve que esperar que alguien cerrara la puerta del ascensor en el noveno piso, donde vivíamos con Basilio, y aunque había tardado lo que me pareció una eternidad no le presté atención a la mujer que salió y me dejó paso al llegar a la planta baja. Subí con impaciencia, ya con la llave en la mano, pero no necesité ponerla en la puerta: estaba entreabierta.
Y adentro, en el living, estaba Basilio, con el cuadro de Kandinsky descolgado, apoyado en el suelo y convertido en un rompecabezas de fragmentos sueltos. Había recortado cuidadosamente con una trincheta cada una de las figuras y había reconstruido el mensaje del cuadro, como si yo fuera una niña a la que solo se le puede hablar con pictogramas. La última figura era la bandera a cuadros: había llegado a la meta. “Traté de explicarte muchas veces –dijo–, todas las veces que acomodé el cuadro para que estuviera recto sobre la pared. No me importaba que estuviera derecho o no, pensé que ibas a entender el significado. No el cuadro, nosotros. No la pared, el hogar. Pero ya no puedo seguir enderezando lo que no podés interpretar. Te lo dejo, por si querés reconstruirlo, aunque ya no sea para mí”.
Y levantando despacio sus valijas del suelo, dio unos pasos y cerró la puerta con cuidado detrás de sí. §