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La muy desgraciada

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Mabel Fuzzi

Loquillo y Trogloditas / Maldigo mi destino

Beatriz:

Empiezo así por las dudas que ni me leas si llegara a empezar el correo diciendo “Querida Bea”… ni el cariño ni la cercanía de esas dos palabras me los creerías. Y sin embargo, si las usara, sería sincera.

Tantos años hace que no hablamos. Ya perdí la cuenta. Te extrañará también por esto, que te escriba ahora, a santo de qué dirás, pero bueno, hay un tiempo para cada cosa y eso responde a un tiempo interno de cada uno. Hace mucho que siento la necesidad de escribirte y desahogar acá lo que guardo en mí desde que perdimos contacto, desde que te y los perdí, a vos, a ustedes. Llegó el momento. ¿Por qué? No lo sé… Será que finalmente junté el coraje o que la vejez nos exige que estemos a la altura y demos los pasos que corresponde.

Creo que ya no tiene sentido decir “perdón”, dejé, dejamos tanto roto alrededor que pedir perdón parece una cargada. Pero sí quisiera decirte cuánto lamenté lo que decidí traicionar cuando empecé con Fede, no lo lamenté en el momento pero sí cuando en pocos meses me quedé sin pasión y sin tu familia, que había sido para mí un refugio.

Sí, en cambio, justamente por ese refugio, quisiera decirte “gracias”. Porque para mí encontrar la familia que ustedes eran fue como reescribir escenas de mi propia historia familiar. Nunca fui feliz entre los míos. Mi viejo, un amargado, siempre tenso, serio, lejano, incapaz de hablar con nosotros; encima soberbio… y pensar que era un tremendo perdedor que toda la vida nos tuvo a los seis viviendo en ese departamento minúsculo y de cuarta en un monoblock berreta de la provincia; lo desprecié toda mi vida, desprecio, esa es la palabra, no odio. Ni nos miraba, quizá por eso siempre me encantó entablar relación con los hombres: entre los amigos, adoraba yo estar, más que con ustedes, las chicas, con tu Federico o con Ramiro o con Esteban o con cualquier otro varón del grupo, captar sus miradas y su atención en una conversación era como recuperar, por unos minutos, algo, un gesto al menos, de la presencia que mi padre debía haber tenido. Ya sé que en el caso de Fede la cosa fue distinta, pero no estoy hablando de eso ahora… y mirá, ahora que lo pienso, quizá la raíz del capricho de quedármelo venga de lo de mi viejo… no lo sé.

Mi mamá… la quise tanto, pero el amor que le tuve no remediaba el hecho de que me diera cuenta de lo estúpidamente sumisa que era; no le perdoné nunca que fuera brillante y se quedara ahí, tragada por lo doméstico, bajo el peso de cuatro hijos y un marido dictador… ¡Trabajar en la secretaría de la parroquia! ¡Con eso le bastaba! Como si para su capacidad de ejecución y dirección fueran un trabajo esas horitas que ayudaba a coordinar limosnas!... ¡¿Cómo es que nunca pensó en el ejemplo que nos estaba dando a las dos hijas?! Desde que era muy chica yo pensaba eso, me daba cuenta de lo que mi vieja era y a qué se veía reducida… Quizá por eso no tuve hijos o no pude mejor dicho… la vida es sabia y pone orden en las cosas.

En cuanto a mis hermanos, tampoco con ellos logré el sentimiento de familia. Los varones eran mi debilidad –te lo confieso… bue, como todos los hombres, lo que dije antes (mientras lo digo pienso que debés saber, siempre te diste cuenta de estas cuestiones de los afectos)–, pero hacían la suya, con el modelo de papá no se les podía pedir mucho… Eli, también, y encima era una boluda, nunca quiso estudiar, se conformó con el trabajo ese en el banco toda la vida y con el nabo de mi cuñado, otro tema que no viene al caso, y la verdad es que no compartíamos nada a pesar de ser las dos mujeres.

Cuestión que con ese panorama, mi vida familiar y mi infancia nunca fueron un rincón añorable en mi recuerdo. Parece que me voy de tema, pero no. Conocerlos a ustedes más íntimamente a lo largo de aquellos años que empecé a visitarlos cuando se mudaron lejos fue un bálsamo; participar de esa vida familiar alegre y llena de cariño, un cariño que sabían transmitirme tan bien, con esos hijos que eran unos chicos entrañables… realmente para mí eran momentos mágicos. Y debo ser sincera: siempre te agradecí enormemente la generosidad –inesperada y gratuita– con que te abriste a mí, siendo yo para vos casi una extraña. Sé que no se notó, tampoco aprendí a demostrar agradecimiento, y no te lo mostré a vos porque mis sentimientos eran encontrados: te envidiaba el carácter confiado y alegre, y a la vez firme, la capacidad de darte a los demás con humildad y franqueza, la seducción que ejercías en todos, la manera en que te veía desenvolverte como madre. Yo no me sentía a tu altura, pero nunca lo iba a admitir… de ahí los comentarios despreciables –al estilo de mi padre– que te hacía siempre en algún momentito, que eran como el bocadito amargo que te dejaba en medio de todos los regalos que llevaba y que, tomándote por sorpresa, por inesperados, te dejaban sin capacidad de reacción. Siento enorme vergüenza ahora cuando reviso en el recuerdo esas imágenes, y constato cómo disfrutaba esos desprecios que te hacía y que no voy a consignar acá, no sea que hayas logrado olvidarlos y te los traiga…

No tengo mucho más para decir Bea… Es quizás un desahogo lo que necesitaba… decirte cuánto lamenté –tardíamente, lo sé– lo sucedido, aunque no haya sido la única responsable: el haber roto lo que ustedes tenían por seguir un capricho, el haber traicionado la generosidad tuya que abrió para mí tu casa y tu familia. No haber visto crecer a esos hijos tuyos que adoraba, en especial a Marina… Los cuatro siguen en mi corazón, desde siempre, cada día. Y los imagino felices, cada uno construyendo su propia historia. Ojalá sea así, no he podido saberlo nunca porque cuando hablaba con alguno de nuestros viejos amigos jamás me animé a preguntar. Lo que pasó con Fede siempre fue una historia acallada entre todos nosotros… Cuánta hipocresía, ¿no? Me avergüenza.

Quería confesarte también esa admiración que sentía por vos, y la envidia. Quizá es este el gesto que te debo, más que pedir perdón. Contarte además que cuando pude pensar y advertir lo que había hecho, me pareció que tenía de joderme, bancarme haberlos perdido a ustedes, a vos y a los chicos digo –Fede no cuenta, no actuó como hombre, era un nene encaprichado, bah… como yo–, porque era lo que me merecía… no iba a andar limosneando lo que no me correspondía. Joderme de una vez y para siempre, eso debía. Me maldije mil veces por no juntar el coraje de dar la cara, pero cada vez yo misma me disuadía. Ahora mismo me va a costar apretar “enviar” cuando termine…

Bea querida –ahora me animo a esa palabra, después de “desnudarme” y pensando que podrás mirarme con algo de piedad– me despido. No creo que te consuele, pero quizá te sirva saber que hay un orden en todo, y que las cosas se ordenan con justicia: sigo sola, así estuve casi todos estos años, separada de mi “familia” y también de los que alguna vez fueron amigos. Y al parecer nadie me extraña.

Te acerco mi sincero deseo de que la tuya haya sido una vida feliz.

En deuda siempre,

Gabi §

Este texto es la continuación del relato Amigas, de la misma autora, publicado en #QuedateEnCasa - Relatos en pandemia.

#SaliDeCasa

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