Читать книгу Hegel II - Georg Wilhelm Friedrich Hegel - Страница 19
ОглавлениеTERCERA SECCIÓN
EL BIEN Y LA CONCIENCIA MORAL
§ 129
El bien es la Idea como unidad del concepto de la voluntad y de la voluntad particular, en la que el derecho abstracto, como el bienestar106 y la subjetividad del saber y la contingencia de la existencia concreta exterior, están superados como autónomos para sí, pero por ello mismo están contenidos y conservados en ella según su esencia: la libertad realizada, el fin último absoluto del mundo.
§ 130
En esta Idea, el bienestar no tiene validez para sí en cuanto existencia concreta de la voluntad particular individual, sino sólo en cuanto bienestar universal y esencialmente en cuanto universal en sí (an sich), es decir, según la libertad; el bienestar no es un bien sin el derecho. Tampoco el derecho es un bien sin el bienestar (fiat justitia no tiene que tener como consecuencia pereat mundus). De ahí que el bien, en cuanto necesidad de ser efectivamente mediante la voluntad particular, y a la vez en cuanto sustancia de la misma, tenga el derecho absoluto frente al derecho abstracto de la propiedad y los fines particulares del bienestar. Cada uno de estos momentos, en la medida en que se distingue del bien, sólo tiene validez en tanto en cuanto es adecuado y está subordinado a éste.
§ 131
Para la voluntad subjetiva el bien es asimismo lo esencial sin más, y sólo tiene valor y dignidad en la medida en que ella es adecuada en su inteligencia e intención. En la medida en que el bien, aquí, es todavía esta Idea abstracta del bien, la voluntad subjetiva no está aún acogida en él y puesta conforme a él; se halla, pues, en una relación con él, relación que consiste precisamente en que el bien debe ser para ella lo sustancial —que ella [la voluntad] debe convertirlo en fin y realizarlo—, así como el bien por su parte sólo tiene en la voluntad subjetiva la mediación por la que entra en la realidad efectiva.
§ 132
El derecho de la voluntad subjetiva consiste en que lo que ésta debe reconocer como válido sea considerado por él como bueno y en que una acción, en cuanto fin que aparece en la objetividad externa, le sea atribuida como lícita o ilícita, buena o mala, legal o ilegal, según su conocimiento del valor que la acción tiene en esta objetividad.
El bien es en general la esencia de la voluntad en su sustancialidad y universalidad —la voluntad en su verdad—; por eso es sin más en el pensamiento y por medio del pensamiento. De ahí que la afirmación de que «el ser humano no puede conocer lo verdadero y sólo tiene que vérselas con fenómenos», de que «el pensamiento es perjudicial para la buena voluntad», estas y otras representaciones análogas eliminan del espíritu todo valor y dignidad tanto éticos como intelectuales. El derecho de no reconocer nada que yo no entienda ser racional es el derecho supremo del sujeto, pero a la vez formal por su determinación subjetiva, y el derecho de lo racional en cuanto lo objetivo en el sujeto permanece, en cambio, firme.
Por su determinación formal, la intelección es capaz tanto de ser verdadera como de ser mera opinión y error. Que el individuo llegue a aquel derecho de su intelección, pertenece, según el punto de vista de la esfera todavía moral, a su formación subjetiva particular. Yo puedo exigirme (viendo en ello un derecho subjetivo en mí) que mi intelección de una obligación esté fundada en buenas razones y tener la convicción de la misma, y más aún, conocerla a partir de su concepto y naturaleza. Ahora bien, lo que exijo para la satisfacción de mi convicción del bien, lo permitido o no permitido de una acción y por consiguiente de su imputabilidad en este aspecto, no va en menoscabo del derecho de la objetividad. Este derecho de entender el bien es distinto del derecho de la intelección (§ 117) con respecto a la acción en cuanto tal; el derecho de la objetividad tiene, según ésta, la figura de que, como la acción es una alteración que debe existir en un mundo efectivamente real y quiere por consiguiente ser reconocida en éste, tiene que ser adecuada en general a lo que en él vale. Quien quiere actuar en esta realidad efectiva, se ha sometido precisamente por ello a sus leyes y ha reconocido el derecho de la objetividad.
De igual manera en el Estado, en cuanto objetividad del concepto de razón, la imputación judicial no tiene por qué quedarse en lo que uno estima conforme a su razón o no, en la intelección subjetiva respecto de la licitud o ilicitud, del bien o del mal, ni en las exigencias que hace para la satisfacción de su convicción. En este campo objetivo, el derecho de la intelección vale como intelección en lo legal o lo ilegal, como en el derecho vigente, y se limita a su significado más próximo, de ser conocimiento en cuanto familiaridad con lo que es legal y en esta medida obligatorio. A través de la publicidad de las leyes y de los usos y costumbres generales, el Estado despoja al derecho de la intelección del aspecto formal y de la contingencia para el sujeto, que este derecho tiene todavía en el punto de vista en que estamos. El derecho del sujeto de conocer la acción bajo la determinación del bien o del mal, de lo legal o ilegal, tiene la consecuencia de disminuir o cancelar incluso desde este aspecto su imputabilidad en los niños, idiotas y dementes.
Así como el incendiario ha puesto fuego no a esta pequeña superficie de madera que rozó con la lumbre, en cuanto pedazo aislado, sino que en ella quema lo universal, la casa, así también él como sujeto no es lo individual de este instante o esta sensación aislada del ardor de la venganza; de serlo, sería un animal, al que por su peligrosidad y la inseguridad de verse sometido a arranques de furor habría que abatir. Que el delincuente en el momento de actuar tenga que haberse representado claramente la ilicitud y la punibilidad de su acción, para poder imputársela como delito, esta exigencia, que parece preservarle el derecho de su subjetividad moral, se la niega más bien la inherente naturaleza inteligente, que en su presencialidad activa no está vinculada a la figura psicológico-wolffiana de representaciones claras y sólo en el caso de la enajenación mental llega a la locura de estar separada del saber y el hacer cosas particulares. La esfera en la que aquellas circunstancias se tienen en cuenta como atenuantes de la pena es distinta de la del derecho; es la esfera de la gracia.
§ 133
El bien tiene con el sujeto particular la relación de ser lo esencial de su voluntad, que tiene así en ello sin más su obligación. Puesto que la particularidad se distingue del bien y recae en la voluntad subjetiva, el bien sólo tiene primeramente la determinación de la esencialidad abstracta universal: del deber; por esta determinación suya, el deber debe cumplirse por el deber.
§ 134
Como el obrar exige para sí un contenido particular y un fin determinado, pero lo abstracto del deber no incluye todavía ninguno, surge la pregunta: ¿qué es deber? Para determinarlo, no tenemos por de pronto nada todavía, fuera de esto: hacer el derecho y mirar por el bienestar, por su propio bienestar y el bienestar en su determinación universal, el bienestar de otros (vid. § 119).
§ 135
Estas determinaciones, sin embargo, no están contenidas en la determinación del deber mismo, sino que, por ser ambas condicionadas y limitadas, traen consigo precisamente el paso a la esfera superior de lo incondicionado, del deber. El deber mismo, en la medida en que es en la autoconciencia moral lo esencial o universal de la misma, como dentro de sí sólo se refiere a sí, sigue siendo por ello sólo la universalidad abstracta, y tiene como determinación suya la identidad sin contenido, o lo positivo abstracto, lo carente de determinación.
Es tan esencial destacar la autodeterminación pura e incondicional de la voluntad como la raíz del deber, y también que el conocimiento de la voluntad tan sólo con la filosofía kantiana ha adquirido su fundamento y punto de partida firme, gracias al pensamiento de su autonomía infinita (vid. § 133), como lo es que el aferrarse al punto de vista meramente moral que no desemboca en el concepto de la eticidad reduce esa ganancia a un formalismo vacío y hace de la ciencia moral una retórica del deber por el deber. Desde este punto de vista, no es posible ninguna teoría inmanente de los deberes; se podría ciertamente introducir desde fuera una materia, y llegar así a deberes particulares, pero de aquella determinación del deber como la carencia de contradicción, o como la concordancia formal consigo mismo, que no es otra cosa que la fijación de la indeterminidad abstracta, no se podrá pasar a la determinación de deberes particulares, y tampoco cuando un contenido particular de esta índole entra en consideración para el obrar hay en aquel principio un criterio respecto de si es o no un deber. Por el contrario, cualquier modo de actuar ilícito e inmoral puede justificarse de esta manera. La siguiente forma kantiana, la capacidad de una acción para representárnosla como máxima universal, trae consigo ciertamente la representación más concreta de una situación, pero no contiene para sí ningún otro principio que aquella carencia de contradicción y la identidad formal. Que no haya propiedad alguna no encierra para sí mayor contradicción que el hecho de que tal o cual pueblo, familia, etc., no exista o de que incluso no viva ni un solo ser humano. Si por lo demás se establece y presupone para sí que la propiedad y la vida humana deben ser y ser respetadas, entonces es una contradicción cometer un hurto o un asesinato; una contradicción sólo puede darse respecto de algo que es, con un contenido previamente establecido como principio firme. Sólo en relación con tal principio está una acción de acuerdo o en contradicción con él. Pero el deber que debe ser querido sólo como tal y no en virtud de un contenido, la identidad formal, es precisamente el de excluir todo contenido y toda determinación.
Las restantes antinomias y figuras del deber ser perenne, en el cual el punto de vista moral de la relación no hace sino vagar sin resolverlas ni elevarse más allá del deber ser, las he desarrollado en la Fenomenología del espíritu, pág. 550 y sigs.107 (vid. también Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 420 y sigs.).108
§ 136
Dada la caracterización abstracta del bien, el otro momento de la Idea, la particularidad en general, cae en la subjetividad, la cual es su universalidad reflejada en sí, es la certeza absoluta de sí misma en sí lo que establece la particularidad, lo que determina y lo que decide, la conciencia moral.109
§ 137
La verdadera conciencia moral es la disposición (Gesinnung) a querer lo que es bueno en sí y para sí, tiene por tanto principios firmes y éstos son para ella las determinaciones objetivas. Distinta de este contenido suyo, de la verdad, es sólo el lado formal de la actividad de la voluntad, que como esta voluntad no tiene contenido propio. Pero el sistema objetivo de estos principios y deberes y la unión del saber subjetivo con él sólo está presente en el punto de vista de la eticidad. Aquí, en el punto de vista formal de la moralidad, la conciencia moral existe sin este contenido objetivo, por eso es para sí la certeza formal infinita de sí misma, que precisamente por ello es también en cuanto certeza de este sujeto.
La conciencia moral expresa la justificación absoluta de la autoconciencia subjetiva, es decir, la de saber en sí y desde sí misma lo que es derecho y deber y no reconocer nada que no sea lo que ella sabe ser el bien, y al mismo tiempo en la afirmación de que lo que así sabe y quiere es en verdad derecho y deber. La conciencia moral, en cuanto unidad del saber subjetivo y de lo que es en sí y para sí, es un santuario contra el que sería un sacrilegio atentar. Pero saber si la conciencia moral de un individuo determinado corresponde a esta Idea de la conciencia moral, si lo que ella tiene o da por bueno lo es también efectivamente, es algo que únicamente se averigua por el contenido de este deber ser bueno. Lo que es derecho y deber, lo racional en sí y para sí de las determinaciones de la voluntad no es esencialmente ni la propiedad particular de un individuo, ni es en la forma de sensación o de cualquier saber individual, es decir, sensible, sino esencialmente de determinaciones universales pensadas, es decir, en forma de leyes y de principios. La conciencia moral está, pues, sometida a este juicio respecto de si es verdadera o no y su apelación exclusiva a sí misma se opone inmediatamente a lo que quiere ser: la regla de un modo de actuar universal, racional y válido en sí y para sí. De ahí que el Estado no pueda reconocer la conciencia moral en su forma peculiar, es decir, como saber subjetivo; de igual manera a como en la ciencia carece de validez la opinión subjetiva, la afirmación y la apelación a una opinión subjetiva. Lo que en la conciencia moral verdadera no es distinto, es sin embargo distinguible, y es la subjetividad determinante del saber y del querer que puede separarse del contenido verdadero, ponerse para sí y rebajar aquél a una forma y a una apariencia.
La ambigüedad con respecto a la conciencia moral consiste, por tanto, en que viene supuesta en el significado de aquella identidad del saber y el querer subjetivos y del bien verdadero, y se afirma y reconoce así como algo sagrado, pretendiendo al propio tiempo, en cuanto reflexión meramente subjetiva de la autoconciencia en sí, la legitimación que únicamente le corresponde a aquella identidad misma gracias a su contenido racional, válido en sí y para sí. En el punto de vista moral, tal como se diferencia del ético en este tratado, entra sólo la conciencia moral formal; la verdadera sólo ha sido mencionada para marcar su diferencia y descartar el posible malentendido de que aquí, donde sólo se considera la conciencia moral formal, se tratase de la verdadera, que está contenida en la disposición ética que aparecerá sólo a continuación. En cuanto a la conciencia religiosa, no pertenece en modo alguno a este círculo.
§ 138
Esta subjetividad, en cuanto autoconciencia abstracta y certeza pura sólo de sí misma, volatiliza dentro de sí toda determinidad del derecho, del deber y de la existencia concreta en sí, en la misma medida en que es el poder enjuiciador para determinar sólo desde sí respecto de un contenido lo que es bueno, y a la vez el poder al cual debe una realidad efectiva el bien, primero sólo representado y que debía ser.
La autoconciencia, que ha llegado en general a esta reflexión absoluta en sí misma, se sabe en ella como el tipo de conciencia a la cual en nada puede afectar ninguna determinación presente y dada. Como configuración más general en la historia (en Sócrates, en los estoicos, etc.), la orientación a buscar hacia dentro en uno mismo y a saber y determinar por sí mismo lo que sea recto y bueno aparece en épocas en que lo que vale como lo recto y bueno en la realidad efectiva y la costumbre no puede satisfacer la voluntad mejor; cuando el mundo existente de la libertad se ha vuelto infiel a esa voluntad, ella no se encuentra ya en los deberes vigentes, y tiene que tratar de obtener la armonía, perdida en la realidad efectiva, recurriendo tan sólo a la interioridad ideal. Una vez que la autoconciencia ha aprehendido y adquirido así su derecho formal, lo que importa ahora es cómo está constituido el contenido que a sí misma se da.
§ 139
La autoconciencia, en la vanidad de todas las determinaciones por lo demás vigentes y en la pura interioridad de la voluntad, es la posibilidad de convertir en principio tanto lo universal en sí y para sí, como el arbitrio, la particularidad propia por encima de lo universal, y de realizarlo por medio de su obrar, la posibilidad de ser mala.
La conciencia moral como subjetividad formal consiste sencillamente en estar a punto de caer en el mal, en la certeza de sí que es para sí, que sabe y decide para sí, tienen ambos, la moralidad y el mal, su raíz común.
El origen del mal en general reside en el misterio, es decir, en lo especulativo de la libertad, de la necesidad de ésta de salir de la naturalidad de la voluntad y de estar contra ella internamente. Es esta naturalidad de la voluntad la que, como contradicción respecto de sí misma e inconciliable consigo en esa oposición, viene a la existencia y es así esta particularidad de la voluntad misma la que va determinándose como el mal. En efecto, la particularidad sólo es en cuanto lo desdoblado, aquí, la oposición de la naturalidad frente a la interioridad de la voluntad, que en esta oposición no es más que un ser-para-sí relativo y formal, que únicamente puede extraer su contenido de las determinaciones de la voluntad natural, del apetito, del instinto, de la inclinación, etc. De estos apetitos, instintos, etc., se dice entonces que pueden ser buenos o también malos. Pero en tanto que la voluntad les convierte en esta determinación de contingencia que tienen por ser naturales, y con ellos convierte la forma que ella aquí tiene, la particularidad, en determinación misma de su contenido, la voluntad está contrapuesta a la universalidad en cuanto lo objetivo interior, el bien, el cual a su vez, con la reflexión de la voluntad en sí misma y con la conciencia cognoscente, surge como el otro extremo de la objetividad inmediata, lo meramente natural; y así esta interioridad de la voluntad es mala. El ser humano es pues, a la vez, tanto malo en sí (an sich) o por naturaleza, como por medio de su reflexión en sí, de modo que ni la naturaleza como tal —es decir, si no fuese naturalidad de la voluntad que permanece en su contenido particular—, ni la reflexión que revierte sobre sí, el conocer en general —a menos que se mantuviese en aquella oposición—, son para sí el mal. A este aspecto de la necesidad del mal va unido asimismo absolutamente el que este mal está determinado como lo que necesariamente no debe ser: es decir, el que debe ser superado; no es que aquel primer punto de vista de la escisión110 en general no deba en modo alguno aparecer —antes bien, establece la división entre el animal irracional y el ser humano—, sino que no se permanezca en él y se mantenga firmemente la particularidad como lo esencial frente a lo universal, [en definitiva] que en cuanto punto de vista nulo sea superado. Además, en esta necesidad del mal, es la subjetividad, como la infinitud de esta reflexión, la que tiene ante sí esta oposición y está en ella; si en ella permanece, es decir, si es mala, es entonces para sí, se comporta como individuo y es ella misma este arbitrio. El sujeto individual como tal tiene por eso, sin más, la responsabilidad de su mal.
§ 140
En tanto que la autoconciencia sabe extraer respecto de su fin un aspecto positivo (§ 135) —que necesariamente tiene porque pertenece al propósito del obrar efectivamente real concreto—, es capaz de afirmar, gracias a éste, que la acción ha sido buena para otros y para sí misma, por haberse realizado en aras de un deber y una intención excelente, siendo así que su contenido esencial negativo está a la vez en ella en cuanto reflejada en sí y también en cuanto consciente de lo universal de la voluntad, con lo que se compara; si se afirma que la acción es buena para otros, tenemos entonces la hipocresía, y si para sí mismo, entonces es una cima aún más elevada de la subjetividad que se afirma como lo absoluto.
Esta última forma del mal, la más abstrusa, por la que el mal se convierte en bien, y el bien en mal, y la conciencia se sabe como este poder y por tanto como absoluta, es la cima más elevada de la subjetividad en el punto de vista moral, la forma en que el mal ha prosperado en nuestra época, y ello por medio de la filosofía, es decir, de una fatuidad del pensamiento que ha disparatado un concepto profundo dándole este aspecto y que se arroga el nombre de filosofía del mismo modo que atribuye al mal el nombre de bien. Quiero en esta nota indicar brevemente las figuras principales de esta subjetividad, que han llegado a ser moneda corriente.
a) Por lo que atañe a la hipocresía, se contienen en ella los siguientes momentos: α) el saber de lo universal verdadero, ya sea en la forma sólo del sentimiento del derecho y del deber, ya en la forma de una noción y conocimiento más amplios de uno y otro; β) el querer de lo particular opuesto a este universal, y ello, γ) como saber comparativo de ambos momentos, de suerte que para la propia conciencia volitiva su querer particular está determinado como algo malo. Estas determinaciones expresan el obrar con mala conciencia moral, aún no la hipocresía como tal. Ha habido una cuestión que llegó a ser importante en cierta época: la de si una acción es mala en tanto en cuanto se ha producido con mala conciencia moral, es decir, con la conciencia desarrollada de los momentos que acabamos de mencionar. Pascal (Les provinciales, 4.a Carta)111 saca muy bien la consecuencia de la respuesta positiva a la pregunta: «Ils seront tous damnés ces demi-pécheurs, qui ont quelque amour pour la vertu. Mais pour ces francspécheurs, pécheurs endurcis, pécheurs sans mélange, pleins et achevés, l’enfer ne les tient pas: ils ont trompé le diable à force de s’y abandonner».112, 113 El derecho subjetivo de la autoconciencia, por el que ella sabe que la acción según su determinación es buena o mala en sí y para sí, no tiene que ser pensado tan en colisión con el derecho absoluto de la objetividad de esta determinación de modo que ambas se representen como separables, indiferentes y contingentes entre sí. Esta relación en particular sirvió también de fundamento en las antiguas cuestiones acerca de la gracia eficaz. Según el aspecto formal, el mal es lo más propio del individuo, por cuanto es precisamente su subjetividad que se pone sencillamente por sí, y por tanto es sin más su responsabilidad (vid. el § 139 y la nota al § anterior); y en el aspecto objetivo, el ser humano, según su concepto en cuanto espíritu, es algo racional en general, y lleva dentro de sí la determinación de la universalidad que se sabe a sí misma. No se le trata, pues, de acuerdo con la dignidad de su concepto si se separa de él el lado del bien y por ello la determinación de su mala acción como mala, y no se la imputa como tal. Con qué precisión o en qué grado de claridad u oscuridad la conciencia de aquellos momentos en su diferenciación se ha desarrollado en un conocimiento, y hasta qué punto una mala acción se haya realizado más o menos con una conciencia moral formalmente mala, son aspectos más indiferentes, que atañen más bien a lo empírico.
b) Pero obrar mal y con mala conciencia moral no es todavía hipocresía; en ésta hay además la determinación formal de la no-verdad de considerar primero el mal como bueno para otros, y presentarse luego externamente como bueno, escrupuloso, piadoso, etc., lo cual de este modo sólo es un artificio para otros. Pero además, el malo puede encontrar en su buen hacer en otras ocasiones y en su piedad, en general en buenas razones, una justificación para sí mismo del mal, transformando gracias a ella para sí el mal en bien. Esta posibilidad reside en la subjetividad, que en cuanto negatividad abstracta sabe que todas las determinaciones le están sometidas y proceden de ella.
c) En esta tergiversación hay que incluir en primer término aquella figura conocida como probabilismo. Convierte éste en principio que una acción para la cual la conciencia sabe aportar una buena razón cualquiera, aunque no sea más que la autoridad de un teólogo (incluso sabiendo que otros teólogos divergen, por mucho que sea, de su juicio) está permitida, y que la conciencia moral puede estar segura al respecto. Hasta en esta representación existe todavía la conciencia correcta de que tal razón y autoridad sólo brindan probabilidad, si bien ello es suficiente para la seguridad de la conciencia moral; se reconoce en esto que una buena razón sólo es de tal índole que junto a ella puede haber otras razones por lo menos tan buenas. También aquí hay que reconocer esta huella de objetividad consistente en que debe ser una razón la que determine. Pero al colocarse la decisión de lo bueno o lo malo en las muchas buenas razones, entre las cuales están comprendidas también aquellas autoridades y siendo sin embargo estas razones tantas y tan opuestas, ocurre al mismo tiempo que no es esta objetividad de la cosa, sino la subjetividad la que tiene que decidir, y éste es el aspecto por el cual el capricho y el arbitrio se erigen en lo que decide sobre lo bueno y lo malo, socavando la eticidad así como la religiosidad. Pero que sea la propia subjetividad [la instancia] en la que recae la decisión, es algo que todavía no está expresado como principio; antes bien, como se indicó, es una razón lo que se alega como lo decisivo; en esta medida el probabilismo es aún una figura de la hipocresía.
d) El nivel superior más próximo es el de que la buena voluntad debe consistir en que quiere el bien; este querer el bien abstracto debe bastar, e incluso constituir la única exigencia para que la acción sea buena. En tanto que la acción como querer determinado tiene un contenido, y el bien abstracto sin embargo no determina nada, queda reservado a la subjetividad particular darle su determinación y cumplimiento. Así como en el probabilismo, todo aquel que no es un sabio Révérend Père es la autoridad de un teólogo al que puede hacerse la subsunción de un determinado contenido bajo la determinación general del bien, así aquí cada sujeto está investido inmediatamente de la dignidad de poner el contenido en el bien abstracto o, lo que es lo mismo, de subsumir un contenido bajo un universal. En la acción en cuanto concreta, este contenido es, en general, un aspecto de los varios que tiene, aspectos que quizá pueden darle incluso el predicado de delictiva y mala. Pero aquella determinación subjetiva mía del bien es en la acción el bien sabido por mí, la buena intención (§ 114). Surge así una contraposición de determinaciones, según una de las cuales la acción es buena, pero según otras es delictiva. Entonces parece presentarse también la cuestión de si en la acción real la intención es efectivamente buena. Pero que el bien sea la intención efectivamente real, no sólo ha de poder ser el caso en general, sino que tiene que serlo desde el punto de vista en que el sujeto tiene el bien abstracto como fundamento de determinación. Lo que se vulnera por la buena intención mediante una acción que en otros aspectos se determina como delictiva y mala, es también bueno ciertamente, y parece que lo que importaría sería saber cuál de estos aspectos sería el más esencial. Pero esta cuestión objetiva no cabe aquí, o es más bien la subjetividad de la conciencia misma cuya decisión constituye exclusivamente lo objetivo. Esencial y bueno son sencillamente sinónimos: el primero es una abstracción tanto como el segundo; es bueno lo que con respecto a la voluntad es esencial, y lo esencial a este respecto debe ser precisamente que una acción esté determinada para mí como buena. Pero la subsunción de un contenido cualquiera bajo el bien resulta para sí inmediatamente del hecho de que este bien abstracto, por no tener contenido alguno, se reduce por completo tan sólo a significar algo positivo en general, algo que vale en algún respecto y por su determinación inmediata puede valer también como un fin esencial; p. ej., hacer el bien a los pobres, cuidar de mí, de mi vida, de mi familia, etc. Además, así como el bien es lo abstracto, el mal es entonces por eso lo carente de contenido, que recibe su determinación de mi subjetividad; y bajo este aspecto se desprende también el fin moral de odiar y extirpar el mal indeterminado.
El robo, la cobardía, el asesinato, etc., en cuanto acciones, es decir, en cuanto realizados en general por una voluntad subjetiva, tienen inmediatamente la determinación de ser la satisfacción de tal voluntad, y por tanto algo positivo, y para hacer de la acción una acción buena sólo importa saber este lado positivo como mi intención en la misma, y este lado es para la determinación de la acción que la hace buena el esencial, por cuanto yo la sé como lo bueno de mi intención. Robar para hacer el bien a los pobres, huir de la batalla por el deber de cuidar de su vida, de su familia (quizá también pobre para eso), matar por odio y venganza, es decir, por el propio sentimiento de su derecho, del derecho en general y del sentimiento hacia la maldad del otro, de su injusticia contra mí o contra otros, contra el mundo o el pueblo en general, por la aniquilación de este mal hombre, que tiene el mal mismo en sí, con lo que se contribuye por lo menos al fin de la erradicación del mal: tales acciones, gracias al lado positivo de su contenido, se convierten en una buena intención y por consiguiente en una buena acción. Basta una formación sumamente escasa del entendimiento para descubrir, como aquellos sabios teólogos, para cada acción un lado positivo y por consiguiente una buena razón y una buena intención. Así se ha dicho que no hay propiamente nadie malo, puesto que nadie quiere el mal por el mal mismo, es decir, lo puramente negativo como tal, sino que siempre se quiere algo positivo, y por tanto, desde este punto de vista, algo bueno. En este bien abstracto ha desaparecido la distinción entre bien y mal y todos los deberes reales; por eso querer meramente el bien y tener en una acción una buena intención más bien constituye el mal, en la medida en que el bien sólo es querido en esta abstracción y así la determinación del mismo queda reservada al arbitrio del sujeto.
A este contexto pertenece también la famosa sentencia: el fin santifica los medios. Así por de pronto, de por sí esta expresión es trivial y nada dice. Lo mismo cabe replicar, con igual indeterminación, que un fin santo santifica, sí, los medios, pero un fin no santo no los santifica. Si el fin es recto lo son también los medios, es una expresión tautológica en la medida en que el medio es precisamente lo que no es nada para sí, sino para otro y tiene en éste, en el fin, su determinación y su valor, con tal de que desde luego sea en verdad un medio. Pero con aquella frase no se mienta el sentido meramente formal, sino que se entiende con ella algo más determinado, a saber, que para un buen fin está permitido, e incluso constituye acaso un deber, usar como medio algo que de por sí no es de ningún modo un medio, vulnerar lo que para sí es sagrado, o sea, convertir un delito en medio para un fin bueno. Se tiene presente en aquella frase, por un lado, la conciencia indeterminada de la dialéctica de lo positivo que antes se ha señalado en las determinaciones jurídicas o éticas aisladas, o de principios generales tan indeterminados como: no matarás, o cuidarás de tu bienestar, del bienestar de tu familia. Los tribunales, los guerreros, no sólo tienen el derecho, sino el deber de matar a seres humanos, pero allí donde está exactamente determinado respecto de qué calidad de hombres y en qué circunstancias eso está permitido y es un deber. Por tanto, mi bienestar y el bienestar de mi familia tienen que ser postergados ante fines más altos, quedando rebajados al rango de medios. Pero lo que se designa como delito no es así una universalidad que se ha dejado indeterminada y queda sometida a una dialéctica: tiene ya su delimitación objetiva determinada. Pues bien, lo que ahora se contrapone a tal determinación en el fin que debiera despojar al delito de su naturaleza, el fin sagrado, no es otra cosa que la opinión subjetiva de lo que sea bueno y mejor. Es lo mismo que ocurre cuando el querer se queda en el bien abstracto, a saber, que toda determinidad existente y válida en sí y para sí de lo bueno y lo malo, del derecho y de lo ilícito es superada y esta determinación es atribuida al sentimiento, a la representación y al capricho del individuo.
e) La opinión subjetiva se formula, por último, expresamente como la regla del derecho y del deber, por cuanto debe ser la convicción que tiene algo por recto por lo que se determine la naturaleza ética de una acción. El bien que se quiere no tiene aún contenido; el principio de la convicción contiene ahora sólo esta precisión de que la subsunción de una acción bajo la determinación del bien corresponde al sujeto. Con ello se ha esfumado hasta la apariencia de una objetividad ética. Tal doctrina está directamente conectada con la supuesta filosofía, con frecuencia mencionada, que niega la cognoscibilidad de lo verdadero: y lo verdadero del espíritu volitivo, su racionalidad en la medida en que él se realiza, son los mandamientos éticos. Al dar esta manera de filosofar el conocimiento de lo verdadero por una vanidad vacía que sobrevuela el círculo del conocer, que sólo sería lo aparente, tiene que convertir en principio también inmediatamente lo aparente respecto de la acción, poniendo así lo ético en la visión del mundo propia del individuo y su convicción particular. La degradación en la que se ha hundido así la filosofía ciertamente aparece primero ante el mundo como un suceso sumamente indiferente, acaecido tan sólo a la ociosa charlatanería académica; pero tal visión se erige necesariamente en la visión de lo ético como una parte esencial de la filosofía, y sólo entonces aparece en la realidad efectiva y para ella lo que hay en esos planteamientos. Por la difusión del parecer de que es la convicción subjetiva la que determina exclusivamente la naturaleza ética de una acción, ha ocurrido que antes se hablaba mucho, ciertamente, de hipocresía, pero hoy día ya menos; pues la calificación del mal como hipocresía tiene como base el que ciertas acciones son en sí y para sí trasgresiones, vicios y delitos, que quien los comete los conoce necesariamente como tales en la medida en que sabe y reconoce los principios y acciones externas de la piedad y la rectitud precisamente en la apariencia bajo la cual abusa de ellos. O también, en consideración del mal en general, valía el presupuesto de que es un deber conocer el bien y saber distinguirlo del mal. Pero en todo caso valía la exigencia absoluta de que el hombre no cometa acciones pecaminosas y criminales, y de que, por cuanto es un hombre y no ganado, tienen que serle imputadas como tales. Pero si se proclama que el buen corazón, la buena intención y la convicción subjetiva son lo que da su valor a las acciones, ya no habrá hipocresía y en general mal alguno, pues lo que alguien hace sabe convertirlo en algo bueno por la reflexión de las buenas intenciones y los buenos móviles, y es bueno por el momento de su convicción.114, 115 No hay ya, pues, delitos ni vicios en sí y para sí, y en lugar del pecar imperturbable, endurecido, franco y libre antes mencionado,116 ha aparecido la conciencia de la plena justificación por la intención y la convicción. Mi intención del bien en mi acción y mi convicción de que ésta es buena, hacen de ella algo bueno. En la medida en que se habla de apreciar y juzgar la acción, sólo cabe que en virtud de este principio deba ser juzgado por la intención y la convicción del agente, por su fe, no en el sentido en que Cristo exige una fe en la verdad objetiva, de suerte que para el que tiene una fe mala, es decir, una convicción mala por su contenido, el juicio que recae conforme a este contenido malo es también malo, sino por la fe en el sentido de la fidelidad a la convicción, según que el hombre en su obrar haya permanecido fiel a su convicción, a la fidelidad subjetiva formal, la única que encierra lo conforme al deber.
En este principio de la convicción, y por el hecho de que ésta es determinada a la vez como algo subjetivo, tiene que introducirse también la posibilidad de un error, en lo que reside así el supuesto de una ley que es en sí y para sí. Pero la ley no actúa, sólo actúa el hombre real, y según aquel principio el valor de las acciones humanas sólo depende de hasta qué punto el agente ha asumido aquella ley en su convicción. Pero si en consecuencia no son las acciones las que han de ser juzgadas según aquella ley, es decir, en general, medidas según ella, no se alcanza a ver para qué debe ser y servir aún aquella ley. Tal ley queda rebajada a una letra meramente externa, de hecho a una palabra vacía, pues únicamente por mi convicción se convierte en una ley, en algo obligatorio y vinculante para mí. Que semejante ley tenga para sí la autoridad de Dios, del Estado, y también la autoridad de milenios en los que fue el vínculo que mantiene unidos a los hombres y a todo su hacer y su destino y les da consistencia —autoridades que encierran en sí un sinnúmero de convicciones de individuos— y que Yo oponga a todo eso la autoridad de mi convicción individual —como convicción subjetiva mía, su validez sólo es autoridad—, esto, que por de pronto aparece cual monstruoso engreimiento, queda postergado por el principio mismo, por cuanto convierte en regla la convicción subjetiva. Si ahora, sin embargo, por la inconsecuencia superior que introducen la razón infalible y la conciencia moral mediante una filosofía superficial y una mala sofística, se admite la posibilidad de un error, entonces la falta queda reducida a su mínima expresión por cuanto el delito y el mal en general son un error. Pues errar es humano, ¿quién no se habrá equivocado sobre esto y aquello, sobre si ayer almorcé col o repollo, y sobre un sinnúmero de cosas, sin importancia unas, de mayor importancia otras? Con todo, desaparece la diferencia entre lo importante y lo no importante cuando lo único que importa es la subjetividad de la convicción y el aferrarse a ella. Pero aquella superior inconsecuencia acerca de la posibilidad de un error que proviene de la naturaleza de la cosa, cuando llega a decir que una mala convicción no es más que un error, se convierte de hecho en la otra consecuencia de la deshonestidad; una vez debe ser la convicción el soporte de lo ético y del valor supremo del hombre, y se la proclama como lo supremo y sagrado, y la otra no se trata de nada más que de un error, siendo mi estado de convicción algo baladí y contingente, propiamente algo externo, que se me puede presentar de una manera o de otra. De hecho, mi convencimiento es algo sumamente baladí, si no puedo conocer nada verdadero; y así, es indiferente saber cómo pienso, y me queda para el pensamiento aquel bien vacío, la abstracción del entendimiento. Por lo demás, para añadir aún algo, resulta de este principio de la justificación por razón de la convicción la consecuencia para el modo de actuar de otros en contra de mi modo de actuar que, al tener ellos mis acciones por delitos según su creencia y convicción, tienen por completo razón; consecuencia esta en la que no sólo no tengo ninguna ventaja, sino que por el contrario sólo desde el punto de vista de la libertad y el honor me he visto rebajado a la relación de la no-libertad y la ignominia, a saber: de experimentar en la justicia, que en sí (an sich) es también lo mío, sólo una convicción subjetiva ajena, y en su ejercicio creerme tratado tan sólo por una fuerza externa.
f) Por último, la forma suprema en la que esta subjetividad se aprehende y expresa completamente es la figura que, con un nombre tomado de Platón, se ha llamado ironía; pues sólo lo usaba tomándolo de una manera de proceder de Sócrates, que éste aplicaba en una conversación personal frente a la imaginación de la conciencia inculta y sofística, en pro de la Idea de la verdad y la justicia, pero sólo trataba irónicamente aquella conciencia, no la Idea misma. La ironía se refiere sólo a un comportamiento en la conversación frente a personas; sin la orientación personal, el movimiento esencial del pensamiento es la dialéctica, y Platón estaba tan lejos de tomar lo dialéctico para sí, o incluso la ironía, por lo último y por la Idea misma, que por el contrario hundía y ponía fin al vaivén del pensamiento, cuanto más al de una opinión subjetiva, en la sustancialidad de la Idea.117 La cima de la subjetividad que se capta como lo último —que aún hemos de considerar aquí— sólo puede consistir en saberse como aquel acto de concluir y decidir sobre la verdad, el derecho y el deber que ya está en sí (an sich) presente en las formas precedentes. Ella es por tanto esto: saber lo éticamente objetivo, pero no olvidándose de sí y renunciando a sí misma para sumergirse en aquella seriedad y actuar a partir de ella, sino para mantenerse a distancia en la referencia con lo éticamente objetivo y saberse como lo que quiere y decide así, aunque igualmente puede querer y decidir de otra manera.
Tomáis una ley de hecho y honestamente como existente en sí y para sí, yo estoy también de acuerdo, pero aún más lejos que vosotros, estoy también más allá de ella y puedo hacer esto o lo otro. No es la cosa lo excelente, sino que el excelente soy yo, y soy el amo por encima de la ley y de la cosa, quien como a su antojo, simplemente juega y en esta conciencia irónica en la que yo dejo perecer lo supremo, sólo yo me divierto. Esta figura no es sólo la vanidad de todo contenido ético de los derechos, deberes, leyes —el mal, e incluso el mal totalmente universal en sí—, sino que añade también la forma, la vanidad subjetiva de saberse a sí mismo como esta vanidad de todo contenido y en este saber, saberse como lo absoluto. En mi Fenomenología del espíritu, pág. 605 y sigs. —donde se puede consultar todo el apartado c) La conciencia moral,118 en particular también con respecto al paso a un estadio superior, que allí está determinado de otra manera—, he tratado la cuestión de hasta qué punto esta autocomplacencia absoluta no se queda en un solitario culto de uno mismo, sino que puede tal vez constituir una comunidad cuyo vínculo y sustancia sea también tal vez la mutua seguridad en la escrupulosidad, las buenas intenciones, la alegría por esta recíproca pureza, pero especialmente el solaz ante la magnificencia de este saberse y expresarse y ante la magnificencia de este cobijar y cuidar, hasta qué punto lo que se ha llamado alma bella,119 la subjetividad más noble que se extingue en la vanidad de toda objetividad y por tanto en la irrealidad de sí misma, y además otras configuraciones, son versiones afines con el estadio que consideramos.
PASO DE LA MORALIDAD A LA ETICIDAD
§ 141
Para el bien, en cuanto es lo universal sustancial de la libertad, pero todavía abstracto, no menos son exigidas determinaciones en general y el principio de éstas, pero como idéntico a él, así como es exigida la conciencia moral, el principio sólo abstracto del determinar, la universalidad y objetividad de sus determinaciones. Ambos, elevados cada uno para sí a la totalidad, devienen lo carente de determinación que debe ser determinado. Pero la integración de ambas totalidades relativas en la identidad absoluta ya está realizada en sí (an sich) en cuanto precisamente esta subjetividad de la pura certeza de sí, que se desvanece en su vanidad, es idéntica a la universalidad abstracta del bien: la identidad, así concreta, del bien y de la voluntad subjetiva, la verdad de la misma, es la eticidad.
Los detalles de semejante paso del concepto se dan a entender en la Lógica. Digamos aquí tan sólo que la naturaleza de lo limitado y lo finito —que son aquí el bien abstracto que sólo debe ser y la subjetividad abstracta que igualmente sólo debe ser buena— tienen en ellos mismos (an ihnen selbst) su contrario: el bien, su realidad efectiva, y la subjetividad (el momento de la realidad efectiva de lo ético), el bien; pero que, por ser unilaterales, no son todavía puestos como lo que son en sí (an sich). Este devenir-puesto en su negatividad, consistente en que, como se constituyen unilateralmente, es decir, que cada uno no debe tener lo que en él hay en sí (an sich): el bien sin subjetividad y determinación, la subjetividad sin el ser-en-sí se constituyen para sí en totalidades, se superan y por ello se rebajan a momentos del concepto, que se hace manifiesto como su unidad y ha alcanzado realidad precisamente mediante este ser-puesto de sus momentos, y es ahora, por tanto, como Idea, es decir, concepto que ha desplegado sus determinaciones hasta la realidad y es al propio tiempo en su identidad como esencia que es en sí (an sich). La existencia concreta de la libertad, que era inmediata como derecho, se ha determinado como el bien en la reflexión de la autoconciencia; el tercer término, que aparece aquí en su paso como la verdad de este bien y de la subjetividad, es, pues, tanto la verdad de ésta como del derecho. Lo ético es disposición (Gesinnung) subjetiva, pero respecto del derecho que es en sí (an sich); y el que esta Idea sea la verdad del concepto de la libertad no puede ser un presupuesto tomado del sentimiento o de donde sea, sino que es —en la filosofía— algo probado. Esta deducción del mismo consiste únicamente en que el derecho y la autoconciencia moral se muestran en ellos mismos, para retrotraerse a ella como en su resultado. Quienes creen poder prescindir de demostrar y deducir en filosofía muestran que están lejos todavía del primer pensamiento de lo que es la filosofía y podrán desde luego hablar, pero no tienen derecho alguno a intervenir en la filosofía aquellos que quieren hablar sin concepto.
106 «Bienestar» (das Wohl); «bien» (das Gute).
107 ThW, III, 442 y sigs.
108 Enc., § 507 y sigs.
109 Conviene tener presente el parecido lingüístico entre Gewissheit («certeza») y Gewissen («conciencia moral»), que no se pone de manifiesto en la traducción.
110 Es decir, el desdoblamiento del ser humano entre su naturalidad y su voluntad, que se enfrentan entre sí en el nivel de la moralidad aquí considerada.
111 Pascal, Las provinciales, IV («De la gracia actual siempre presente y de los pecadores por ignorancia»).
112 Pascal cita también en aquel lugar la intercesión de Cristo en la cruz por sus enemigos: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen; una petición superflua si la circunstancia de que no sabían lo que hacían había conferido a la acción la cualidad de no ser mala y por consiguiente de no necesitar el perdón. Cita igualmente el parecer de Aristóteles (el pasaje está en la Ética nicomáquea, III, 2), que distingue si el agente es oυϰ ειδωσ o bien, αγνoων; en el primer caso de ignorancia, actúa involuntariamente (esta ignorancia se refiere a las circunstancias externas, vid. § 117), y no hay que imputarle la acción. Pero sobre el otro caso, dice Aristóteles: «Todo el que es malo no conoce lo que hay que hacer y lo que hay que omitir, y es precisamente esta carencia (αμαγτια) lo que hace a los seres humanos injustos y en general malos, el no-conocimiento de la elección del bien y del mal no hace que una acción sea involuntaria (que no pueda ser imputada), sino únicamente que sea mala». Aristóteles tenía ciertamente de la conexión entre el conocer y el querer una intelección más profunda que la que se ha hecho moneda corriente en una filosofía plana que enseña que el no-conocer, el ánimo y el entusiasmo son los verdaderos principios del obrar moral. (N. del A.)
113 «Serán condenados todos estos medio-pecadores, que tienen algo de amor por la virtud. Pero a estos francos pecadores, pecadores empedernidos, pecadores sin mezcla, plenos y acabados, el infierno no les aguanta: han engañado al diablo de tanto abandonarse a él.»
114 «Que él se siente plenamente convencido, no me ofrece la menor duda. Pero cuántos hombres no inician a partir de semejante convicción sentida los más sombríos desafueros. Así pues, si este motivo puede disculpar por doquier, entonces no hay ya juicio racional alguno sobre resoluciones buenas y malas, y respetables decisiones; la ilusión tiene entonces los mismos derechos que la razón, o la razón no tiene entonces siquiera derechos, ni prestigio válido, su voz es una quimera; ¡el que se limite a no dudar es el que está en la verdad!
»Siento pavor ante las consecuencias de semejante tolerancia, que sería excluyente en beneficio de la sinrazón.»
Fr. H. Jacobi al conde Holmer. Eutin, 5 de agosto de 1800, acerca de la transformación religiosa de Gr. Stolberg (Brennuns, Berlín, agosto de 1802). (N. del A.)
115 El conde Stolberg se había convertido del protestantismo al catolicismo. La carta de Jacobi a la que pertenece este pasaje se publicó en la revista Brennuns, eine Zeitschrift für das nördliche Deutschland, agosto de 1802, págs. 111-123.
116 Cf. la cita de Pascal en el apartado a) de esta misma nota.
117 Mi difunto colega, el profesor Solger, ha recogido precisamente la expresión de ironía, propuesta por el Sr. Fried. von Schlegel en un período anterior de su carrera literaria y elevada a la subjetividad que se sabe a sí misma como lo supremo, pero su mejor sentido, alejado de tal determinación, y su visión filosófica ha captado y conservado preferentemente el lado de lo propiamente dialéctico, el pulso motriz de la consideración especulativa. Pero no puedo encontrar esto del todo claro, ni estar de acuerdo con los conceptos que él todavía desarrolla en su último y sustancial trabajo, una crítica detallada de las lecciones del Sr. August Wilhelm v. Schlegel sobre arte y literatura dramáticos (Wiener Jahrb., t. VII, pág. 90 y sigs.). «La verdadera ironía —dice allí Solger en la pág. 92— arranca del punto de vista de que el hombre, mientras vive en este mundo presente, sólo puede cumplir su destinación, incluso en el más alto sentido de la palabra, en este mundo. Todo aquello por lo que creemos rebasar fines finitos es vana y vacía imaginación. Incluso lo supremo para nuestro obrar sólo está ahí en una configuración limitada, finita.» Esto, correctamente entendido, es platónico y muy verdadero, dicho contra el afán vacío, mencionado antes, hacia lo infinito (abstracto). Pero el hecho de que lo supremo es en configuración finita y limitada, como lo ético —y lo ético es esencialmente como realidad efectiva y acción—, es algo muy distinto de que sea un fin finito; la configuración, la forma de lo finito no quita al contenido, a lo ético, nada de su sustancialidad y de la infinitud que en sí mismo tiene. Él dice más adelante: «Y precisamente por eso esto (lo supremo) es en nosotros tan nulo como lo más insignificante y desaparece necesariamente con nosotros y nuestros nulos sentidos, pues en verdad sólo está ahí en Dios, y en este ocaso se transfigura como algo divino, del que no participaríamos si no hubiese una presencia inmediata de algo divino que se revela precisamente en la desaparición de nuestra realidad efectiva; pero el temple en el que éste ilumina los acontecimientos humanos mismos es la ironía trágica». No importaría el nombre arbitrario de ironía: pero hay en ello algo oscuro, la afirmación de que es lo supremo lo que desaparece con nuestra nulidad y de que sólo en la desaparición de nuestra realidad se revela lo divino, como se dice también en la pág. 91: «vemos a los héroes desconcertarse respecto de lo más noble y lo más bello en sus modos de pensar y sus intenciones y sentimientos, no con respecto al resultado, sino también a su fuente y su valor, pues nos elevamos con el ocaso de lo mejor». He mostrado en la Fenomenología del espíritu (pág. 404 y sigs., cf. 683 y sigs.) [ThW, III, 342 y sigs. y 514 y sigs.] que el ocaso trágico de figuras sumamente éticas (el ocaso justo de puros canallas y criminales renombrados, como p. ej., el héroe de una tragedia moderna, La culpa, tiene ciertamente un interés jurídico-criminal, pero ninguno para el verdadero arte de que aquí se trata) sólo puede interesar, elevar y reconciliar consigo mismo en la medida en que tales figuras aparecen enfrentadas con poderes éticos distintos igualmente justificados, que por desgracia han entrado en colisión, y tienen entonces culpa de esta contraposición suya a lo ético; de lo cual emerge el derecho y lo ilícito de ambas, y con ello queda purificada y triunfante sobre esta unilateralidad la Idea ética así reconciliada en nosotros, de suerte que no es lo supremo en nosotros lo que desaparece y no nos elevamos en el ocaso de lo mejor, sino por el contrario en el triunfo de lo verdadero. Éste es el verdadero interés, puramente ético, de la tragedia antigua (en la romántica esta determinación sufre todavía una ulterior modificación). La Idea ética, sin embargo, es efectivamente real y presente en el mundo ético, sin aquella desgracia de la colisión y del ocaso de los individuos implicados en esta desgracia; y que esto, lo supremo, no se exponga en su realidad efectiva como una nada es lo que persigue y efectúa la existencia ética real, el Estado y lo que en él posee, contempla y sabe la autoconciencia ética y el conocimiento pensante concibe. (N. del A.)
Karl Wilhelm Ferdinand Solger (1780-1819) fue colega de Hegel en Berlín, especializado en la estética romántica.
118 Cf. ThW, III [c. Das Gewissen…], 464.
119 El tema del «alma bella» se encuentra, por ejemplo, en Schiller, Über Anmut und Würde (Sobre gracia y dignidad), publicado en 1793. Hegel lo menciona por vez primera en sus Escritos de juventud (ThW, 1, 350: «El espíritu del cristianismo y su destino», 1798-1800), cf. M.a del Carmen Paredes Martín, Génesis del concepto de verdad en el joven Hegel, Salamanca, 1987, pág. 139 y sigs. Un desarrollo del mismo se encuentra en el lugar de la Fenomenología del espíritu al que el propio Hegel se remite (cf. nota anterior).