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ОглавлениеPRÓLOGO1
El motivo inmediato para la edición de este compendio es la necesidad de poner en manos de mis oyentes un hilo conductor para las lecciones que debido a mi cargo imparto sobre la Filosofía del derecho. Este manual es un desarrollo ulterior y sobre todo más sistemático de los mismos conceptos fundamentales que sobre esta parte de la filosofía ya están contenidos en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas (Heidelberg, 1817), y que entonces fueron destinados por mí a mis cursos.
Pero para que este compendio pudiera aparecer impreso y consiguientemente llegara también al gran público, hubo que tener en cuenta las observaciones, que ante todo debían aclarar en breve mención las representaciones afines o divergentes, las consecuencias ulteriores y otras semejantes, todo lo cual recibiría en las lecciones su correspondiente ampliación. A veces aquí fue preciso desarrollarlas más, con el fin de aclarar, en su caso, el contenido más abstracto del texto y tomar en consideración más extensamente representaciones fácilmente comprensibles y corrientes de nuestra época. Así ha surgido una serie de observaciones más extensas que las que trae consigo la finalidad y el estilo de un compendio. Con todo, un compendio propiamente dicho tiene por objeto el ámbito de una ciencia considerado como ya acabado y lo propio de él es, quizás a excepción de un pequeño añadido aquí o allá, especialmente la composición y ordenación de los momentos esenciales de un contenido que está dado y es conocido desde hace tiempo, ya que desde hace tiempo esa forma tiene sus reglas y sus maneras constituidas. De un compendio filosófico no se espera ya esta hechura, a no ser porque uno se imagine que lo que la filosofía aporta es una obra tan nocturna como la tela de Penélope, que cada día se empieza de nuevo.
Ciertamente, este compendio diverge del resumen habitual ante todo por el método, que por eso constituye el elemento que lo guía. Pero aquí se presupone que el modo filosófico de progresar de una materia a otra y de probar científicamente, es decir, los modos del conocimiento especulativo en general, se distinguen esencialmente de otros modos de conocimiento. La intelección de la necesidad2 de tal diferencia puede ser lo único que sea capaz de sacar a la filosofía de la vergonzosa decadencia en que se ha hundido en nuestra época. Se ha reconocido, desde luego, la insuficiencia para la ciencia especulativa de las formas y reglas de la lógica anterior, de la definición y del silogismo, que contienen las reglas del conocimiento del entendimiento, o, más que reconocido, sólo se ha sentido esta insuficiencia, y entonces se ha desechado a estas reglas pero sólo como cadenas, con el fin de hablar arbitrariamente desde el corazón, desde la fantasía y la intuición contingente; y puesto que a pesar de todo tienen que intervenir la reflexión y las relaciones del pensamiento, se procede inconscientemente según el despreciado método de la deducción y del razonamiento completamente habituales. He desarrollado extensamente la naturaleza del saber especulativo en mi Ciencia de la lógica; por ello en este compendio sólo se ha incluido ocasionalmente una elucidación sobre el procedimiento y el método. Dada la constitución concreta y en sí tan variada del objeto, se ha obviado ciertamente poner de manifiesto y destacar la progresión lógica con todos sus detalles; por una parte, esto se podría considerar superfluo debido a la presupuesta familiaridad con el método científico; pero por otra parte, de suyo se comprende que tanto el todo como el desarrollo de sus miembros descansan en el espíritu lógico. Desde este aspecto, también, es como yo ante todo quisiera que este tratado fuera entendido y juzgado. Pues aquello con lo que tiene que ver es la ciencia, y en la ciencia el contenido está unido esencialmente a la forma.
Precisamente de aquellos que parecen quedarse con lo más profundo se puede oír que la forma es algo extrínseco e indiferente para la cosa, que sólo se le añade a ella; se puede decir además que la ocupación del escritor, en particular del escritor filosófico consiste en descubrir verdades, en decir verdades, en difundir verdades y conceptos correctos. Si ahora se considera cómo llega a cumplirse realmente tal ocupación, se ve por una parte el mismo viejo potaje una y otra vez recalentado y expendido por todos los rincones, una ocupación que por supuesto tendrá su mérito para la formación y el despertar del ánimo, aunque igualmente podría ser considerada más bien como una sobreabundancia muy trabajosa: «pues tienen a Moisés y a los profetas, ¡que los escuchen!».3 Sobre todo, uno tiene múltiples ocasiones de asombrarse por el tono y la pretensión que se da a conocer en esto, como si no le hubieran faltado al mundo más que estos fervientes propagadores de verdades y como si el potaje recalentado trajera nuevas e inauditas verdades y hubiera que tomarlas en serio siempre especialmente «en la época actual». Pero, por otra parte, se ve que por un lado lo que surge de tales verdades es desplazado y arrastrado precisamente por verdades semejantes dispensadas desde otros lados. Ahora bien, lo que en este cúmulo de verdades no es ni viejo ni nuevo, sino permanente, ¿cómo debe destacarse de estas consideraciones informes que vienen de aquí y de allá?; ¿cómo distinguirlo y acreditarlo de otro modo, si no es mediante la ciencia?
Por lo demás, con respecto al derecho, la eticidad, el Estado, la verdad es tan antigua precisamente por cuanto es abiertamente expuesta y conocida en las leyes públicas, en la moral y en la religión públicas. ¿Qué más necesita esta verdad, en la medida en que el espíritu pensante no se satisface con poseerla en esta forma más próxima, sino también con concebirla, y adquirir para el contenido que ya es en sí (an sich)4 mismo racional, también la forma racional, de modo que parezca justificada ante el pensamiento libre, el cual no permanece aferrado a lo dado, ya sea dado por la autoridad externa y positiva del Estado, por el acuerdo entre los hombres, o por la autoridad del sentimiento interno, del corazón y del testimonio inmediato de aprobación del espíritu, sino que [el pensamiento libre] parte de sí mismo y precisamente por eso exige saberse íntimamente unido a la verdad?
El comportamiento sencillo del ánimo ingenuo consiste en atenerse con convicción plenamente confiada a la verdad conocida públicamente y construir sobre este sólido fundamento su modo de actuar y su firme posición en la vida. Contra este comportamiento sencillo se erige la dificultad ya mencionada de cómo se puede distinguir y averiguar lo que es universalmente reconocido y válido en las infinitas opiniones diversas; y esta perplejidad puede tomarse fácilmente como algo justa y verdaderamente grave para el asunto. Pero de hecho aquellos que hacen alarde de esta perplejidad están en el caso de no ver el bosque a causa de los árboles, y la perplejidad y dificultad que se presentan son sólo las que ellos mismos provocan; así que esta perplejidad y dificultad suya es más bien la prueba de que quieren algo distinto de lo que es universalmente reconocido y vigente como sustancia del derecho y de lo ético. Pues si verdaderamente se trata de esto, y no de la vanidad y de la particularidad del opinar y del ser, se atendrían al derecho sustancial, esto es, a los mandamientos de la eticidad y del Estado y encauzarían su vida consecuentemente. La dificultad siguiente, sin embargo, proviene del hecho de que el hombre piensa y busca en el pensar su libertad y el fundamento de la eticidad. Este derecho, siendo tan alto, tan divino, se trastoca sin embargo en injusticia cuando sólo vale para el pensamiento y si el pensamiento sólo se sabe libre en la medida en que discrepa de lo que es universalmente reconocido y válido y ha sabido inventarse algo particular.
En nuestra época podría haber arraigado del modo más firme la representación según la cual la libertad del pensamiento y del espíritu en general, con relación al Estado, se demostrara sólo en la divergencia, e incluso en la hostilidad contra lo reconocido públicamente y, a partir de ahí, especialmente una filosofía acerca del Estado podría parecer tener como tarea esencial la de inventar y dar también una teoría, por supuesto nueva y particular. Si se observa esta representación y su correspondiente apremio, uno debería suponer que aún no ha habido ningún Estado y ninguna constitución política en el mundo, ni los hay hasta el presente, sino que es ahora —y este ahora durará indefinidamente— cuando comenzaría todo desde el principio, y que el mundo ético habría esperado a ser así pensado, investigado y fundamentado sólo ahora. Respecto de la naturaleza se admite que la filosofía tiene que conocerla tal como es, que la piedra filosofal se encuentra escondida en alguna parte, pero en la naturaleza misma, que es en sí racional y que el saber tiene que investigar y aprehender conceptualmente la razón efectiva que está presente en ella, y no las configuraciones y contingencias que se muestran en lo superficial, sino su eterna armonía, pero como su ley y su esencia inmanentes.
El mundo ético, por el contrario, el Estado —[es decir] ella, la razón tal como se realiza en el elemento de la autoconciencia—, no debería gozar de la dicha de que sea la razón la que de hecho se haya elevado en ese elemento a la fuerza y al poder, se reafirme en él y lo habite. El universo espiritual estaría más bien abandonado al azar y a la arbitrariedad, estaría abandonado de Dios, de modo que según este ateísmo del mundo ético lo verdadero se encuentra fuera de él, y al mismo tiempo, puesto que la razón también debe estar en él, lo verdadero sería sólo un problema. Pero aquí se encuentra la justificación, incluso la obligación para todo pensar de ponerse en camino, pero no para buscar la piedra filosofal, pues con el filosofar de nuestra época se ahorra la búsqueda y cada uno está seguro de tener esa piedra en su poder, como de estar de pie y andar. Y entonces ocurre que los que viven en esta realidad efectiva del Estado y se encuentran satisfechos en su saber y querer —y son muchos, incluso más de lo que se cree y se sabe, pues en el fondo son todos— por lo tanto, al menos los que con conciencia tienen su satisfacción en el Estado, se ríen de esos derroteros y aseveraciones y los toman por un juego vacío, tan pronto divertido o serio, gracioso o peligroso. Ese apremio inquieto de la reflexión y la vanidad, así como la acogida y el encuentro que experimentan, sería sólo una cosa aislada que se desarrollaría en sí a su manera; pero es la filosofía en general la que con estos arranques se ha expuesto a mucho desprecio y descrédito. El peor de los desprecios consiste, como ya dije, en que cada uno está convencido de estar en condiciones de disputar y estar al tanto sobre la filosofía en general, como de estar en pie y andar. Sobre ningún otro arte ni ciencia se muestra este desprecio, que consiste en opinar que se lo posee sin más espontáneamente.
De hecho, lo que con la mayor pretensión hemos visto salir de la filosofía contemporánea sobre el Estado justificaba a cualquiera, que tuviera ganas de tomar parte en el asunto, a tener esta convicción de poder hacerlo sin más y a darse con ello la prueba de estar en posesión de la filosofía. Por lo demás, esta autodenominada filosofía ha manifestado expresamente que lo verdadero mismo no puede ser conocido, sino que lo verdadero sería lo que cada uno deje brotar de su corazón, de su ánimo y de su entusiasmo sobre los objetos éticos, especialmente sobre el Estado, el gobierno y la constitución. ¿Qué no se ha dicho sobre esto, especialmente para agradar a la juventud? La juventud bien se lo ha dejado decir con gusto. [El salmo] «A los suyos se lo dio Él en sueños»5 ha sido aplicado a la ciencia, y por eso cada durmiente se cuenta entre los suyos; lo que él recibe en el sueño de los conceptos sería así ciertamente verdadero según esto. Un comandante en jefe de esta fatuidad que se llama «filosofar», el señor Fries,6 no se ha sonrojado al decir, en un discurso sobre el Estado y la constitución política pronunciado con ocasión de una celebración pública que ha llegado a ser tristemente célebre,7 que «en el pueblo en que reina un auténtico espíritu comunitario, a cada negocio de los asuntos públicos le llegaría la vida desde abajo, desde el pueblo, a cada obra individual de educación del pueblo y de servicio popular se consagrarían sociedades vivientes, inquebrantablemente unidas por la sagrada cadena de la amistad» y cosas semejantes. Éste es el sentido principal de la fatuidad: basar la ciencia, no sobre el desarrollo del pensamiento y del concepto, sino más bien sobre la percepción inmediata y la imaginación contingente; igualmente, la rica articulación de lo ético en sí, que es el Estado, la arquitectónica de su racionalidad que, gracias a la diferenciación precisa de los círculos de la vida pública y de sus justificaciones y gracias al rigor de la medida en la que se sostiene cada pilar, cada arco y cada contrafuerte, hace surgir la fuerza del todo a partir de la armonía de sus miembros, todo este edificio bien construido se le deja disolver en la papilla del «corazón, de la amistad y el entusiasmo». Como lo está el mundo en general según Epicuro, así según semejante representación, el mundo ético debería ser entregado —aunque ciertamente no lo es— a la contingencia subjetiva de la opinión y de la arbitrariedad. Con el simple remedio casero de colocar en el sentimiento lo que precisamente es el trabajo milenario de la razón y de su entendimiento, se ahorra todo el esfuerzo de la intelección racional y del conocimiento dirigido por el concepto pensante. Mefistófeles, según Goethe —una buena autoridad—, dice a este respecto aproximadamente lo que yo he citado en otra ocasión:8
Desprecia sólo el entendimiento y la ciencia,
supremos entre todos los dones del hombre;
así te has entregado al diablo
y tienes que perecer.
Inmediatamente próximo a esto se encuentra el hecho de que este punto de vista adquiere también la figura de la piedad; pues ¡con qué no se ha tratado de autorizar este impulso! Con la devoción a Dios y con la Biblia se ha pretendido dar la suprema justificación para despreciar el orden ético y la objetividad de las leyes. Pues ciertamente, es también la piedad la que envuelve en una intuición más simple del sentimiento la verdad que está diseminada en el mundo en un reino orgánico. Pero en la medida en que sea de índole correcta, abandona la forma de esa región tan pronto como desde el interior penetra en el día del despliegue y de la riqueza revelada de la Idea; y de aquel servicio divino interior conserva la veneración por una verdad y una ley que es en sí y para sí,9 elevadas por encima de la forma subjetiva del sentimiento.
Se puede advertir aquí la forma particular de la mala conciencia que se hace notoria en el tipo de elocuencia del que se envanece aquella fatuidad; y en primer lugar en el hecho de que allí donde más vacía de espíritu es, tanto más habla del espíritu, cuanto más muerto y acartonado es su discurso, más utiliza las palabras vida e introducir en la vida, allí donde muestra el mayor egoísmo de la soberbia vacía, más se lleva a la boca la palabra pueblo. Pero el distintivo característico que lleva en la frente es el odio a la ley. Que el derecho y la eticidad, así como el mundo efectivo del derecho y de lo ético, sean captados por el pensamiento, que mediante el pensamiento se den la forma de la racionalidad, es decir, la universalidad y la determinidad,10 todo esto, la ley, es lo que con razón considera como su mayor enemigo ese sentimiento que se reserva el beneplácito, esa conciencia moral que coloca el derecho en la convicción subjetiva. La forma del derecho como un deber y como una ley es sentida por ese sentimiento como una letra muerta y fría y como una cadena, pues no se reconoce a sí mismo en ella, y tampoco se conoce libre en ella, porque la ley es la razón de la cosa y ésta no permite al sentimiento exaltarse según su propia particularidad. La ley es, por tanto, como en el curso de este tratado se apreciará en algún lugar,11 el santo y seña (Schiboleth)12 con el que se distinguen los falsos hermanos y amigos del llamado pueblo.
Como ahora la charlatanería de la arbitrariedad se ha apoderado del nombre de filosofía y ha conseguido inculcar en un amplio público la opinión de que semejante ajetreo es filosofía, ha llegado a ser casi una deshonra hablar incluso de modo filosófico de la naturaleza del Estado y no hay que reprochar a las personas de ley si incurren en impaciencia tan pronto como oyen hablar de una ciencia filosófica del Estado. Aún menos hay que asombrarse si los gobiernos finalmente han dirigido su atención hacia tal filosofar, pues entre nosotros la filosofía no se ejerce sin más como entre los griegos, como un arte privado, sino que tiene una existencia manifiesta, que afecta a lo público, principalmente o únicamente al servicio del Estado. Si los gobiernos han demostrado su confianza a los estudiosos dedicados a esta materia, y han delegado totalmente en ellos el desarrollo y el contenido de la filosofía —si bien ocasionalmente, si se quiere, no ha sido tanto por confianza como por indiferencia hacia la ciencia misma y su enseñanza se ha mantenido sólo por tradición (como, hasta donde yo sé, al menos se ha dejado subsistir en Francia a las cátedras de metafísica)—, esa confianza ha sido de muchas maneras mal correspondida, o donde, en otro caso, se quisiera ver indiferencia, habría de considerarse el resultado, esto es, la degradación de todo conocimiento fundamental, como una expiación de esa indiferencia. Al principio, la fatuidad bien parece de todo punto compatible, al menos con el orden y la quietud externos, porque no llega a rozar la sustancia de la cosa, y menos a figurársela; por ello, de entrada nada tendría contra ella, al menos policialmente, si el Estado no contuviera en sí la necesidad de una formación y de una inteligencia más profundas y no exigiera su satisfacción por parte de la ciencia. Pero la fatuidad conduce de por sí, con respecto a lo ético, al derecho y al deber en general, a aquellos principios que en esta esfera constituyen lo superficial, a los principios de los sofistas, que nosotros aprendemos a conocer definitivamente por Platón —principios que establecen lo que es el derecho sobre fines y opiniones subjetivos, sobre el sentimiento subjetivo y la convicción particular—, principios de los cuales se sigue la destrucción tanto de la eticidad interna como de la conciencia justa, del amor y del derecho entre las personas privadas, así como la destrucción del orden público y de las leyes del Estado. El significado que semejantes fenómenos tienen que adquirir para los gobiernos no se podrá eludir quizás a causa del título que se apoyaba en la misma confianza otorgada y en la autoridad de un cargo para exigir del Estado que deje hacer y tolere lo que corrompe y se opone a la fuente sustancial de los actos, es decir, los principios universales, como si eso le correspondiese. La expresión: A quien Dios da un oficio, también le da el entendimiento, es una vieja broma que ya nadie en nuestros tiempos se tomará en serio.
En la importancia del modo y manera de filosofar, que debido a las circunstancias ha sido renovada por los gobiernos, no se puede desconocer el momento de protección y de apoyo que parece haber llegado a necesitar el estudio de la filosofía en otros muchos aspectos. Pues se lee en tantas producciones de la rama de las ciencias positivas, e igualmente de la edificación religiosa y de otra literatura indeterminada, cómo se muestra allí el ya mencionado desprecio hacia la filosofía —en el sentido de que tales producciones, que a la vez demuestran estar completamente atrasadas en la formación del pensamiento y que la filosofía les es algo completamente ajeno, la tratan como algo de por sí acabado—, sino que incluso [ese desprecio] se dirige expresamente contra la filosofía y declara su contenido, el conocimiento conceptual de Dios y de la naturaleza física y espiritual, el conocimiento de la verdad, como una petulancia insensata e incluso pecaminosa; se lee también cómo la razón, otra vez la razón y en infinita repetición la razón es acusada, menospreciada y condenada, o cómo por lo menos se da a conocer lo incómodas que caen las pretensiones supuestamente inaplicables del concepto en una gran parte del esfuerzo que debiera ser científico. Si uno tiene ante sí, digo, semejantes fenómenos, casi tendría que dar cabida al pensamiento de que en este aspecto la tradición no sería ya ni digna ni suficiente para asegurar la tolerancia y la existencia pública al estudio filosófico.13 Las declamaciones y arrogancias contra la filosofía, que son corrientes en nuestra época, ofrecen el singular espectáculo de que por una parte tienen razón, por esa fatuidad a la que esta ciencia ha sido degradada y, por otra parte, arraigan en ese elemento contra el que se dirigen desconsideradamente. Pues, al calificar el conocimiento de la verdad como un intento insensato, eso que se autodenomina filosofar ha equiparado virtud y vicio, honor y deshonor, conocimiento e ignorancia, y ha nivelado todos los pensamientos y todas las materias, como el despotismo del emperador de Roma niveló a nobles y esclavos, de modo que los conceptos de lo verdadero y las leyes de lo ético no son ya más que opiniones y convicciones subjetivas y los principios más delictivos son colocados en cuanto convicciones en igual dignidad que esas leyes; y asimismo el objeto más vacío y particular y la materia más insulsa son colocados en igual dignidad que aquello que constituye el interés de toda persona pensante y los vínculos del mundo ético.
Por ello hay que estimar como una suerte para la ciencia —de hecho es, como se indicó, la necesidad de la cosa— que ese filosofar, que como un escolasticismo quisiera seguir devanándose dentro de sí,14 se haya puesto en una relación más próxima con la realidad efectiva, en la cual hay seriedad con los principios de los derechos y de los deberes, que vive a la luz de la conciencia de esos principios, y que por ello ha llegado a una ruptura abierta. Es precisamente a esta posición de la filosofía con respecto a la realidad efectiva a la que esos malentendidos se refieren, y por eso vuelvo yo a lo que antes he señalado: que la filosofía, por ser la indagación de lo racional, consiste consiguientemente en captar lo presente y lo real y no en erigir un más allá que sabe Dios dónde debe estar, o del cual ciertamente se sabe decir de hecho dónde está, esto es, en el error de un razonamiento vacío y unilateral. En el curso del siguiente tratado he señalado que incluso la república platónica, que está considerada como expresión proverbial de un ideal vacío, no ha hecho esencialmente nada más que captar la naturaleza de la eticidad griega y que en la conciencia de un principio más profundo que irrumpía en ella —el cual podía manifestarse inmediatamente en ella sólo como un anhelo aún insatisfecho y por tanto sólo como una corrupción—, Platón ha tenido que buscar ayuda contra este anhelo, pero esa ayuda, que tenía que venir de lo alto, sólo podía buscarse en una forma particular externa de aquella eticidad mediante la cual él se figuraba sojuzgar esa corrupción: y precisamente de ese modo hirió en lo más profundo el profundo impulso de aquella eticidad, la libre personalidad infinita. Pero con ello Platón se ha revelado como un gran espíritu, pues precisamente el principio en torno al cual gira lo decisivo de su idea es el eje alrededor del cual giraba entonces15 la inminente revolución del mundo.
Lo que es racional, eso es efectivamente real;
y lo que es efectivamente real, eso es racional.16
En esta convicción está toda conciencia no prevenida, como la filosofía, y de aquí parte ésta tanto en la consideración del universo espiritual como del natural. Si la reflexión, el sentimiento, o cualquier figura que tenga la conciencia subjetiva, consideran el presente como algo vano, si están por encima del presente y lo que saben es mejor, entonces la conciencia subjetiva se encuentra en lo vano y, como sólo tiene realidad efectiva en el presente, ella misma es tan sólo vanidad. Si, inversamente, la Idea pasa por ser sólo una idea, una representación en una opinión, la filosofía por el contrario proporciona la intelección de que nada es efectivamente real sino la Idea. Desde esto se llega a conocer, en el aparecer de lo temporal y transitorio, la sustancia, lo inmanente y lo eterno que es presente. Pues lo racional, que es sinónimo de la Idea en cuanto que en su realidad efectiva entra a la vez en la existencia externa, se despliega en un ámbito infinito de formas, fenómenos y configuraciones y envuelve su núcleo con la corteza multicolor en la que la conciencia se aloja al principio, y donde el concepto penetra primero, para tomar el pulso interno y sentirlo todavía palpitante en las configuraciones exteriores. Pero las relaciones infinitamente diversas que se forman en esta exterioridad debido al aparecer de la esencia en ella, todo este material infinito y su regulación, no son objeto de la filosofía. Se inmiscuiría así en cosas que no le conciernen y puede ahorrarse dar buenos consejos al respecto; Platón pudo evitar recomendar a las nodrizas que los niños nunca permanecieran en pie y que los tuvieran siempre en brazos;17 y asimismo Fichte pudo haber evitado construir, como se decía, el perfeccionamiento de la policía de control hasta el punto de que a los sospechosos no sólo se les debía poner las señas en el pasaporte, sino que se debía pintar su retrato en él.18 En semejantes elaboraciones ya no se ve ninguna huella de filosofía, y ésta puede abandonar semejante supersabiduría tanto más cuanto que con respecto a esta multitud infinita de objetos debe mostrarse precisamente de lo más liberal. De este modo la ciencia se mostrará completamente alejada del odio que suscita la vanidad de la pedantería hacia una multitud de circunstancias e instituciones; odio en el que se complace al máximo la mezquindad, porque sólo con él llega a un sentimiento de sí.
Así pues este tratado, en cuanto contiene la ciencia del Estado, no debe ser otra cosa que el intento de concebir y exponer el Estado como algo en sí racional. En cuanto escrito filosófico tiene que estar completamente alejado de deber construir un Estado tal como debe ser; la enseñanza que puede hallarse en él no puede dirigirse a enseñar al Estado tal como debe ser, sino más bien cómo él, el universo ético, debe llegar a ser conocido.
Ιδoυ Πoδoσ, ιδoυ ϰαι τo πηδημα.19
Hic Rhodus, hic saltus.
Concebir lo que es, es la tarea de la filosofía,20 pues lo que es, es la razón. En lo que respecta al individuo, cada uno es desde luego hijo de su tiempo; así también la filosofía es su tiempo captado en pensamientos. Tan insensato es figurarse que alguna filosofía vaya más allá de su mundo presente como que un individuo salte por encima de su tiempo, salte por encima de Rodas. Si su teoría va de hecho más allá de su tiempo, construye un mundo como debe ser, y existe ciertamente, pero sólo en su intención — en un elemento dúctil donde se puede imaginar lo que se quiera.
Con poca variación aquella locución sonaría:
Aquí está la rosa, baila aquí.21
Lo que hay entre la razón como espíritu autoconsciente y la razón como realidad existente, lo que separa a aquella razón de ésta y no le deja encontrar en ella satisfacción, es la cadena de una abstracción cualquiera que no está liberada para llegar al concepto. Conocer la razón como la rosa en la cruz22 del presente y así gozarse de esto, esta intelección racional es la reconciliación con la realidad que la filosofía proporciona a aquellos en quienes ha surgido una vez la exigencia interna de concebir y de conservar tanto la libertad subjetiva en aquello que es sustancial, como de permanecer con la libertad subjetiva no en algo particular y contingente, sino en lo que es en sí y para sí.
Esto es también lo que constituye el sentido más concreto de lo que antes ha sido designado abstractamente como la unidad de la forma y del contenido, ya que la forma en su significado más concreto es la razón como conocer conceptual y el contenido es la razón en cuanto la esencia sustancial de lo ético, así como de la realidad natural; la identidad consciente de ambas es la Idea filosófica.—Es una gran obstinación, una obstinación que hace honor al ser humano, no querer reconocer en el fuero interno lo que no esté justificado por el pensamiento y esta obstinación es lo característico de la época contemporánea y, además, el principio propio del protestantismo. Lo que Lutero ha iniciado como fe en el sentimiento y en el testimonio del espíritu es lo mismo que posteriormente el espíritu maduro se ha esforzado por captar en el concepto y así liberarse en el presente y encontrarse de este modo en él. Así como ha llegado a ser famoso el dicho de que media filosofía aleja de Dios —y es esta misma mitad la que pone al conocer en una aproximación a la verdad—, pero la verdadera filosofía conduce a Dios,23 ocurre lo mismo con el Estado. Así como la filosofía no se contenta con la aproximación, que no es ni fría ni caliente y por tanto se vomita,24 tanto menos se contenta con la fría desesperación, la cual concede que en esta temporalidad todo anda mal o es sumamente mediocre, pero que precisamente en ella no puede haber nada mejor y sólo por eso hay que estar en paz con la realidad; una paz más cálida con ella es la que proporciona el conocimiento.
Para añadir una palabra sobre enseñar cómo debe ser el mundo, digamos que de todos modos la filosofía siempre llega tarde. En cuanto pensamiento del mundo, aparece en el tiempo tan sólo después de que la realidad ha completado y terminado su proceso de formación. Esto, que el concepto enseña, asimismo lo muestra necesariamente la historia: que sólo en la madurez de la realidad efectiva lo ideal aparece frente a lo real y que lo ideal se construye el mismo mundo, aprehendido en su sustancia, en la figura de un reino intelectual. Cuando la filosofía pinta su gris sobre gris, es que una figura de la vida ha envejecido y con gris sobre gris no se puede rejuvenecer, sino sólo conocer; la lechuza de Minerva tan sólo emprende su vuelo cuando comienza a anochecer.
Ya es tiempo de cerrar este prólogo; en cuanto prólogo sólo le correspondía hablar externa y subjetivamente del punto de vista del escrito al cual antecede. Si se debe hablar filosóficamente de un contenido, sólo corresponde un tratamiento científico objetivo, por lo tanto una réplica al autor de otro tipo, que no sea un tratado científico de la cosa misma, tiene que serle indiferente y tiene que valer para él como un epílogo subjetivo y una aseveración caprichosa.
Berlín, 25 de junio de 1820
1 Traducción del texto Grundlinien der Philosophie des Rechts, que Hegel hizo editar en Berlín en 1821. Este mismo texto es el que ha sido publicado en 2009 en el tomo 14, 1 de la edición crítica (Gesammelte Werke) de Meiner, Hamburgo.
2 «Intelección» traduce el hegeliano Einsicht, para distinguirlo de otros términos como «comprensión» o «conocimiento», que tienen en Hegel un significado filosófico distinto.
3 Cf. Lc 16, 29.
4 La expresión an sich suele tener un matiz de virtualidad que no se encuentra en in sich. Por ello, cuando se trate de an sich lo hacemos constar en el texto.
5 Cf. Sal 126, 2.
6 De la fatuidad de su ciencia ya he dado testimonio. Cf. Ciencia de la lógica (Nüremberg, 1812), «Introducción», pág. XVII (N. del A.). Cf. Wissenschaft der Logik, Einleitung, en ThW, V, 47.
7 Se refiere Hegel al discurso pronunciado por J. F. Fries en conmemoración del tercer centenario de la reforma de Lutero, el 18 de octubre de 1817. Fries (1773-1843) fue profesor de filosofía en Heidelberg y en Jena.
8 Cf. Fenomenología del espíritu (ThW, III, 271). Es una cita libre del Fausto de Goethe, vv. 1851-1852 y 1866-1867.
9 La expresión «an und für sich» se traduce como «en sí y para sí».
10 Bestimmtheit se traduce como «determinidad».
11 Cf. § 258.
12 En Jue 12, 5-6, shibbolet era la seña que se pedía a los fugitivos de Efraím que ocultaban su identidad. Se les descubría porque los fugitivos tenían dificultad para pronunciarla.
13 Consideraciones semejantes se me ocurrieron ante una carta de Joh. v. Müller (Obras, parte VIII, pág. 56), en la que acerca de la situación de Roma en 1803, cuando la ciudad se encontraba bajo dominio francés, se lee entre otras cosas: «Interrogado respecto a las instituciones de enseñanza públicas, un profesor respondió: Se las tolera como a los burdeles (On les tolère comme des bordels)». Uno puede oír aún recomendar a la llamada Doctrina de la razón, es decir, la Lógica, más o menos con la convicción de que o bien ya nadie se ocupará de una ciencia seca e infructuosa, o bien si esto ocurre aquí o allá sólo obtendrán fórmulas sin contenido, que no dan nada y que en nada dañan, de modo que la recomendación en ningún caso perjudica ni beneficia. (N. del A.)
14 La actividad filosófica que está desvinculada de la realidad es para Hegel un pensamiento que da vueltas en el interior de sí mismo, como un hilo, cuerda, etc., que se devana; de ahí también, en español: «devanarse los sesos». Cf. Diccionario de la Real Academia Española y Diccionario del uso del español, de María Moliner.
15 «Entonces»: palabra añadida en el ejemplar de Hegel por él mismo.
16 Hegel repite esta formulación en el § 6 de la Enciclopedia de las ciencias filosóficas y allí explica que lo efectivamente real no es equivalente a lo real sin más. La realidad efectiva no es una realidad cualquiera, sino la unidad de esencia y fenómeno, por lo tanto una realidad que contiene la racionalidad propia de la esencia y que por eso mismo tiene efectividad.
17 Cf. Platón, Leyes, VII, 789e.
18 Cf. Fichte, Fundamentación del derecho natural, § 21. Hegel criticó anteriormente todos estos detalles sobre Fichte en el escrito Diferencia entre los sistemas de filosofía de Fichte y Schelling (trad. de M.a del Carmen Paredes Martín).
19 De la fábula de Esopo, El fanfarrón y el pentatlonista fanfarrón.
20 Es decir, la tarea de la filosofía es elaborar conceptos (por lo tanto, concebir) acerca de lo que es.
21 Posible juego de palabras entre «Rodas» y «rosa», así como entre «salta» y «baila».
22 La misma expresión se encuentra en las Lecciones sobre filosofía de la religión. Cf. ThW, XVI, 272.
23 Cf. F. Bacon (1560-1626), De dignitate et augmentis scientiarum, 1, 1, 5; Essays, XVI, Of Atheism.
24 Cf. Ap 3, 15-16.