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Camilo Henríquez: La Camila o la patriota de Sudamérica (1817)

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José Leandro Urbina

Dos obras de teatro escribió fray Camilo Henríquez en Buenos Aires, La Camila o la patriota de Sudamérica, escrita en 1816 e impresa en 1817, y La inocencia en el asilo de las virtudes, que sólo quedó en forma manuscrita. Las dos obras, que fray Camilo consideraba entre sus importantes logros, fueron de escaso interés para sus contemporáneos y ninguna de las dos fue representada. Es así que algunos críticos se han negado a concederles el rango de obras de teatro.

Es cierto que es difícil considerar a La Camila o la patriota de Sudamérica como una obra de teatro propiamente tal, a pesar de que su estructura externa organiza el material que se quiere comunicar en forma teatral. La pieza se anuncia a sí misma como «Drama sentimental en cuatro actos», los cuales están divididos en doce escenas en las que se turnan los dos grupos de personajes (criollos e indígenas de la tribu de los omaguas) para principalmente vocear las opiniones y propuestas políticas más sentidas del autor.

El carácter histórico de la obra está claramente definido en la advertencia que la precede. Allí fray Camilo cuenta, con la autoridad del testigo, los incidentes ocurridos durante la matanza del 2 de agosto de 1810, o «primera subyugación de Quito», en la que perecieron más de trecientos de sus habitantes. El asesinato de los patriotas, que habían intentado constituir un gobierno criollo en remplazo de la Real Audiencia y que se hallaban presos bajo la custodia de tropas venidas de Lima al mando del coronel Manuel Arredondo, sumió a Quito en un completo caos.

Después de la matanza cuenta que «las tropas limeñas se esparcieron por la ciudad saqueando y asesinando» (s/p). Eso desata un éxodo en el que «muchas señoras, muchas familias ilustres, huyeron a pie a los montes. Por muchos días no se supo con certidumbre quiénes y cuántos habían perecido». Seis años después, en el exilio en Buenos Aires a consecuencia del Desastre de Rancagua, elegirá aquel espacio trágico como el escenario de conflicto político en el que desarrollará su drama.

Los personajes criollos de La Camila forman parte de una de esas familias patriotas que han huido a los montes para escapar de la sanguinaria represión de las autoridades españolas. Ellos son don José, doña Margarita y su hija Camila, heroína de la obra, que ha perdido a su marido Diego.

El joven era parte del contingente de prisioneros acusados de subversión contra la Corona y ha desaparecido durante el motín que buscaba liberar a los patriotas de las cárceles. A éste llora Camila en un monólogo, en la escena II del primer acto, en el que inevitablemente se critica, de manera un tanto altisonante, la conducta criminal de los españoles peninsulares y se hace una apología de los valores que defienden los revolucionarios criollos: «¡Oh Dios! Vos sois tan benigno para los buenos, como terrible para los malvados. Vos premiáis en la mansión de los justos las virtudes de Diego y preparáis confusión y exterminio para los enemigos de la patria, para los verdugos de la América, para los monstruos sedientos de sangre (12-13)».

El lenguaje se despliega de acuerdo a los patrones estéticos predominantes en la época, gesto prosopopéyico cercano al del melodrama romántico. Era común referirse en este registro a las acciones de las tropas españolas y a la España imperial. En la obra, criollos patriotas e indígenas comparten esta visión y el lenguaje correspondiente.

Dice Yari, a quien el autor describe como «indio ilustre», refiriéndose a España: «¡que una pequeña parte del mundo antiguo, la parte más obscura y atrasada de la Europa, se atreva a llamar rebeldes y quiera tener por esclavos a los habitantes de casi todo el nuevo mundo! Esto es insufrible. Mejor es vivir entre fieras para no oír tales monstruosidades» (17).

Los antagonistas españoles están ausentes de la obra, pero sus actos son los que han desencadenado la situación que sufre la familia fugitiva. La distribución de fuerzas pone en el mismo bando a criollos e indígenas. Estos se manifiestan en contra de la brutalidad española, que han padecido históricamente, lo cual en la obra constituye una alianza imaginaria, pero deseada.

Yari, cuñado del cacique del lugar, invitará a los fugitivos a visitar la aldea omagua donde entran en contacto con sus autoridades. Pero en lugar de ser este un encuentro feliz, se encuentran con la terrible sorpresa de que el cacique quiere entregarlos a los tiranos españoles. La única manera de librarse de esta sentencia es que Camila se case con el primer ministro de la tribu. Ella se niega. Sin saber a ciencia cierta si todavía es esposa de Diego o su viuda, defiende los derechos de su corazón a mantener el vínculo amoroso con el marido desaparecido. Responde Camila: «¡Santo Dios! No señor, no; mi corazón no es mío; no puedo disponer de él» (22).

Esta confesión no produce ningún entusiasmo en el cacique, quien la interpreta más bien como el deprecio de las criollas por el hombre americano. En un severo discurso le reprocha a Camila: «Esa es vuestra soberbia, ese es el alto desprecio con que nos tratáis. Las jóvenes de Sudamérica menosprecian generalmente a todos los americanos. Desde el principio prefirieron para esposos a los españoles» (22). Más grave aún, culpa directamente a las mujeres de ser cómplices de los opresores:

Ellas quisieran que reinasen eternamente los españoles, para reinar con ellos. Ellas desean que permanezca la patria en perpetua servidumbre, seguras del imperio que han de ejercer sobre sus débiles amantes. Ellas verían con placer la opresión universal del país; oirían con alegría los horrendos decretos pronunciados contra los americanos por sus inhumanos esposos. Así educan a sus hijos en el amor de la tiranía y oponen obstáculos a la libertad (22-23).

Un poco más adelante, el lector se dará cuenta de que estas palabras están dichas como una provocación y que el cacique será el autor de una pequeña puesta en escena en que el marido le será devuelto, sano y salvo, a Camila. Es tan notable el papel de director indiscutido del cacique, que manejará la escena del reconocimiento dando palmadas: «El cacique da dos fuertes palmadas y sale el ministro precipitadamente» (37).

Fray Camilo presenta a sus indígenas como personajes ilustrados, preocupados fuertemente por la educación y la cultura. En su caso, la ilustración viene del lado anglosajón y tiene un fuerte componente liberal. Estados Unidos e Inglaterra son los referentes de la civilización moderna. El cacique mantiene en su territorio escuelas que se rigen por el método lancasteriano de instrucción mutua, método de enseñanza favorecido por los anglicanos. Él mismo ha estudiado en Norteamérica. Cuando le reprocha la cacica una medida arbitraria, dice: «¡Y estas palabras pronuncia un hombre educado en los Estados Unidos de Norteamérica! ¿Esto es lo que aprendiste en un colegio de aquella gran República?» (26). La anglofilia de Henríquez es evidente.

La profunda creencia ilustrada en el mejoramiento humano a través de la educación se encarnará en los miembros de la comunidad omagua. La valorización del trabajo, que reemplaza a la cultura puramente recolectora o explotadora, es anunciada por el indio Yari con manifiesta referencia al texto bíblico: «Hemos nacido para trabajar y para buscar el alimento con el sudor de nuestro rostro. La naturaleza es madre sabia y benéfica» (14).

Otro de los rasgos que hay que hacer notar en la pieza es la mirada sobre la naturaleza. El drama transcurre en los «márgenes del río Marañón o de las Amazonas». La elección de este espacio posibilita a fray Camilo exponer algunas ideas sobre el mundo ecuatorial. Mientras doña Margarita considera las selvas como «horrorosas y solitarias», don José objeta: «¿Hasta cuándo te parecerán horribles estas regiones donde es tan risueña y fecunda la madre naturaleza?» (10) Y luego, comparando las bestias que habitan la naturaleza con los hombres, afirma: «Hablas de fieras y de serpientes, y no te acuerdas que has conocido a los mandatarios españoles y que ellos son para los americanos más feroces que los tigres y que las culebras».

La postura frente a la magnificencia del mundo natural, que es reconocido como el espacio primigenio de libertad, es apropiativa pues allí se puede fundar la huerta americana. En consecuencia, el indígena no puede ser visto sólo como el salvaje, el producto final de una naturaleza inhóspita, sino como un estado intermedio, como una potencialidad que, dadas condiciones favorables, se desarrolla positivamente ante los ojos del espectador.

En relación a lo anterior aparecen también dos elementos enfatizados por el autor. Primero, se menciona de manera elogiosa a los jesuitas expulsados. Ellos habrían sido el elemento civilizador inicial, los que «ganaron con beneficios el corazón de las tribus salvajes. Formaron muchas poblaciones. Les hicieron conocer el pudor y la decencia» (10). Segundo, la cruz que aparece en el lugar y que doña Margarita cree que ha sido dejada por los jesuitas. Don José explica que ella es una «memoria que dejó de su tránsito por este río Monsieur de la Condamine, de la Academia de Ciencias de París…» (10). Este segundo elemento suma al religioso anterior el componente científico y vincula los dos a través de la cruz. Los jesuitas hicieron la primera parte de la tarea en el mundo selvático; luego la harán los hombres de ciencia, cuya presencia aparece encarnada en Charles de la Condamine. Fray Camilo armoniza elementos que podrían parecer antagónicos en la típica disposición de católico ilustrado. Religión y ciencia no son prácticas discordantes; por el contrario, su armonización podría llegar a ser fuente de felicidad y progreso para los pueblos americanos.

Hay aquí, y en toda la obra, la presencia de un elemento utópico que desplaza las condiciones de la realidad política y que se propone como un sueño donde se resuelven las contradicciones evidentes en el proyecto independentista.

Lo mismo ocurre respecto al intento de definición de la identidad americana. Si bien se puede detectar cierta confusión en los términos de la definición, no lo hace peor que Simón Bolívar en la Carta de Jamaica de 1815 y en el Discurso de Angostura de 1819. Es difícil saber qué significa en esta obra el ser americano; a veces parece que el adjetivo se aplica sólo a los pueblos indígenas y en otras parece referirse sólo a los criollos.

Dice Yari a don José, refiriéndose a los españoles y criticando a los criollos: «¡Pérfidos! ¡Y los americanos siempre crédulos y confiados!» (17).

En su discusión con el cacique, la criolla Camila declara: «¿Os olvidáis que la sangre de los primitivos habitantes del país corre por nuestras venas?» (22). Esto añade el mestizaje a la ecuación identitaria, quizás más como un ingrediente emotivo que como un pronunciamiento clarificador.

En cuanto a la evaluación estética de la obra, los críticos unánimemente sancionan esta obra como falta de interés dramático y vehículo de las ideas que su autor deseaba difundir. Por ejemplo, Eugenio Pereira Salas señaló que los personajes son meros símbolos de sus ideas; Andrés Sabella dijo: «lo avasalló el político, ahogando al escritor»; Fernando Debesa comentó: «quizás ‘sentimental’ sea el concepto clave de estas obras», y Miguel Luis Amunátegui, uno de sus primeros biógrafos, vio en Camila Shkinere a Camilo Henríquez con faldas.

Sea como sea, Fray Camilo Henríquez, el ideólogo independentista, fue siempre muy explícito en lo que se refiere a sus ideas sobre la función del arte. No era, entonces, su primera prioridad ser dramaturgo. Cito, finalmente, sus pronunciamientos sobre el teatro en el artículo «Del entusiasmo revolucionario», publicado en la Aurora de Chile, número 31, del 10 de septiembre de 1812:

Yo considero al teatro únicamente como una escuela pública y bajo este respecto es innegable que la musa dramática es un gran instrumento en las manos de la política. Es cierto que en los gobiernos despóticos, como si se hubiesen propuesto el inicuo blanco de corromper a los hombres, y de hacerlos frívolos, y apartar su ánimo de las meditaciones serias, que no les convenían, era el objeto de los dramas hacer los vicios amables. Sublimes poetas, uniendo a grandes talentos grandes abusos, lisonjeando el gusto de cortes frívolas y corrompidas, atizaron el fuego de las pasiones y alimentaron delirios dañosos. Empero, para gloria de las bellas letras autores muy ilustres, cuyos nombres serán siempre amados por los pueblos y cuyas obras vivirán mientras haya hombres que sepan pensar y sentir, conocieron el objeto del arte dramático. En sus manos, la tragedia noble y elevada mostró a los dueños del mundo los efectos formidables de la tiranía, de la injusticia, de la ambición, del fanatismo. Puso ante sus ojos las revoluciones sangrientas producidas por las pasiones de los reyes: procuró enternecerlos con la pintura de las calamidades humanas, les hizo ver que su trono podía trastornarse y que podían ser infelices (131).

Añade como conclusión:

Entre las producciones dramáticas, la tragedia es la más propia de un pueblo libre y la más útil en las circunstancias actuales. Ahora es cuando debe llenar la escena la sublime majestad de Melpómene, respirar nobles sentimientos, inspirar odio a la tirana y desplegar toda la dignidad republicana. ¡Cuándo más varonil y más grandiosa que penetrándose de la justicia de nuestra causa y de los derechos sacratísimos de los pueblos! ¡Cuándo más interesante que enterneciendo con la memoria de nuestras antiguas calamidades! ¡Ah!, entonces no serán estériles las lágrimas; su fruto será el odio de la tiranía y la execración de los tiranos (131-132).

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