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Juan Egaña: Cartas Pehuenches (1819)
ОглавлениеClaudia Zapata
El libro Cartas Pehuenches, publicado en 1819, ha sido ubicado en los orígenes de la literatura del Chile republicano porque su autor, Juan Egaña, transmite a través de la ficción su pensamiento sobre la sociedad y la cultura de un país que acababa de nacer tras la Guerra de Independencia. Una guerra en la que el propio Egaña participó de manera activa, llegando a padecer el relegamiento y la prisión durante la Reconquista. Definir como un texto literario a Cartas Pehuenches resulta justo y pertinente, pues con ello se reconoce el despliegue de un genio creativo que construye escenas, personajes y una trama en la que se relata una historia, en este caso la de un país que debate sus alternativas de futuro. Al mismo tiempo, esta denominación de obra literaria requiere precisiones acerca del período en que fue escrita, lejano a la formación de un campo literario relativamente autónomo, pues lo que entonces existía era más bien una esfera letrada en que sus protagonistas reunían una serie de funciones asociadas al poder, entre ellas las tareas políticas y de administración de la joven República. Juan Egaña era uno de estos «hombres de letras» y ese contexto histórico nos permite comprender la complejidad de la obra que comentamos en estas páginas, pues en Cartas Pehuenches se encuentran desplegadas de manera atractiva las múltiples facetas que componían la vida pública de su autor. Es así como encontramos al político, al hombre de derecho, al escritor, al pedagogo y al ciudadano que fue protagonista de la gesta independentista y que se encuentra/siente inmerso en un proceso de construcción nacional. Por lo tanto, esta obra nos muestra sobre todo al hombre público que advierte la densidad histórica de su presente, revelándonos incluso cierta angustia frente a un camino que desde su perspectiva requiere ser enmendado con urgencia. Este espíritu crítico nos ofrece un análisis complejo de la situación que vive la República, reparando no solo en las formas políticas sino también en las prácticas sociales y culturales que constituyen un todo que es la patria independiente.
La condición literaria del texto se desprende del modelo narrativo que elige Egaña para persuadir a los lectores-ciudadanos de su diagnóstico y sus propuestas sobre cada uno de los tópicos que elige abordar, los que desde su perspectiva constituyen los puntos críticos del Estado-nación chileno. En la obra, compuesta por ocho cartas publicadas en doce entregas a través de la Imprenta del Gobierno durante el año 1819, Chile aparece observado por ojos extranjeros, depositarios de una alteridad cultural indígena, más específicamente pehuenche, siendo el propio autor quien recurre en más de una ocasión al concepto de «extranjería». Una alteridad ficcionalizada por Egaña, usada como estrategia para aportar veracidad a las situaciones que se describen (la condición de testigo del indígena residente en Santiago) y, finalmente, autorizar su crítica. El modelo, nos dice Bernardo Subercaseaux (2001), fue ensayado en Europa, siendo ineludible la referencia a Mostesquieu y sus Cartas Persas, publicadas en 1721, referente casi seguro de Egaña para componer estas Cartas Pehuenches, en un gesto de apropiación que probablemente nuestro autor asumió como un recurso efectivo y plausible en el contexto chileno para difundir una mirada crítica, en un momento en que el país poseía una superficie de territorio considerablemente inferior a la actual, cuyo límite sur era la frontera indígena, constituida aún por un amplio territorio, estimado actualmente en unas diez millones de hectáreas, donde habitaba una sociedad heterogénea, ajena al Estado de Chile.
El relato se despliega en las cartas que el pehuenche Melillanca, residente en Santiago, envía a su amigo Guanalcoa, silenciosamente situado en las cordilleras pehuenches. En ellas, el personaje principal comenta la aventura que significa descubrir este país, mostrándose como un observador agudo, al tanto de la historia reciente y transcribiendo diálogos con personajes chilenos, especialmente el anciano Andrés, en los que se analiza la situación de la sociedad chilena a pocos años de alcanzada la independencia. Lo interesante de este gesto es que Egaña crea una narración que es capaz de producir dos efectos notables: primero, una suerte de sobrevuelo respecto de la situación nacional, y segundo, una especie de «etnografía al revés», pues no deja de ser significativo para quien se dedica a estudiar a las sociedades indígenas, como es mi caso, esta inversión de roles que la etnografía clásica (también una escritura sobre indígenas) no contempla como posibilidad, vale decir, la de un «otro nativo» que observa y narra. También es atractiva la condición de paridad que se construye entre dos sujetos pertenecientes a sociedades y culturas distintas, ambos sabios, ambos observadores, ambos protagonistas de un diálogo, como se refleja en este pasaje donde Andrés se dirige a Melillanca: «…tennos compasión y jamás refieras en tu Butalmapu la execrable costumbre que nos dejaron nuestros padres europeos de los derechos y contribuciones fijadas sobre los pleitos, porque ella sola bastará para infundir una aversión a nuestros ritos y sociedad que haga imposible nuestra unión» (58).
La lectura de la obra arroja como conclusión obvia que Juan Egaña elige hablar a través de su personaje Melillanca, pero también lo hace a través de otros como Andrés, especialmente cuando se explaya en propuestas de medidas tendientes a lograr la solución de los problemas que se diagnostican, siempre transmitidas al lector por voz de Melillanca. El sentido pedagógico es transversal a las cartas, desde el momento mismo en que Melillanca transmite sus observaciones y experiencias a Guanalcoa, pero alcanza su mayor expresión cuando se deja espacio en el texto a las propuestas, concretas y enumeradas. La afirmación sustantiva que nos transmite Egaña es que los «vicios» que allí se constatan constituyen problemas sociales a la vez que nacionales, por ello la necesidad de persuadir a los lectores sobre el efecto multiplicador de prácticas que van en contra del bien público y de la vida en sociedad, como el abuso de poder, el engaño, el alcoholismo y el juego de apuestas, para los cuales recomienda la aprobación y aplicación de normativas que desde la esfera política contengan a la sociedad. De esta forma, nuestro autor busca posicionar, luego de un análisis crítico sobre el «ser chileno», valores constitutivos de la vida pública, como la virtud y la justicia.
Esto nos coloca frente a un discurso sobre la nación chilena, que nuestro autor concibe como una amalgama compuesta de historia, sociedad y política, con una clara conciencia de que la nación es una construcción y no una tradición heredada e inamovible. En ella, un recurso político de la revolución independentista se hace recurso literario, como es el caso de la función que cumple el elemento indígena en la afirmación de un yo nacional.
Durante la Independencia, al igual que en gran parte de la América hispana, las sociedades indígenas fueron referentes de autonomía cultural, utilizados –no sin convicción– para marcar distancia con la metrópoli. Fueron años de reivindicación de figuras representativas de la resistencia indígena contra los españoles, como Cuauhtémoc en México o Lautaro en Chile, inaugurando mitos nacionalistas con la fuerza necesaria para dar profundidad histórica a los países americanos. La propuesta de Juan Egaña ocupa un lugar preponderante en este repertorio discursivo, conocido como «indigenismo criollo» o «primer indigenismo», denominaciones acuñadas para distinguir corrientes de pensamiento político que interpretaron el presente a la luz de un pasado indígena idealizado y asumido como propio. En el caso de Chile, señala Viviana Gallardo (2001), esto implicó reconocer la independencia de Chile en la Guerra de Arauco, teniendo como recurso narraciones anteriores, especialmente La Araucana, que inaugura el ejercicio de construir un objeto indígena funcional a un discurso crítico, como lo fue el del propio Alonso de Ercilla (de hecho, Egaña recurre al imaginario ercillesco cuando compara la sabiduría de Melillanca con la de Colocolo). Este contexto histórico es el que hace posible que Egaña represente su pensamiento en un pehuenche y que construya continuidades políticas entre sus personajes, principalmente Melillanca y Andrés, pasando por alto la existencia de facciones realistas al otro lado de la frontera. Dice Melillanca en la «Carta Primera»: «La actual revolución de Chile tiene el objeto más justo y necesario que puede interesar a un pueblo: es el mismo por el cual nuestra nación sostuvo más de doscientos años de guerra» (34).
Este aspecto es fundamental en Cartas Pehuenches y coloca a la obra en plena sintonía con una dinámica histórico-política que nos acompaña hasta hoy y que dice relación con el peso gravitante del elemento indígena en la definición de la nación chilena. La figura de la frontera y la sociedad indígena que habita en ella y más allá de ella, ha sido el espejo en el que este país permanentemente se ha mirado, para encontrar en él la imagen de lo que queremos ser o de lo que no queremos ser. La imagen que nos devuelve ese espejo asume formas y valoraciones distintas según la época, pero como espejo que es, sólo encontramos en él a quien se mira, en este caso a «los chilenos», con un mayor peso a lo largo de la historia de quienes han definido la chilenidad desde el poder estatal y social, transmitida masivamente a otros sectores de la sociedad a través de instituciones como la escuela. En el caso de Cartas Pehuenches, ese espejo muestra una diferencia que es cultural, pero también territorial, sin ponerla en entredicho, como sí ocurrió con el discurso racial de fines de esa centuria, desarrollado por segmentos de una élite que desde el Estado fraguó un proyecto de invasión y apropiación de ese territorio, llevándose con él la soberanía de sus habitantes y sus soportes económicos, principalmente la ganadería, derivando en la derrota política de sus habitantes, confinados desde entonces a reducciones indígenas, a una economía campesina de sobrevivencia y, finalmente, a la migración. Cuando esa expropiación se concretó en la década de 1880 ya no era posible encontrar en el espejo a un pueblo y un territorio distinto, aunque fuera ficcionalizado como nos lo presentó Juan Egaña, mucho menos representar el pensamiento de un chileno en un pehuenche. Por el contrario, lo que devolvió ese espejo fue la imagen de una nación chilena superior y vencedora.
Leer Cartas Pehuenches desde nuestra contemporaneidad no deja de tener sentido si se consideran estos aspectos, porque nuestro comienzo de siglo se debate nuevamente en la expresión pública de distintas sensibilidades que apuntan hacia la necesidad de reencauzar este constructo Estado-nacional, lo que hace llano reconocerse en el espíritu crítico de Juan Egaña. Parte de esa necesidad de refundación tiene que ver con la relación, nuevamente quebrantada, entre sociedad chilena y sociedades indígenas, en especial la mapuche, con la diferencia sustantiva de que el silencio indígena y el hablar-por-el indígena (el del indigenismo criollo, el de las políticas indígenas, el de la etnografía) han sido exitosamente objetados por el surgimiento de representaciones indígenas propias que desde distintos ámbitos, del político al literario, reivindican ese momento de independencia y soberanía que aparece referido por Juan Egaña, ese Butalmapu que constituye la patria de Melillanca y Guanalcoa.
La intelectualidad mapuche contemporánea se aproxima con voluntad política a las escrituras de sus «otros»: viajeros, etnógrafos, militares y políticos que a lo largo del siglo XIX construyeron representaciones sobre los indígenas para sustentar relatos civilizatorios, entre ellos los del Estado-nación chileno (Zapata, 2006). Un campo representacional heterogéneo que va desde la constatación y observación curiosa de la diferencia, hasta la clara intención de denostarla y exterminarla. Los intelectuales mapuche encuentran en la relectura de estos materiales las rendijas que permiten mirar hacia ese pasado independiente y encontrar en él los sustentos para hablar no sólo de una cultura distinta, sino también de una soberanía arrebatada, cuyo fundamento era un vasto territorio, no reconocido en las políticas post invasión que asignaron pobres porciones de «tierras» a los mapuche. Más notable todavía es que en esas mismas escrituras encuentran el reconocimiento de esa soberanía, pues no fueron pocos los autores que hablaron de un «país mapuche» (Ancán y Calfío, 1999).
Las Cartas Pehuenches no escapan a este camino de análisis abierto por los autores mapuche y que implica reparar en los conceptos que articulan la representación literaria de Egaña y las condiciones históricas que la autorizaron, especialmente cuando el autor reconoce, en innumerables pasajes, la existencia de una nación indígena y alude a su territorio en el sentido más político del término, vale decir, como el soporte material de un pueblo independiente. Incluso más, nuestro autor recurre a palabras del mapudungún para nombrarlo, como Pire Mapu –traducible como ‘tierra de la nieve’ o ‘país de la nieve’– y Butalmapu o ‘gran territorio’, presentes en la lengua de los mapuche hablantes hasta hoy para referirse a un gran territorio y recuperadas políticamente por el actual movimiento, incluidos los intelectuales. En Cartas Pehuenches sorprende la transparencia con que se expone este significado del territorio, unido a la pertenencia y añoranza de una auténtica patria, como se refleja en la emotiva confesión de Melillanca a Guanalcoa: «…yo no puedo olvidar la hermosa tranquilidad de nuestro Butalmapu, las historias heroicas del venerable Apo-ulmen, tu padre, y sobre todo nuestra tierna y fraternal amistad» (33).
Imposible entonces no leer estas Cartas Pehuenches como la necesaria actitud crítica frente al proyecto de nación vigente; también como la prueba palpable de una historia que se repite en el caso de la inclusión/exclusión de los indígenas y, por último, como la huella textual de una independencia –la del pueblo mapuche– que sustenta la posibilidad de imaginar un futuro de autonomía.