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2. Una novela temprana (1858)

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Si hay algún término que pudiera equivaler en el siglo XIX y en la obra de Blest Gana a lo que hoy se entiende por identidad, el candidato más plausible sería seguramente el de «costumbres». Más que un conjunto de cualidades permanentes, lo que singulariza a una sociedad es una suma de costumbres que se practican en un tiempo y lugar determinados, tan cambiantes como la piel de sus usuarios. En el autor chileno ellas poseen un puesto destacado tanto por la significación central que adquieren en su proyecto narrativo, como por la constante atención que les dedica en todas y en cada una de sus novelas. Es fácil recordar que la principal, Martín Rivas, se subtitula justamente: «Novela de costumbres político-sociales». Pero no hay sólo eso. Cualquier lector se da cuenta que la descripción de costumbres –en el doble sentido, un poco oscilante, de moeurs y coutumes, de mores y consuetudines propiamente tales: hábitos y caracteres, por un lado, prácticas y ritos sociales, por otro– constituye uno de sus métodos preferidos para explorar aspectos del país, franjas enteras de la sociedad y los cambios que no dejan de experimentar.

En todo ello, sin duda, el modelo lo habían suministrado, en gran escala y con fuerza insuperable, Scott y Balzac. En varias novelas del primero, de las cuales hay constancia que leyó (Ivanhoe, El anticuario, La novia de Lammermoor), el efecto del tiempo sobre las costumbres locales y regionales es un núcleo vital de la narración. En el segundo, como es bien sabido, casi todos sus relatos se abren con pórticos o introducciones que, para situar la acción, necesitan pintar previamente las transformaciones que el tiempo (la historia, las revoluciones) y el espacio (topografías, remodelaciones urbanas) han acarreado en el grupo humano y en su contexto material correspondiente. Desde 1830 hasta su muerte, Balzac no hace sino rememorar «la Francia de antaño» (La femme abandonée: 463) y llevarnos de la mano por su gente a través del país como un verdadero «arqueólogo moral» (Béatrix: 638), es decir, viajero y observador de viejas costumbres desvanecidas. Ese ojo balzaciano, su manifiesta sensibilidad para las mutaciones de la nación, con todo lo que estas comportan de pérdida y novedades (usos, estilos, modas), es algo que Blest Gana hereda de quienes probablemente fueron sus máximos héroes literarios.

Aun antes de formular su proyecto narrativo en los años sesenta, en lo que podríamos llamar su prehistoria narrativa de la década anterior, se muestra ya en Blest Gana una aguda percepción para el cambio histórico: cambio de modas, de lugares y ambientes, de especies de comida y de formas de diversión, etc. En quizás uno de sus mejores relatos de esa época, El primer amor (1858), vemos este cuadro que reúne una serie muy completa de observaciones sobre la metamorfosis experimentada por Santiago11:

Los amantes de esas fiestas tradicionales que conservan los pueblos perpetuando los usos de pasadas generaciones, recuerdan todavía con entusiasmo los exaltados regocijos a que se entregaba nuestra buena población santiaguina en la llamada Noche Buena que precede a la Pascua de Natividad. Y al volver la memoria hacia mejores tiempos, deploran con cívico desconsuelo que la autoridad haya intervenido en los placeres del soberano de la nación aboliendo aquellos que, con prejuicio de la gente pacífica, hacían resonar su descompuesta algazara por todos los ámbitos de nuestra dilatada capital.

Ya por los años de 1850 apenas subsistían confusos recuerdos de aquellas festivas reuniones de gente armada con mil variados instrumentos […].

La inquieta suspicacia, que de ordinario vela en el corazón de todo gobierno, hizo entrever en aquellas fiestas populares el pretexto de una sedición en épocas de crisis políticas. Temióse, y con razón, que esas formidables masas de artesanos y vagos cambiasen un día sus instrumentos de fiesta por las mortíferas armas de revolucionarios y viniesen valiéndose de aquella inveterada costumbre a formar legiones agresoras y amenazantes donde en otro tiempo se organizaban pacíficas patrullas de ciudadanos alegres. Destruyóse, pues, la celebración en la Alameda de aquellos nocturnos regocijos y dejóse sólo a la plaza de Abastos el cuidado de contener en su recinto a toda esa gente diseminada que, reunida en ese centro común, era mucho más fácil de custodiar (25-26).

El pasaje transcrito permite varias observaciones de interés para nuestro tema. Como lo practicará posteriormente en sus novelas más difundidas, ya en este texto temprano Blest Gana se dedica a observar con simpatía las formas de diversión colectivas existentes (o que dejan de existir) en el país. Su esfera de atención son las fiestas y el entretenimiento de la gente, no la actividad laboral o las manifestaciones del trabajo. Esto lo lleva a valorar puntos bien definidos en el tiempo, lugares precisos en el espacio. Aquí se trata de una festividad religiosa que se presenta más bien como un hecho cívico. El liberal que había en él, y que ya se le había hecho carne después de las rebeliones anti-monttinas, ve a lo sumo en la religión un instrumento de buen gobierno republicano. El lugar no es otro que el centro de Santiago y las transformaciones que requiere a medida que transcurren los años, en virtud de la cambiante demografía social de la ciudad. Blest Gana anota con justeza que toda su nueva topografía responde a exigencias de una autoridad que busca controlar la desigualdad social reinante en el país. El espacio público sólo materializa la voluntad de una élite que distribuye alegrías y regocijos de acuerdo a las conveniencias del control político. Para la mirada del autor, las costumbres significativas son sobre todo las del pueblo. Estas se desplazan, se trasmutan, pero siguen constituyendo la columna vertebral de la nación. El poder del Estado sólo interviene para impedir los posibles desbordes. Las leyes, los decretos, las disposiciones gubernamentales son algo exterior que deforma el espíritu colectivo de la nación en favor de un grupúsculo de favorecidos. Este panorama festivo, que ya en 1858 empieza a ser ángulo preferido en el arte del autor, se enriquecerá palpablemente en sus novelas posteriores. Además de las conocidas escenas nacionales y populares de Martín Rivas, bien comentadas por la crítica, basta hojear El ideal de un calavera para aquilatar su relevancia en el hacer narrativo de Blest Gana.

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