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1.2. El proceso constituyente del mercado global

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La creación de un mercado global hizo posible que los productores de un país pudiesen llegar a los consumidores del resto del planeta, facilitando el comercio global. Otro objetivo igualmente importante e interrelacionado con el anterior fue globalizar la propia producción. En particular, conseguir que los bienes pudiesen ser manufacturados por un gran número de empresas distribuidas en diversos países, e incluso continentes, y articuladas en una cadena regida por la empresa matriz. Hay que tener en cuenta que las cadenas globales de valor coordinadas por las empresas transnacionales representaban alrededor del 80 % del comercio mundial en 20134. Sin el establecimiento de una arquitectura jurídica que hiciese posible estos intercambios, no se hubiera podido alcanzar la mundialización de la división técnica del trabajo que se materializó en las cadenas globales de valor. El análisis de esa estructura debe hacerse teniendo en cuenta siempre las necesidades derivadas de la deslocalización de la producción por parte de las empresas de los países más ricos. Por otro lado, el diseño de las condiciones de funcionamiento del mercado global generó profundas asimetrías. Se abrieron los mercados del Sur a las empresas de los países desarrollados, limitando con ello su capacidad para crear una industria propia y, a la vez, se impidió a los países más pobres defender su agricultura frente a la competencia de los productos subvencionados cultivados en EE UU o la UE.

La creación de un auténtico mercado mundial exige la eliminación de las cortapisas que los estados imponen a las importaciones para que la circulación de mercancías alrededor del globo no resulte obstaculizada por esas barreras. Desde la perspectiva de una economía globalizada, los controles estatales son fronteras «internas» como lo eran las que existían en el interior de los estados antes de la creación de los mercados nacionales. Solo podría hablarse propiamente de un mercado mundial si se lograse crear un espacio económico homogéneo global en el que la circulación de las mercancías fuese «libre».

El proceso de globalización ha perseguido la creación de ese mercado mundial, aunque el grado de proximidad que han alcanzado los diversos sectores económicos a ese «ideal» varía enormemente de unos a otros. De todas formas, se ha desarrollado un enorme esfuerzo de mundialización económica que ha sido producto de un largo proceso (que todavía no ha culminado y que no se sabe en estos momentos si será revertido, al menos en parte). La liberalización de los intercambios internacionales se inició en el seno del Acuerdo General sobre Aranceles de Aduanas y Comercio, más conocido por sus siglas inglesas: GATT. Este proceso puede retrotraerse hasta la segunda posguerra mundial, y se aceleró a partir de los años sesenta.

El GATT se firmó en Ginebra en 1947 entre 23 países y funcionó como un foro para la negociación internacional de reducciones arancelarias. Esa entidad no surgió como una organización internacional propiamente dicha, aunque tuviese una sede en Ginebra, sino que se trataba de un espacio estructurado para potenciar los acuerdos entre los estados en materia arancelaria. Durante su existencia, se realizaron ocho «rondas» de negociación. En la primera, la Ronda Ginebra, participaron una veintena de países que representaban la mitad del comercio mundial. La octava fue la Ronda Uruguay que se desarrolló entre 1986 y 1994 y en la que participaron 124 países, que generaban el 89 % del comercio mundial. En las negociaciones se logró una reducción en los aranceles del 38 %, el mayor porcentaje de todas las rondas. Sumando este recorte a las reducciones realizadas en todas las negociaciones anteriores, los aranceles restantes representaban el 13 % de los existentes en 1930, año utilizado como valor de referencia5. Los gravámenes a las importaciones se habían reducido prácticamente a la décima parte de los existentes antes de la creación del GATT, disminución que afectó especialmente a los productos manufacturados.

La Ronda Uruguay puede ser considerada como el proceso constituyente de la arquitectura jurídico-institucional que ha hecho posible la globalización económica. En las negociaciones llevadas a cabo durante aquellos nueve años se aprobaron las normas que regularían el comercio mundial por medio de tratados internacionales. Esta normativa jurídica configura una especie de «exoesqueleto» que viabiliza y protege la economía globalizada. Los acuerdos finales se firmaron en Marrakech en abril de 1994. Los más importantes son los relativos a la libre circulación de mercancías (GATT de 1994), el libre comercio de servicios (AGCS), la protección de la propiedad intelectual (ADPIC), todos los cuales favorecieron la liberalización de la circulación de capitales. Los tratados también establecieron programas fijando calendarios para negociar nuevos acuerdos. En Marrakech se fundó asimismo la institución internacional más emblemática de la globalización: la Organización Mundial de Comercio (OMC, WTO en sus siglas en inglés), en la que se subsumió el GATT y cuyos integrantes iniciales fueron los 124 países participantes en las negociaciones (164 miembros en 2020).

La «libre» circulación de bienes acordada durante la octava ronda del GATT constituye, como se ha señalado, un presupuesto fundamental para la globalización del sector manufacturero. Las cadenas globales de valor no serían funcionales si los Estados impusieran aranceles altos a la importación de bienes. Como se ha señalado, las CGV coordinadas por las Empresas Transnacionales (ETN) representan alrededor del 80 % del comercio mundial. Si los componentes que se intercambian en el interior de las mismas tuvieran que pagar grandes peajes cada vez que atraviesan una frontera, sería imposible que el proceso productivo estuviese distribuido por el territorio de múltiples países. Al final de la fabricación, el conjunto de componentes del bien en cuestión, por ejemplo, un iPhone, son exportados al país en el que se realiza el ensamblaje, en este caso China. Si China impusiera altos aranceles a esos productos intermedios, no resultaría rentable ensamblar el producto en ese país. Los iPhones montados en China se venden en países europeos y americanos. Si sus estados gravaran fuertemente la importación de los iPhones, entonces se perderían todos los beneficios resultantes de ensamblarlos en un país con mano de obra barata. La «fábrica global» requiere, por tanto, un mercado mundial lo más unitario posible para poder manufacturar sus productos.

El comercio internacional no solo comprende el intercambio de bienes, sino que en el mercado global también se «compran» y «venden» servicios. Cuando una persona paga por un servicio, persigue que otra persona realice una actividad para él. Si enviamos una carta por correo, estamos contratando un servicio consistente en la tarea de hacerla llegar a su destinatario. El sello con el que franqueamos el sobre es el pago que hacemos por el servicio que hemos concertado. La distinción entre bienes y servicios no puede establecerse con absoluta nitidez, pues una gran parte de los consumibles que adquirimos tienen una naturaleza mixta. Si vamos a comer a un restaurante, pagamos una cuenta por una serie de bienes, como la comida y la bebida, pero también por la actividad de cocinar y servir esos comestibles que hemos consumido.

Una parte de las tareas que se ofrecen a través de Internet pueden considerarse exclusivamente servicios, como la puesta a disposición de motores para realizar búsquedas en la red. El hecho de que realizar búsquedas por medio de Google sea «gratuito», no significa que la empresa no obtenga beneficios. Google presta un servicio de posicionamiento en los resultados de las búsquedas de su motor. Es decir, cobra una cantidad para que la página web del cliente salga en los primeros lugares de la lista cuando se realizan determinadas búsquedas. Sin embargo, los servidores que prestan ese servicio pueden estar situados en un lugar muy distante. La empresa dispone de más de cien centros de datos distribuidos en tres continentes y ninguno de ellos está en España. La propia compañía que facilita este servicio es norteamericana. La prestación de ese servicio publicitario a usuarios españoles es un caso de comercio internacional de servicios. Y cada vez hay más contrataciones de servicios que tienen un componente internacional, involucrando a sujetos de países diferentes.

Como se ha señalado, en la octava ronda del GATT se firmó un Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (AGCS). El AGCS tiene como objetivo extender a los servicios internacionales un sistema de libre comercio similar al previsto en el GATT de 1994 para los bienes. Ya hemos visto que los servicios que se suministran desde el extranjero son uno de los tipos de servicios internacionales. Otra clase de servicios con un componente internacional son los que se prestan a un consumidor extranjero que se encuentra en el país de la empresa prestataria, como, por ejemplo, el hospedaje de los turistas. También puede ocurrir que una empresa se instale en un país extranjero. Si un banco británico abre una sucursal en Francia, la actividad de esta oficina sería una forma de comercio internacional de servicios. Hay también muchas compañías que trabajan para empresas de otros países, como, por ejemplo, las firmas de teleoperadores indias que prestan atención a los clientes norteamericanos o ingleses de un operador de telefonía móvil.

En el artículo XVII del AGCS se establece el «trato nacional» en materia de servicios, en virtud del cual los estados deben conceder a los nacionales de los demás países el mismo trato que otorga a sus nacionales. En principio, el poder público no puede favorecer a las compañías de su propio país discriminando a las firmas extranjeras, por lo que si una cadena hotelera francesa abre un establecimiento en España, se le deberán exigir los mismos requisitos que a un hotel español. De todas formas, el AGCS no obliga a los países firmantes a abrir el mercado nacional de servicios a la competencia extranjera, sino que incentiva a los estados a que liberalicen progresivamente esa actividad económica. Pero si un Estado abre sus fronteras a las empresas extranjeras en algún tipo de servicios luego no puede «echarse atrás». Las medidas liberalizadoras se «consolidan» de acuerdo con el lenguaje de la OMC, es decir, son irreversibles.

En principio, quedan excluidos del AGCS los servicios prestados por el estado. El tratado utiliza la expresión «suministrados en ejercicio de facultades gubernamentales». La sanidad, la educación, la defensa nacional o la policía entrarían dentro de esta categoría. Los servicios públicos quedan, pues, protegidos frente a la competencia extranjera e indirectamente contra la privatización.

Esta exclusión no opera cuando los servicios se presten «de manera comercial». Esa expresión resulta extraordinariamente vaga, pues no queda claro qué quiere decir que el estado preste servicios de forma comercial. El poder público puede financiar la sanidad mediante los impuestos que recauda y prestar los servicios de salud de forma gratuita. En ese caso está claro que los servicios no son mercancías. Pero si un ayuntamiento cobra por el agua que suministra a sus habitantes, no queda claro si está prestando el servicio «de manera comercial». Habrá que determinar, por ejemplo, si lo que el ayuntamiento cobra es una tasa, como en el caso de la recogida de basuras, o si es un precio correspondiente al volumen de agua consumida. ¿Está vendiendo el agua o está recaudando tributos para financiar el servicio público de suministro? Prestar servicios de manera comercial no obliga a un estado firmante a permitir la competencia extranjera, pero sí autoriza a incluirlos en la lista de los que se pueden abrir al comercio internacional.

En cualquier caso, el AGCS pende como una espada de Damocles sobre los servicios públicos y es un tratado que incita a privatizarlos, abriéndolos a la competencia extranjera. Constituye un elemento más de presión en favor de la desregulación y de la privatización. Es muy importante tener en cuenta esta consecuencia que deriva de la liberalización del comercio internacional de servicios, pues solo así pueden entenderse en toda su extensión los objetivos que se persiguen con la misma.

En definitiva, la Ronda Uruguay del GATT contribuyó decisivamente a la eliminación de las barreras que obstruían la creación de un mercado mundial. La liberalización de la circulación de bienes y la promoción de la liberalización de los servicios fueron elementos fundamentales para posibilitar la mundialización de la economía. Los estados disminuyeron en gran medida sus mecanismos de control sobre las importaciones. Redujeron los aranceles y eliminaron elementos proteccionistas no arancelarios. Los estados renunciaron, pues, a una parte importante de sus poderes. Unos lo hicieron voluntariamente y otros se vieron forzados a ello. Los estados más poderosos y organizaciones como el FMI presionaron a muchos países para que aceptaran el «libre» comercio. Un libro titulado Tras las bambalinas de la OMC6 describe muy bien los diversos mecanismos que utilizan los estados más poderosos para imponer su voluntad a los más débiles. La mera falta de presupuesto y personal para poder estar presentes en todas las reuniones que se celebran en las «rondas» de la OMC constituye una gran desventaja para los países menos desarrollados.

Como se ha indicado más arriba, las reglas del «libre» comercio no son iguales para todos los países, pues unos tienen mayores cargas y obligaciones que otros. Esto queda especialmente patente en el caso de los productos agrícolas. EE UU y Europa tienen privilegios exclusivos, ya que pueden subvencionar su producción agrícola o la exportación de lo que producen. Eso les da ventajas competitivas en el mercado mundial. Los países del sur no pueden competir en precios con los productos subvencionados del norte. Estos pueden también imponer aranceles a los productos agrícolas que se importen desde otros países. Sin embargo, a los países en desarrollo no se les reconoce un poder equivalente para gravar la importación de productos industriales procedentes del Norte en virtud de lo que establecen los acuerdos del GATT y los tratados de libre comercio. Esa asimetría provoca una espiral de empobrecimiento: los países del Sur no pueden competir con los productos agrícolas del Norte que llegan a invadir sus propios mercados y tampoco pueden desarrollar una industria nacional, porque no pueden protegerla frente a los productos manufacturados por empresas del Norte. Es una dinámica perversa que explica por qué estos países acaban convirtiéndose en filones de mano de obra barata y abundante para las grandes transnacionales.

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