Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 10

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Por lo visto me había convertido en un genio de la fotografía. Pero quizás la clave estaba simplemente en el objeto. Dejé pasar dos días hasta que abrí la Rolleiflex y llevé la película a la tienda. El dueño era un viejo negro de barba blanca, la tienda estaba en la avenida Lexington y se llamaba “Harlem One-Hour-Photo”, pero para las mías necesitaba veinticuatro horas. Otras veinticuatro horas las pasé resistiéndome a la tentación de mirarlas. Dejé el sobre cerrado entre los libros de teoría y mis apuntes de las clases encima de la caja de madera contrachapada que me servía de escritorio en mi apartamentucho del piso dieciséis del edificio más al sur de las Triborough Houses, y desde mi colchón miraba sus bordes marrones. Una caja de madera contrachapada, un colchón de goma espuma, un anafe eléctrico, un estante en la pared con siete libros y una tarjeta del futbolista Babe Parilli sobre la repisa debajo de la ventana, la que ofrecía una vista de unos veinte metros hasta la pared del edificio vecino: esa era toda mi habitacioncita, cuyo alquiler pagaban mis padres y donde yo pasaba el menor tiempo posible. Pero en los días después del encuentro con Gretchen y el pintor alemán sólo dejé mis doce metros cuadrados cuando fue absolutamente indispensable: para ir al baño con candado que había en el corredor con alfombra de hilo sisal y que yo compartía con una docena de otros habitantes de la casa, la mayoría italianos, de los cuales, salvo por nubes de marihuana, gritos nocturnos y la suciedad en el baño, poco era lo que me enteraba; para ir al supermercado de la esquina a comprar huevos, tocino, manzanas y dos sachets de leche; y finalmente para ir a la tienda fotográfica, donde ya sabedor el viejo negro de barba blanca me guiñó el ojo. Durante esos días hice todo lo posible para no pensar en Brooklyn, no pensar en la casa de la Willow Street, no pensar en Gretchen ni en el hombre de acento alemán. Pero no lo conseguí.

El miércoles por la mañana me arrojé finalmente encima del sobre como un animal hambriento. Saqué las fotos, las extendí arriba de la manta de la cama y entendí por qué me había guiñado el ojo el hombre de la tienda. Eran brillantes. Sin mácula, como si hubiéramos trabajado varios días y de miles de fotos hubiésemos elegido las mejores veinticuatro. Las mejores veinticuatro que ahora tenía delante de mí y de las cuales todas y cada una eran perfectas y al mismo tiempo como si hubieran salido espontáneamente. Eran grandiosas y yo me sentí de pronto como el Cartier-Bresson de Nueva York. Pero no era así. En aquel momento no hallé palabras para lo que vi, y aún hoy, ahora que las saqué de la única caja de cartón que quedó de mi antigua vida en los Estados Unidos y que las tengo en la mano, no me resulta fácil describir la sensación que esas fotos me causaron en ese momento. La muchacha que estaba allí en blanco y negro en mi cama, una joven y prometedora estrellita, una futura diosa de la pantalla grande, estaba evidentemente enamorada de mí. O caliente conmigo. O acababa de acostarse conmigo. En cada una de las fotografías, cuando sonreía, cuando miraba tímida, salvaje, soñadora o seria, cuando miraba a la cámara o a lo lejos: en todas las fotografías esa conexión que había entre la muchacha y quien la observaba tenía algo increíblemente íntimo. Como si hubiera un lazo mágico, como entre un hipnotizador y su víctima, aunque no quedaba claro quién era quién.

Lo extraño era que en los cinco minutos en los que había hecho esas fotos yo no había percibido nada de ello. Pero del mismo modo en que Gretchen había estado sentada en esa cama aquella mañana de Brooklyn ahora estaba en mi cama. Y del mismo modo en que en ese momento Gretchen supo cómo tenían que fotografiarla, ahora sabía cómo tenía que mirarla yo.

Un segundo después tuve una sensación extraña en el estómago. Inconscientemente pensé en que le había prometido a él mostrarle las fotos, las palmas de las manos comenzaron a sudarme. Me imaginé que él las vería... exactamente como las veía yo en ese momento. Me sobrevino una mezcla de aversión y celos. Me imaginé su mirada, la penetrante mirada de sus ojos negros como el carbón, cómo se posaba sobre ella, cómo la penetraba. Me imaginé la marca de sus dedos arácnidos sobre el papel. Me imaginé su sonrisa, la sonrisa lasciva que le provocaba el pensar en pintarla. Me imaginé cómo ella le lanzaba la misma mirada apasionada y entonces, de golpe, me vino a la mente un pensamiento que casi me hizo vomitar de lo nauseabundo: ¿qué si esa mirada íntima desde el principio no iba dirigida a mí, el fotógrafo, sino a él, al hombre que finalmente pintaría su rostro? ¿Al hombre en cuyo atelier, en cuya cama ella pasaría finalmente horas, sí, días? ¿Al hombre con el que ella se había ido, a quien ella había seguido a su cueva? ¿Qué si el lazo mágico que se percibía claramente en esas fotos no existía en absoluto entre mi chica definitiva y yo, sino entre ella y ese judío desconocido que hubiera podido ser mi padre? ¿Si yo no era ni hipnotizador ni víctima en esta historia, sino simplemente un mediador, un involuntario cómplice o apenas un observador ajeno a los hechos que el mero azar había involucrado en esta historia? Yo necesitaba certezas. Apresurado volví a guardar las fotos en el sobre, me vestí y salí.

Tomé el metro hasta Atlantic Terminal, fui andando por la avenida Flatbush hasta el Prospect Park, me paré en la salida del metro Grand Army Plaza donde había visto por primera vez a Gretchen y esperé. Allí había surgido ella de las profundidades, allí había aparecido ante mí, allí debía volver a verla. No tenía ni idea de qué era exactamente lo que pretendía, pero me daba lo mismo. No quería pensar, quería actuar. Al cabo de una media hora, sin embargo, me di por vencido y fui andando sin rumbo por las calles de Brooklyn y al final llegué al diner de Pedro.

La pareja negra seguía jugando al billar, y desde su ubicación detrás de la barra Pedro me saludó con la misma mirada cansina de tres días atrás. Ella no estaba allí.

En ese momento me di cuenta de cómo se le había ocurrido a Gretchen llamarme Johnny cuando me tuvo parado delante de ella con la boca abierta en la escalera. Pedro, cuyo padre (también Pedro) era el dueño del local, me había saludado así; como lo había hecho siempre desde la primera vez que había ido al diner y él había leído mi nombre en el sobre del cual yo había sacado los billetes que había ganado esa semana para pagar los tacos y un par de cervezas. En lugar de Jonathan me había llamado Johnny, y un hombre atento que estaba sentado en una esquina y revolvía su café lo había escuchado. Me había visto, había notado que yo había ido allí por un único motivo y se me había adelantado. Y camino a su apartamento o luego en el salón, cuando en la conversación había salido el tema del arte y de que él era pintor y de que le gustaría mucho hacerle un retrato, él le había contado a Gretchen que su fotógrafo Johnny llegaría en unos momentos y que podía tomarle algunas fotos para que con ellas él pudiera ir preparando el cuadro. Y como a pedido, minutos después yo estaba parado delante de la puerta.

Le pregunté a Pedro si el tipo que un par de días atrás se había ido con la chica bonita iba a menudo.

No lo pensó ni un segundo.

–¿El señor Eisenstein? –Su mirada se animó–. Por casualidad no se encontraron. Estuvo hace media hora.

–¿Lo conoces?

–Tanto como a ti –dijo Pedro.

–O sea que no lo conoces...

–Lo único que sé es que se llama Eisenstein, que vende libros y que ustedes dos comparten el mismo hobby.

Frunció los labios, enarcó las cejas y puso una sonrisa tan salaz que yo me avergoncé de mí mismo. Sospeché que con “hobby” no se refería a la pasión por sus tacos. ¿Pero qué sabía él exactamente?

–¿Vende libros?

–Eso dijo. Pero por la pinta que tiene debe ser proxeneta o algo así.

Reí.

–¿Cómo se te ocurre?

–Tengo un primo. Emilio, diez años mayor que yo. Vive en Co-op City. El tipo es proxeneta. Un tipo simpático, pero la forma en que mira. Y ese Eisenstein tiene la misma expresión cuando está acá en el local. Tiene algo en los ojos. Algo que no se olvida fácilmente.

Pedro hizo una pausa durante la cual recogió mi copa de la barra y la lavó. Luego volvió a poner una sonrisita y dijo:

–Además acá se levanta a un montón de chicas. Viene todos los días, bebe un café y si aparece algo potable, puedes apostar que en algún momento ella se irá con él. Proxeneta, te lo digo.

Sentí el deseo de protestar y de aclararle a Pedro algunas cosas en lo que se refería al verdadero ser del señor Eisenstein. Aleccionarlo sobre eso de que la apariencia a veces engaña. Eisenstein no era ningún proxeneta, sino incluso un artista, un pintor importante, probablemente de origen alemán, como yo, judío, como yo. Sentí el deseo de alardear con el vínculo más cercano que tenía con ese hombre. Pero pronto me di cuenta de que, a pesar de haber estado en su casa y de haber almorzado con él, sabía tan poco como Pedro, quizás incluso menos. Así pues, no dije nada, pagué y me fui.

Al final Pedro tenía razón. Un rostro como ese no se olvida. En los días que siguieron intenté retomar mi vida de siempre, pero no me podía quitar de la cabeza la expresión de Eisenstein, su mirada, su sonrisa, sus gestos. El jueves por la mañana volví a hacer el reparto de carne, llevé un par de cientos de libras de achuras a Staten Island, por la tarde fui a una conferencia sobre poesía victoriana, y en todas partes a las que fui tuve la sensación de verlo. Las personas más disímiles de pronto me hacían pensar en él. El encargado de pagos del Mercado Kosher Westville, un delgado sefardí medio ciego llamado Alkalai que por lo general me ponía demasiados billetes en el sobre del jornal, casi me hizo estremecer. Su rostro huesudo, los altos pómulos debajo de unos ojos de un negro profundo en los cuales sólo cada tanto relampagueaba una franja blanca: así era él. El colaborador del profesor de la Universidad de Columbia, el que le llevaba el portafolios y borraba la pizarra, un tipo robusto, apuesto, de cuarenta y tantos largos, que ya llevaba un par de años de más capacitándose para acceder a una cátedra: un medio hermano menor de Eisenstein. Los canosos mechones engominados en las sienes, las espesas cejas bajo la ancha frente, el fino bigote bajo la alargada nariz que hacían que pareciera el Errol Flynn judío: así era él.

El viernes me compré los ensayos de Emerson en una de las librerías de viejo de la avenida Lexington. En Goldberg’s Books, para ser más exacto. Quedaron mucho tiempo sobre la caja de madera en mi cueva del East Harlem, luego entre Thoreau y Alcott en mi estudio en Montauk y finalmente, cuando ya me había ido del país, en una caja de cartón junto con las fotografías en blanco y negro y mis viejos manuscritos. Mr. Goldberg, que me condujo al estante donde estaba la amarillenta edición de 1838, se parecía a Eisenstein casi como su hermano gemelo. La misma alta estatura, impresión que reforzaba al tener la costumbre de llevar el fuerte mentón alzado por encima de la articulación de la mandíbula, lo que resaltaba su nuez de Adán y le otorgaba al mismo tiempo un aire de arrogancia; su andar orgulloso por los pasillos... cuando al despedirnos se inclinó apenas levemente hacia mí, casi no pude contenerme y casi le menciono a su presunto hermano. Pero también entonces callé, pagué y me fui.

Al final de la semana tantas veces me había imaginado el rostro de Eisenstein, tantas veces lo había visto en los rostros de la gente que pasaba por mi vida que casi me había olvidado de cómo era mi chica definitiva.

De no haber existido las fotos.

Bajo la piel

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