Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 15

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Y su puerta permaneció cerrada. Durante tres largos días no me animé ni a acercarme a la Willow Street, y cuando finalmente fui, no había nadie. Por primera vez me encontré allí arriba en el último rellano de la escalera delante de una puerta cerrada, como si ahora que yo la había cerrado una vez, no se pudiera abrir nunca más. Y así fue también las dos siguientes veces: esperé, respiré superficialmente, golpeé, traté de escuchar con atención, nadie me abrió. Me invadió el miedo de que hubiera podido mudarse o se hubiera ido de viaje por una temporada más larga, lo que hubiese significado el fin de nuestra amistad y de mi verano definitivo. El lunes a la mañana, empero, inesperadamente, la puerta había vuelto a estar entornada y yo encontré a Eisenstein en el salón, tumbado en uno de los divanes. Me recibió sin levantarse. Adoptó la forzada amabilidad de un altanero hombre de mundo e hizo como si nunca hubiera pasado nada. Mientras en el fondo se oía cantar a la Callas, sonriendo y mientras fumaba me sirvió oporto y al final terminamos de nuevo tumbados uno al lado del otro hablando sobre El conde de Montecristo, los ensayos de Emerson y Dostoievski.

Aquellos días intermedios, el tiempo de mi expulsión, empero, habían sido dulces y melancólicos e insoportables. No leí, no fui a las clases teóricas, después del trabajo me la pasé dando vueltas por ahí por el campus y corrí detrás de un par de muchachas de minifalda rosa que iban tarareando, las niñas de Belleville y North Bergen que ya no se portaban más bien. Pero no le hablé a ninguna y ninguna se percató siquiera de mí, lo único fue un “¡Ven aquí!” de las prostitutas de la Séptima Avenida. Yo había creído que mi primera vez había cambiado todo. Que ahora tenía que ser más seguro de mí mismo y estar más convencido, porque había demostrado que podía hacerlo, porque sabía cómo era y porque ahora era un hombre y ya no más un niño. Pero nada de eso, yo seguía siendo el niño pequeño, inexperto y tímido. Tumbado en mi cama, escribí un poema que debía medirse con Rimbaud y Hart Crane y lo tiré a la basura. Pasé el rato con las fotos de Gretchen y mi radio a transistores. En las emisoras pasaban todo el tiempo “Get back”; “Get back where you once belonged”, me cantaba Paul, y sí, exactamente ese pensamiento era el que me torturaba en aquellos días. “Get back, Jojo.”

Pero yo no podía. El poder y la grandeza y la perdición de Nueva York, su brillar vibrante y centelleante y el vapor y el resplandor de noche y de día, su martilleo y su rodar y su trajín, su pulso acelerado, más fuerte y tintineante que el de las fábricas los lunes por la mañana me atraían, me atraían hacia ella, y así atravesé la noche con mi Rolleiflex en posición de tiro, disparé el obturador sacando de nuevo fotos de ella, la vi y la olí y la oí, cómo gritaba y aplaudía, tamborileaba y bailaba, su sublime y viviente y putrefacta naturaleza salvaje, los músicos que tocaban el bongó en el Washington Square Park con sus ponchos amarillo estridente, las cruces doradas de la procesión de San Genaro, el canto de las italianas y el llanto de la Virgen María, y de nuevo un desfile, aquí tocaban el banyo, allí gritaban Ho Chi Minh y NLF, una escuadra de jinetes que pasaba relinchando por la Bowery, otra por la Séptima Avenida, marchas por la paz rumbo al Central Park, be-ins y fuego de pajas en la pradera del Sheep Meadow, un quemado y tres policías heridos, debajo del Arco de Triunfo los turistas mochileros de Europa, arriba las gaviotas del muelle 45, del sucio pico les arrebatan directamente a las palomas el almuerzo que robaron de las terrazas del comedor universitario, y la esquina de Broadway y Lafayette, llena de los negros y los ticos de City College, y los proxenetas y las prostitutas y los acid heads(6) que acechan detrás de los tachos de basura, ¿me acechan a mí?, sí, a mí y a las ladies con sus seis perros el domingo por la tarde, a los gatos de tres patas sobre los tejados de chapa acanalada de zinc, a las ratas junto al río Harlem, a los hombres tatuados con sus jeans demasiado cortos, a los malabaristas y los payasos de Bryant Park, cómo revolotean a mi alrededor con sus trucos, cómo revolotean a mi alrededor las ventajosas oportunidades y los taxis y las bellas escolares con su lata azul para recoger donaciones para el Fondo Nacional Judío, revolotean como abejas buscando a su apicultor, y zumban: “Jojo was a man who thought he was a loner”, ¡sí, eso creyó!; cómo todo absolutamente zumba y canta, las fachadas de hierro fundido y los pizzeros y las grúas en el World Trade Center, cómo todo ruge y truena y llama, el bramido de los caballos cromados por el Puente de Manhattan, el aullido de los motores en Canal Street, el metro ladra y grita y chirría sobre nuestras cabezas y silba y tiembla y traquetea bajo nuestros pies, el hombre del overol mete ruido, el vendedor de pescado bala, la vieja algonquinsquaw habla como echando pestes a toda voz, el grupo del jardín de infantes chilla, y el vagabundo vocifera, con sus gastadas botas está allí y vende coartadas, el barbudo Joe Namath me espera en la esquina de Church y Worth Street con el cartel de “Jesús murió por nuestros pecados”, sospechosamente está todos los días delante de la entrada principal del Chase Bank, ¡muy sospechoso, Mr. Namath!, el Che Guevara me habla desde arriba del muro y grita: “No more Miss America!”, y las futuras Miss América se vuelven, van balanceándose, me atraen llevándome por las calles, mecen sus caderas, se peinan los cabellos al andar, me saludan con la mano, dulce y melancólica e insoportablemente. Y yo, y yo soy sólo un pobre veinteañero con veinte monedas de cobre en el bolsillo y sólo quiero ser parte y no puedo y de algún modo siempre lo hago.

Me maldije y maldije mi incapacidad. Le di mis últimos dólares al venido abajo Napoleón junto al edificio del Empire State. Robé un bagel en Katz’s Delicatessen porque ya no tenía más dinero. Me lo comí a la orilla del East River mientras miraba cómo jugaban a las bochas. Leí las palabras de los profetas en las paredes de las estaciones de metro. Fui al cine, vi Butch Cassidy y Sundance Kid en el Apollo y nos soñé a Eisenstein y a mí cabalgando juntos por el Salvaje Oeste: ¿no era él igual a Paul Newman, sólo que con rizos negros canosos, y yo igual a Robert Redford, sólo que sin bigote? Soñé que volábamos trenes y nos peleábamos por la misma mujer, la encantadora Katharine Ross en el rol de Etta Place en el rol de Gretchen. Nos vi huyendo a Bolivia y muriendo juntos en medio de una lluvia de balas.

–Muchacho, yo veo bien mientras el resto del mundo lleva gafas –me decía Eisenstein, y, muchacho, cuánta razón tenía.

¿Dónde está ahora él? ¿Cómo puedo saberlo? Esperan que pueda brindar información, yo, que pese a todo apenas conocí a Eisenstein y ahora que desde hace veinte años que no lo veo, pero yo vuelvo y vuelvo a insistir en que no sé nada y en que si supiera algo, no sabría decir si serviría de algo. Ni idea de por qué lo buscan y qué esperan de mis recuerdos, yo mismo no entiendo siquiera lo que espero de ellos cuando ahora vuelvo a revisar todo. Sé bien qué opinión me cabe tener acerca de mi memoria.

Describir día por día, eso es lo que me propuse, cada día y cada noche de mi primer y último verano de amor. Y después de pasarme noches revelando las fotos de mi Rolleiflex, hojeando viejos cuadernos de notas y revolviendo en cajas con recuerdos, lo único que conseguí es volcar al papel un par de páginas cursis y chapuceramente escritas y con unos recuerdos falsos y contradictorios sobre algunos momentos que por alguna razón inconcebible me parecieron importantes.

Quizás no fui feliz aquel dulce, melancólico, insoportable verano de libros desconocidos y muchachas desconocidas, pero tampoco nunca fui más feliz, ni antes ni después. ¿No sospeché ya al cabo de mi primer día con Eisenstein, después de los atardeceres con él y Gretchen y Medea y Beatrice y todas las que seguirían y no supe después de que desapareció que mi vida ahora no sólo tomaría un curso totalmente diferente, sino que también yo podía hacer y dejar de hacer lo que quisiera y que no obstante jamás llegaría a la altura de aquellos días y semanas? Días y semanas de flanear por las calles y de ver, de conquistar y seducir, de leer y contar. Le llevé discos: las Songs of Leonard Cohen, Nashville Skyline de Bob Dylan, el álbum blanco de los Beatles, un single de “I Guess the Lord Must Be in New York City” de Nilsson... cosas que eran la última moda, pero las escuchábamos juntos. Momentos que parecen haberse preservado en el tiempo como las charlas con él cuando íbamos de compras por las calles arboladas de Brooklyn, el sexo con las chicas, “Suzanne” y “Lay Lady Lay”, nuestras tardes y noches en los pisos vacíos de las fábricas del SoHo, en los lofts de Lower Manhattan y en los clubes nocturnos del Village, nuestras excursiones hasta Sheepshead Bay y Flatlands, las noches en la biblioteca de Park Slope, el murmullo de los pinos piñoneros y el aroma del aire al este del río Connecticut.

Momentos como estos. Estoy de pie junto a la ventana de su apartamento, miro abajo entre las cortinas la animada calle al mediodía donde una dama se arregla las medias, una madre llama a su hijo, los vecinos mayores se ubicaron sillas plegables a la sombra para poder sentarse un rato y conversar, donde dos vendedores de helado comenzaron a discutir, los dos con incipientes calvas y brazos musculosos de oscuro vello, hermanos parecen, que discuten por el derecho del primogénito de estacionar su carro delante de la entrada de la escuela primaria Beth-Hillel, donde ahora una horda de niños se abalanza por los portales y los rodea a los gritos. Los pequeños bárbaros de kipá y pantalones cortos no son registrados por los italianos gesticulantes que sobresalen de entre ellos como faros. Los veo romper como las olas, los veo bramar pero no los oigo. Ningún sonido penetra desde la calle, a mis oídos sólo llega la Callas cantando Violetta, interrumpida sólo por mi propia voz que se esfuerza por no titubear ni entrecortarse mientras describo lo que veo.

Cuenta simplemente lo que ves, y cuando creas que ya contaste todo, simplemente sigue hablando, no te detengas nunca, pues siempre hay algo que no viste y no contaste aún.

Es mi ejercicio. Eisenstein está echado sobre los almohadones, un pesado infolio arma sobre su rostro un techo que lo protege del grano grueso de la luz diurna y de lo profano, su codo casi roza los tablones del piso, sus dedos dejaron caer el cigarro, el que apagado rodó hasta el pie de la mesa. No sé si se quedó dormido, pero no me atrevo a detenerme. Describo cómo la horda que rodea ambos carros de helado va saltando impaciente hacia un lado y otro, presiona y empuja. Cómo uno de los italianos gesticula salvajemente con la cuchara para servir helado y va dando golpes a su alrededor mientras el otro, más joven y más fuerte y con un aro reluciente pero también más moderado, lo mira con los ojos bien abiertos.

Me pregunto por qué uno gesticula tan agitadamente cuando está claro que tiene razón: se puede permitir permanecer tranquilo, al fin y al cabo el otro llegó después.

–No –dice Eisenstein. Quiere decir que no duerme–. No quiero saber tu opinión. Contaminas la escena con tu opinión.

Yo me concentro entonces de nuevo en lo que veo, intento describir cada detalle lo más exactamente posible para que ante sus ojos surja la imagen que me pidió.

–Descríbeme lo que ves, pero no como si tú lo vieras, sino como si estuviera simplemente allí, sin ti, sin tu mirada ni tu perspectiva. Describe qué es y descríbelo de tal modo que yo lo pueda ver. Y no sólo quiero verlo, quiero oír los sonidos, el ruido de la calle, las conversaciones, quiero oler sus olores, quiero degustar el sabor del mundo allí abajo en mi lengua. Quiero sentir lo que sienten los seres vivientes allí abajo. Si todos tus sentidos pudieran hablar, ¿qué dirían?

Yo miro una segunda vez y la veo. La conozco recién desde hace un par de días. Eisenstein y yo le hablamos en el Puente de Brooklyn, se llama Medea, sus padres son griegos. Tiene ojos oscuros y un corazón más oscuro aún, toca la guitarra en una banda y trabaja de camarera en Ottomanelli’s, junto al parque. Después fui a tomar un café al local y le di “mi” dirección y le dije que la esperaba allí. Las palabras de Eisenstein puestas en mi boca.

Y ella viene en serio, corre, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, cruza la calle con su vestido floreado, el pelo suelto, su cuello moreno por el sol como si hubiera pasado un verano infinito en la tierra de sus padres, su paso es el de una diosa de la Antigüedad, flota sobre el asfalto, pasando por delante de los vendedores de helado que en ese momento paran con su pelea, pasando por delante de los niños que se hacen a un lado como movidos por una mano mágica. Ella ingresa al patio delante de nuestra casa, su cabello negro desaparece debajo del techo del pórtico. Yo siento cómo gira el pomo de bronce, abre la puerta de caoba, se sumerge en el frescor de la escalera, sube los peldaños hasta bien arriba y finalmente se queda parada junto a la puerta del apartamento, vuelve a respirar hondo, se desprende de un velo de palpitaciones y temblor y entra en nuestro apartamento.

Después no le describí lo que vi. Le describí lo que sentí, lo describí como si yo mismo no hubiese estado allí. Dije lo que me decían mis dedos. Esa era mi parte de un trato que ninguno de nosotros jamás mencionó. Intenté hacerlo lo mejor posible. Supuse que él no estaba satisfecho conmigo y con mis habilidades; en su opinión yo sufría de impotencia descriptiva y eso era algo muy difícil de curar. Nunca lograría ser un escritor si no conseguía dominarlo. Pero él no me echó, él me escuchó y fumó y guardó silencio. Y con el tiempo y con las muchachas yo fui aprendiendo una y otra cosa.

Yo no le pregunté sobre su pasado y él no se interesó por el mío. Siempre que quería cambiar de tema o no quería responder a una pregunta, saltaba al ídish: “Freg nisht, sog nisht!”,(7) y yo me quedaba callado. Después lamenté no haber insistido nunca, pero al final esto se me pasó cuando comprendí que él nunca me hubiera respondido con la verdad. La gente no sabía nada sobre él, a las chicas les mentía, ¿por qué iba a confiar precisamente en mí? Sólo algunas pocas cosas me quedaron en claro con el transcurso del tiempo: que había nacido efectivamente en Alemania, en alguna parte en el centro en alguna pequeña, insignificante ciudadela, como él decía; que debía haber vivido en Berlín (en el corredor había colgada una foto en blanco y negro donde se lo veía en una avenida de tilos, y cuando le pregunté al respecto, no evadió la respuesta, sino que indicando un punto sobre el horizonte de la foto exclamó ceremonioso: ¡La Puerta de Brandeburgo!); y que había llegado al país, al que por entonces yo aún llamaba “nuestro país”, poco antes de que los Estados Unidos entraran en la guerra. Su alemán era mejor que el mío, algo comprensible, pues mis únicas fuentes para aprender alemán eran mi hermano, dos horas de clase por semana en la escuela y las periódicas visitas a la madre de mi madre en Pensilvania... sobre todo, empero, mis padres, los que si bien en casa hablaban siempre alemán, eran simplemente mis padres. Incluso en Liberty, cuando iba con mi hermano y conmigo a comprar elementos para la pesca o íbamos a ver un partido, en las conversaciones con la gente de la ciudad mi padre deslizaba expresiones como genau, meine Güte o mach nichts. “Qué va a ser, el idioma uno lo lleva consigo”, solía decir, y cuando en aquella época después de la escuela yo iba por la calle principal y oía a dos personas conversando y uno de ellos decía mox nix, yo pensaba que mi padre, con esa actitud simpática y testaruda que tenía, se los habría enseñado. En contraste con los judíos que conocíamos, a mis padres no les importaba mucho parecer particularmente norteamericanos, por eso hablaban alemán, y cuando no querían que Sam y yo entendiéramos lo que decían, lo hacían en un extraño dialecto del que yo comprendía sólo palabras aisladas y que recién más tarde, en 1972, en mi primera visita a Múnich, volví a reconocer. A diferencia de los judíos que habían venido a los Estados Unidos antes de los años treinta y recién en los cincuenta se habían mudado del Lower East Side al interior, mis padres no ocultaban ni que eran judíos ni su origen alemán, y así sus hijos habían ido, por un lado, tres veces por semana a la escuela de Torá de Ferndale, Sullivan County, y, por otro, todos los viernes habían tomado clases de alemán con Miss Hoover, la cual en realidad era Fräulein Huber y hablaba alemán de Pensilvania.

Eisenstein, en cambio, hasta los veinte años no había hablado inglés. La gente que conversaba con él parecía no percibirlo, pues las veces que salí con él, ni una sola vez le preguntaron por su origen, algo que en Nueva York ocurría por lo general todo el tiempo cuando alguien notaba que su interlocutor tenía un acento extraño o un nombre inusual. Eisenstein imitaba el acento de Brooklyn casi a la perfección, se tragaba la “r” al final y pedía ko-uh-fii con tres sílabas, y así la gente pensaba que había nacido allí. Conmigo, sin embargo, hablaba alemán.

Lo segundo que sabía era más bien un no saber: yo sabía que todo lo que él decía sobre sus ocupaciones a la gente que lo conocía superficialmente no se correspondía con la verdad. Él no era ningún pintor, como yo ya había supuesto cuando había visto vacía y en blanco la tela donde en realidad debía estar el retrato de Gretchen. Todo aquello se reveló rápidamente como un truco para impresionar a las shikses. Músico tampoco era, porque más allá de sus largos dedos de pianista y el hecho de que prestaba una atención patológica a sus manos, y además de su pasión por la ópera, los conciertos, los Lieder, la música de cámara y las piezas para piano y entre estas sobre todo las Variaciones Goldberg, no había nada en él que fuera comportamiento típico de un músico: cuando escuchaba una pieza no tocaba un teclado imaginario ni dirigía en silencio, no iba tarareándola, y tampoco se reunía nunca con otros aficionados para tocar. Su piano siempre estaba cerrado, las notas, una partitura de Don Giovanni, siempre estaban abiertas en un mismo sitio (Aparece el comendador). Tampoco lo vi nunca escribir, no había cuadernos de notas, ni máquina de escribir, ni hojas sueltas, ni manuscritos. Su escritorio meticulosamente ordenado no era siquiera un verdadero escritorio, y con toda seguridad no era el lugar de trabajo de un escritor que se encuentra abocado a un importante manuscrito; más bien era el sitio para guardar sus cajas de cigarros y, mucho más aún, una especie de protección para no ser visto detrás de la cual se escondía a medias cuando nos observaba a mí y a las chicas.

De dónde salía su dinero siempre siguió siendo un misterio para mí. Con qué había podido adquirir los libros, pagaba su alquiler y le invitaba copas a la gente en los bares nunca lo supe. Freg nisht, sog nisht! Quizás era simplemente descendiente de una familia adinerada, el hijo perdido de padres ricos que se pasaba sus ociosos días despilfarrando su herencia.

Tampoco me quedaba en claro qué hacía cuando yo no estaba. A menudo se quedaba hasta tarde en la cama, se levantaba recién poco antes del mediodía y luego iba en bata a su biblioteca. Hasta la tardecita se lo pasaba perdido en sus pensamientos en esa cueva, escuchaba a Beethoven u hojeaba algún libro. Era una vida realmente desperdiciada y carente de toda disciplina la que llevaba. No parecía dedicarse a ninguna actividad seria; nunca lo sorprendí en medio de un acontecimiento importante, nunca tuvo que hacer un llamado telefónico urgente, nunca estaba saliendo justamente porque tenía un compromiso imposible de posponer. No vi tampoco nunca apuntes diseminados por ahí ni lo vi enfrascado estudiando. En la selección de sus lecturas no se percibía sistema alguno, como para que uno al menos hubiera podido decir que iba perfeccionando sus conocimientos según un plan. Todo era juego, todo en el fondo era intrascendente, siempre le sobraba el tiempo, y siempre estaba dispuesto a dejarse distraer.

Salvo las muchachas que nosotros encontrábamos, no había mujeres en su vida. Llevaba la existencia de un hombre que ya a edad temprana abandonó la idea de una relación seria. Y pensar que fuera a burdeles resultaba ridículo, tan ridículo como pensar que fuera capaz o estuviera dispuesto a tener un matrimonio convencional e incluso a criar hijos.

Otras visitas aparte de mí por lo visto no recibía, pero en broma citaba cada tanto a un poeta alemán cuyo nombre olvidé: “No soy ningún misántropo. Pero si quiere visitarme, por favor sea puntual y no se quede demasiado tiempo”.

Hoy que yo soy el anfitrión y no quiero parecerle un misántropo al huésped que llega de improviso, veo todo lo que no sabía sobre Josef Eisenstein. Puede intentar describir quién no era. Pero no puedo decir lo que no hizo. Mi presencia, empero, no le molestaba. Incluso lo llevó a volver a explorar la ciudad.

–Cuando fuimos a comer juntos –confesó, el sombrero en una mano, el abrigo en la otra– era la primera vez que salía desde hacía por lo menos cuatro semanas. Vamos, salgamos.

La posibilidad de poder enseñarme Nueva York le dio la sensación de una actividad útil. Y así fue que en las siguientes semanas nos dedicamos a irnos de bares. Vivíamos en las calles, en los bares y en los bancos de la Washington Square Park como si fuera una gigantesca fiesta callejera que no terminaría nunca.

Momentos como estos. Estamos bajo la luz del sol en medio del Puente de Brooklyn, es un cálido día de junio, el viento canta en los cables de acero. Miramos las grúas por encima de nosotros, los autos y las motos y los camiones debajo y los barcos de pasajeros y los remolcadores bien abajo y volvemos el tiempo tres siglos y medio atrás, estamos junto a Henry Hudson en su barco Media Luna en medio del East River, bajo un nuevo cielo desconocido, rodeados de álamos plateados y sauces diamante en las islas e islotes y de cursos de agua y ríos, una banda dorada de nubes en el horizonte, la ensenada de Harsimus al oeste, el pantano de las cornejas, delante, la ribera del Mannahatta inmersa en las nubes de humo de los lenapes, con los que establecimos relaciones, intercambiamos pieles de zorro y almejas y conchas de caracol trompeta; después de rodear al Este Matouk, la Isla de los Jóvenes Guerreros, y al Sur la península de Narrioch, la Tierra Sin Sombras, subimos por el cinturón a la laguna superior, pasando por delante de la Isla de la Nuez, Paggank, donde algunos años más tarde desembarcarán treinta familias holandesas, finalmente un puerto seguro, pasando por delante de las tierras de los canarsies y la docena de minúsculas canoas para dos hombres entre los juncos de la ribera e ingresamos en el fiordo oriental, después de seguir durante millas hacia el Norte por el río Mauricio, hasta un sitio al que la gente del lugar llamaba Pempotow-wuthut-Muhhcanneuw, el fuego de los mohicanos, sin tener éxito en nuestra búsqueda del pasaje noroccidental para la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, pero sí exitosos en reclamar todas las tierras cubiertas de pinos piñoneros en las márgenes derecha e izquierda del río para los Países Bajos Unidos, los que más tarde allí, allí atrás, ¿ves?, en la punta Sur de la isla, detrás del edificio de la American International, erigirán su fuerte, el que luego con el transcurso del tiempo cambiará seis veces de nombre y ocho veces de dueño, mientras a su alrededor se levantaban las casas, se asentaban las calles, se colocaban cercos de troncos y se construían los muelles en los que atracarán los barcos de Europa, para escupir a un par de temerarios y aventureros hombres y mujeres, comerciantes, artesanos y peones, grabadores, cazadores de pieles y prostitutas, ningunos peregrinos temerosos de Dios como más al Norte en Nueva Inglaterra, sino aventureros confiados en su suerte y gente ávida de hacer dinero.

–Un experimento humano único –dice–. Dale a todos los pobres y sometidos, a toda la gente que no encuentra solución en sus vidas un puerto seguro, arroja lo peor y lo mejor de todos los rincones del mundo en una minúscula superficie, revuelve con fuerza y espera a ver qué pasa.

Diciendo esto señala la línea costera de Manhattan, la que se extiende ante nosotros de Sur a Norte como hace trescientos cincuenta años la jungla en la que ahora nos disponemos a adentrarnos.

Hace calor, pero él sigue llevando puesto un abrigo ligero y sombrero mientras yo voy andando a su lado en jeans, zapatillas y una camiseta con diseño de batik. Seguramente nuestra imagen les causa gracia a los transeúntes y a las muchachas a las que abordamos, pero al menos no pasamos desapercibidos.

–Tienes que llamar la atención –me dice–, tienes que sobresalir de entre la masa como un poste totémico sobre la cúpula del wigwam,(8) tienes que ser Napoleón y el Minotauro al mismo tiempo. Es la única manera de lograr algo en el mundo.

Como si hubiera pronunciado la palabra clave viene hacia nuestros brazos, el mundo: sonriente, tranquila, deambulando, sin sospechar nada, nos la han enviado desde las tiendas, los bosques y las colinas como una mensajera de su tribu; su cabello negro lacio, peinado con aceite de cedro, con severa raya al medio, brilla en la luz de junio; lleva una camisa de seda de manga corta abotonada en todo su largo que deja ver sus brazos morenos y moreno también una parte de su escote; en su espalda carga una guitarra. Medea está a nuestra misma altura debajo del pilar occidental del puente. Quizás le asombra nuestro extraño aspecto. Yo quiero llamarle la atención a Eisenstein sobre ella, pero él hace rato que ya la ha visto y ya ha pensado qué decirle, pues se cruza en su camino, no la deja pasar si ella antes no dice la palabra mágica.

Ella ríe y calla, nos mira con sus grandes ojos oscuros.

–Hace cien años en este lugar había una caseta con una barrera –dice él–. El que quería pasar a Brooklyn y daba la impresión de ser un vendedor ambulante o salteador o pordiosero debía pagar derecho de paso. Bueno, ¿tú qué eres?

Ella entra en el juego, no tiene prisa, no se hace rogar. Se recuesta sobre la baranda, toma su guitarra y la sostiene delante de su pecho.

–Yo soy sólo una pobre cantante.

–Musicantes y otras gentes errantes deben dar una muestra de su arte antes de que se les permita el paso. En caso contrario: pagar el derecho o dar la vuelta.

Ella se cuelga la guitarra, afina un par de acordes, se parece y canta como Joan Baez, How many roads must a man walk down, con el acompañamiento del murmullo de los camiones debajo de nosotros. Un par de transeúntes forman un corro a nuestro alrededor, sacan fotos, aplauden, dan un par de monedas, siguen camino alegres. Cuando acaba, aplaudimos y le hacemos lugar. Ella deja las monedas que tiene ante sus pies y pasa por delante de nosotros, siempre sonriente y tranquila y alegre. Yo noto que Eisenstein está simplemente parado allí y mira como ausente a la lontananza. How many times must a man look up, me cede el campo, pienso, y la sigo a ella unos pasos. Yo debería haber pensado un poco mientras ella cantaba, ahora tartamudeo y balbuceo algo de una cita, si estuviera interesada.

–Quiero decir una cita para una audición, tenemos contactos con una discográfica, quizás puedas firmar un contrato, quizás con nosotros puedas llegar lejos, y quizás sería algo lucrativo para ti, ¿qué opinas? –No me siento bien con mi mentira, es demasiado obvia y evidente, y por eso ella no me cree.

Sacude la cabeza y ríe.

–No toco nunca por dinero. El dinero destruye todo, el sentimiento, el amor, el arte, todo.

Tan fácilmente como Eisenstein lo logró con Gretchen ella no se deja engatusar. Tengo que trabajar en mi capacidad de convicción, pienso, o en la calidad de mis mentiras.

–Aparte tengo un trabajo que no tiene nada que ver con música, no necesito ningún contrato discográfico.

Entonces nos revela que trabaja como camarera en un café, en Ottomanelli’s, junto al parque y se va y nos deja allí.

Momentos como estos. En Chinatown vemos cómo una unidad de unos cien hombres dispersa una sentada. Doce, quince chicas y chicos con sus mejores ropas de segunda mano, la luz del sol queda atrapada en sus coloridas camisas de volantes, están sentados sobre el asfalto de la Hester Street directamente delante de un supermercado asiático, cantan un par de canciones y sostienen en alto carteles. Cuando llegan los uniformados, se agarran de los brazos y se agachan, pero no sirve de nada. Esos no son policías, pienso, cuando veo cómo están armados esos hombres, eso es el ejército. Uno grita en un megáfono, otro le arrebata la pandereta a uno de pelo largo y vincha y la arroja contra la pared del supermercado. Las chicas y los chicos gritan “Ho Ho Ho Chi Minh” y logran hacerme sentir culpable, porque yo tengo la misma edad de ellos y sólo estoy parado a un costado. No lucho con ellos por la buena causa.

En segundos se ha reunido alrededor nuestro un gentío que se queda mirando. El cielo está mirando, y nosotros tenemos que irnos.

Después de la lluvia sale vapor de las alcantarillas del Lower East Side, y en las oleosas calles brillan tornasolados los charcos con los colores del arco iris. El cielo está suspendido lleno de nubes acuosas y desde una ventana abierta se escucha a alguien tocando el piano, primero apenas perceptible y algo irreconocible, luego se va distinguiendo una melodía que ya escuché alguna vez.

–Irving Berlin –dice Eisenstein, y comienza a dirigir para sus adentros en la vereda–. ¿Oyes? “Blue Skies”. ¡Y el mismo hombre compuso “White Christmas” y “God Bless America!” Aunque el bueno de Izzy nunca abandonó realmente el shtetl.(9)

Luego Eisenstein se pone a cantar la canción. Never saw the sun shining so bright, never saw things going so right, y entonces yo también oigo tocar a la pequeña orquesta de Galitzia con clarinete y viola de arco y shofar y sus quejumbrosos tonos jasídicos. Después me enseña la casa donde se criaron Ira y George Gershwin, un angosto edificio blanco en la Segunda Avenida, en medio de la zona de los teatros ídish. Los Gershwin vivían en el segundo piso detrás de las escaleras de incendio, el edificio conoció mejores días, los vidrios de la tienda que hay en la planta baja están cubiertos con afiches pegados. En la parada de autobuses directamente enfrente de la entrada, Porgy y Bess están sentados a la sombra y cantan “Summertime”.

–El bueno de George en realidad siempre quiso volver a Nueva York. Pero sólo llegó a los treinta y ocho años y murió allá en California.

Vamos recorriendo las calles, vamos a comer al East Village (“La pequeña Alemania le decían en ese entonces”, comenta Eisenstein, “hace cien años vivía aquí la mayor concentración de alemanes fuera de Alemania, podías comprar el periódico Kölnische Zeitung y beber una cerveza como corresponde, pero esos tiempos ya pasaron”), visitamos la Folksbihne y el Grand Theatre, les pedimos el teléfono a un par de bonitas rubias y les preguntamos cuál es el día de su santo, nos encontramos con Allen Ginsberg en la Bowery y bebemos una cerveza con Cole Porter.

–El shtetl lo llevas siempre contigo, Jonathan. Lo llevas dentro tuyo, te llames Gershovitz, Baline, Eisenstein o Rosen. Lo llevas bajo la piel, Jonathan. No puedes hacer nada.

Así transcurrieron los días. Yo fui andando por mi vida como una cámara con el obturador abierto. Por las noches apuntaba todo lo más fielmente posible en mis cuadernos de notas, como él lo exigía. Debía servirme como ejercicio. Yo quería escribir un libro pero no podía. En aquel entonces yo no sabía si llegaría el día en el que todo aquello habría de revelarse e imprimirse; ahora parece haber llegado. La década se acercaba a su fin, pero mi vida comenzaba. ¿Era feliz entonces? Así parece. Por lo menos yo no desconfiaba de mi felicidad.

6 Personas que toman habitualmente LSD [N. de la T.].

7 ¡No preguntes, no digas nada! [N. de la T.].

8 Vivienda cupulada de una sola estancia usada por ciertas culturas nativas norteamericanas [N. de la T.].

9 Villa o pueblo con una numerosa población de judíos en Europa Oriental y Europa Central antes del Holocausto [N. de la T.].

Bajo la piel

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