Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 13
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Tan repentinamente como Gretchen había entrado en mi vida desapareció también de ella. Una vez más aún volví a verla, una vez más aún me acosté con ella. Esta segunda y última vez tuvo lugar de nuevo en el apartamento de Eisenstein, pero entonces ya no fue la luz del atelier, sino la niebla del polvo de los libros y del humo de los cigarros en el salón lo que nos rodeó mientras yo refrescaba mi recuerdo de su cuerpo. A diferencia de la primera vez, de la que no habían transcurrido siquiera ocho días y a mí me parecía como hacía una eternidad, aquella tarde temprano nuestro encuentro no estuvo lleno de miedo no dicho y de secreto, sino que fue algo que sentimos como natural y casi obvio. Algo que debía suceder inevitablemente y que era ineludible.
Lejos de resultarme familiar, su cuerpo ya se había convertido en algo más conocido para mí. Al menos un poco menos ajeno. Pero ello apenas contribuyó a elucidar el enigma de su mera existencia; el enigma con el que me volvía a enfrentar siempre su presencia, su renovada presencia en el apartamento de Eisenstein, su repetida entrega a mí, la que desde la primera vez que estuvimos juntos adquirió ese carácter de lo que sólo sucede una vez, de lo que sucede más allá de nuestra voluntad, sólo por azar y de lo que ya en el momento del acto uno se arrepiente. Así como esta vez todos teníamos en claro que era en forma consciente y voluntaria que Gretchen se entregaba a la aventura que Eisenstein y yo podíamos significar para ella, así me trató también ella a mí esta vez y así fue nuestra nueva unión: consciente, voluntaria, deliberada; una posesiva, casi calculadora intimidad se apoderó de nosotros en aquellas horas de la tarde.
Ya no necesitábamos ningún pretexto. Eisenstein no pintaba, yo no era fotógrafo, ni ella modelo. Ella era una mujer y nosotros éramos hombres. El salón no era ninguna biblioteca de una culta burguesía, sino una cueva del vicio, un antro de corrupción. Una habitación trasera de mala fama que se convirtió en testigo de nuestra pasión. Mi inseguridad cedió lugar a un indisimulado deseo no sólo por su cuerpo sino por el poder abandonar con él también el mío. Por sentir lo que ella sentía. Ya no era sólo su belleza lo que yo quería poseer. Era la presunción de un mundo interior al que yo en esos instantes y en esos clímax –y sólo en ellos– llegaba a tener acceso.
También el interés de Gretchen en mí parecía haber cambiado. Ella mostraba una curiosidad frente a mí y mi delgaducho, blanco cuerpo, un ansia nerviosa por indagar lo que podía hacer con él, y esta experiencia de que mis miembros pudieran tener importancia para otro ser humano era algo aún nuevo para mí. Ella me rodeó con brazos y piernas, me atrajo hacia ella, dentro de ella, me cercó, me sostuvo fuerte con sus pequeñas manos, apretó sus muslos contra mis caderas; luego volvió a apartarme de ella, golpeándome en el pecho y en el hombro, interponiendo su pelvis como un escudo que debía protegerla de mis ataques, mordiéndome con tal fuerza en el labio que sentí el gusto de mi propia sangre.
Pero yo también tomé posesión de ella. A medida que fui sintiendo crecer, endurecerse mis músculos bajo sus manos descubrí una fuente adicional de placer; un placer que ya no residía exclusivamente en el descubrir y admirar el cuerpo ajeno, sino en el ejercicio de la propia fuerza y de la propia voluntad sobre precisamente ese cuerpo; y en el percibir sus reacciones ante ello. Tiré violentamente de ella, tiré de sus cabellos, le doblé la cabeza sobre la nuca mientras ella cabalgaba encima mío. Le apreté los brazos detrás de la espalda, luego de nuevo se los extendí hacia ambos lados del diván cuando yo estaba arriba de ella, casi le disloqué el hombro y disfruté de no saber si su rostro estaba deformado de dolor o de placer.
La presencia de Eisenstein, el que estaba sentado hundido en su sillón detrás del formidable escritorio debajo del cuadro de Zeus, no nos molestaba. Apenas si lo registrábamos. Ya la primera vez su muda mirada extrañamente nos había incitado más que intimidarnos, estimulado más que inhibido, y sin embargo de forma borrosa por mi mente había pasado el pensamiento de que de algún modo podía no ser correcto lo que estábamos haciendo allí. El pensamiento de que debía sentir pudor si no ante los ojos de una muchacha desconocida, sí ante los de un hombre adulto que podía ser mi padre; y más todavía el temor de que la ausencia de ese pudor fuera el indicio de un problema psíquico que yo venía vislumbrando desde hacía mucho tiempo, de un carácter perverso, de una naturaleza malograda que tarde o temprano sería mi perdición. Tampoco durante los días que pasé en casa de mis padres, y pese a todos mis esfuerzos por descartarlos interpretándolos como los restos de ese temor de Dios en el que me habían criado, conseguí desterrar estos pensamientos de mis recuerdos. Pero en ese instante, desnudo en los brazos de esa muchacha maravillosa, no sentí nada de eso. Ni pudor ni turbación. Ni pensé en lo particular de la situación ni en lo que un suceso tal significaría en mi vida. Yo tomé lo que ella me dio y le di lo que ella quería. Y Eisenstein miró.
Y luego ya había pasado. Permanecí tendido en sus brazos, ella, en los míos; desnudos y estrechamente abrazados sobre la manta a cuadros de lino marrón y roja, aliento contra aliento, susurro contra susurro, piel contra piel. El sol se puso, yo oí música, el sonido de la ciudad parecía desvanecerse, el latido de nuestros corazones se hizo más lento, alguien fumó. Las sombras se acrecentaron, comenzó a hacer más frío. Luego el silencio. Las paredes llenas de libros se acercaron, nos rodearon como guardias, nos dieron refugio y cobijo. Estábamos tendidos allí, el mundo se había acabado, no queríamos nada más.
De algún modo transcurrió luego el tiempo, quizás había dormido, quizás también soñado, lo cierto es que el tiempo había transcurrido, el momento había pasado.
Nos vestimos, en silencio de pie uno frente al otro en la oscuridad. Luego la acompañé hasta la puerta y no volví a verla nunca más. Hasta el día de hoy ambas cosas continúan siendo un enigma para mí: tanto su mera existencia como su repentina desaparición. Hasta el día de hoy muchas otras vinieron después de ella y del mismo modo se fueron también. Pero hasta el día de hoy extraño a esa muchacha. Su belleza, su mirada, sus dedos sobre mi piel.
Pero eso no lo sabía cuando se despidió de mí con dos besos en la mejilla y una intensa mirada... ¡qué fuego en mis venas!, ¡qué ardor en mi corazón!... No lo sabía y no podía saberlo cuando ella sonrió y su sonrisa fue toda para mí, no podía ser para nadie más que para mí; cuando cruzó la puerta y en el rellano de la escalera se volvió una vez más hacia mí, y parado allí yo me quedé mirándola, la vi desvanecerse en la nada, varios minutos me quedé aún allí escuchando el ruido de sus pasos bajando los escalones.
Luego regresé por el oscuro corredor. Había transcurrido un día entero: un día en el que por fin había vuelto a ver a Gretchen y a Eisenstein, y que había resultado una mayor aventura y más excitante que lo que yo me había imaginado tumbado en la cama de mi habitación de la infancia. Sin hacer escala en mi sucucho de mala muerte y sin perder un instante pensando en la promesa que les había hecho a mis padres me había dirigido a Brooklyn, de la soledad de Sullivan County directamente a la soledad del interior de su cueva. Había tomado el tren de las nueve que iba a la Estación Grand Central y, en lugar de continuar en dirección al Norte y a East Harlem, había ido hasta City Hall y las últimas millas hasta la Willow Street las había hecho a pie con la intención de que la caminata cruzando el Puente de Brooklyn me ayudara a aclarar la mente. En qué estado febril me encontraba ante la esperanza de volver a verlo, ante la incertidumbre de cómo reaccionaría él cuando me viera después de que hubiera pasado más de una semana desde la tarde con Gretchen sin que yo me hubiera comunicado, y ante el temor de encontrar cerrada su puerta.
Pero él estaba allí, como siempre, y como siempre su puerta estaba un resquicio abierta. Quizás yo había esperado sorprenderlo, y hacerlo en una situación que volviera a traer mi imagen de él a la realidad: esa imagen de un Jay Gatsby judío que se presentaba como artista, ganaba su dinero con negocios turbios, pasaba sus días con la lectura de valiosos libros (si es que no se encontraba en cafés y diners acechando a muchachas demasiado jóvenes para él) y sus noches en cervecerías poco iluminadas, en dudosos clubes y fiestas en la Quinta Avenida. Quizás había esperado desenmascararlo para así poder destruir esa fascinación que se había apoderado de mí, como último medio para dominar mi adicción.
Sigilosa y rápidamente había pasado yo esa mañana por delante de las estanterías de libros y había entrado en el salón. Pero el ensimismamiento en el que hallé a Eisenstein no hizo más que reforzar mi impresión de él. Estaba en camiseta parado delante del atril, el que había acercado más a la ventana, aunque casi no entraba luz a través de las cortinas. En la mano sostenía pincel y paleta, pero no pintaba, sino que estaba allí parado sin moverse, los fuertes hombros y antebrazos tensos como los de un boxeador, sus ojos clavados en la tela. Recién cuando al cabo de unos segundos me hice notar carraspeando, me vio, arrojó el pincel y la paleta encima del escritorio y me saludó a su manera. Después de la interminable semana en la que no habíamos tenido noticias uno del otro yo sentía la necesidad de abrazarlo, al menos de estrecharle la mano o si por mí era de simplemente tocar sus pies. Pero algo en él, un aura de fría amabilidad, me ordenó conformarme con una inclinación. Me indicó los divanes que estaban en el medio de la habitación, donde ya había dispuestos sobre la mesita dos copas de oporto y un cigarro; me senté, me dejé caer, me hundí en los almohadones como si acabara de llegar a casa. Tumbado al lado mío como un príncipe de Oriente con su camiseta blanca, él prendió el cigarro. Así pasamos el día detrás de ventanas con opacas cortinas, en medio de la semipenumbra del salón, tumbados, riendo, leyendo, repantigados, bebiendo vino y embriagándonos juntos con el humo del único y mismo cigarro. Ese fue nuestro bed-in.(3) Pero la paz mundial no nos importaba un bledo, a nosotros nos interesaban las mujeres.
Conversamos, comimos, escuchamos música. Dentro del armario tenía un tocadiscos de caoba de 78 r. p. m. Eisenstein puso un par de discos, piezas para piano de Beethoven y Brahms, sonatas para chelo de Bach, arias de Gluck. Un compartimiento entero de sus armarios para libros estaba reservado para discos, pero allí no había ni jazz ni swing, ni folk y mucho menos rock ’n’ roll. Después de Mahler se acababa para él, dijo, algo más moderno no entraba en su casa. A lo sumo Gershwin.
–Nómbrame a alguien que pueda hacer esto –susurró mientras escuchábamos a Kathleen Ferrier cantando las Rückert-Lieder–, y yo empiezo de nuevo a escuchar otra música.
Cuando unas semanas más tardé husmeé en su colección para meter de contrabando Another Side of Bob Dylan, pude constatar que el disco más nuevo en su armario era La Traviata, dirigida en 1960 por Carlos Kleiber, y el más antiguo, dirigido por su padre, Erich (¿una casualidad?), una grabación argentina de Tristán e Isolda del año 1948. Entre esos dos años parecía haberse editado para él todo lo que valía la pena escuchar.
Alrededor del mediodía llevamos jamón y queso de la cocina, también pan y la segunda botella de oporto. Esta vez no llegamos ni a la puerta, no fuimos a ningún restaurante, nos quedamos en casa y nos pasamos el tiempo así, holgazaneando. De todas maneras el tiempo era algo que no existía en su reino. En las paredes no había relojes, las horas y los minutos se difuminaban en una masa inerte, los días se deshilachaban hasta no distinguirse más los unos de los otros. Y no obstante ahora me parece como una espera, una espera de algo monstruoso que debía suceder, ineludiblemente. Eisenstein me contó sobre una puesta de El oro del Rin que había visto en el Met la semana anterior, y sobre una encantadora joven cantante cuyo nombre no había oído nunca antes. Luego me contó sobre las numerosas muertes que había habido en la historia de la Metropolitan Opera, infartos sobre el escenario y accidentes detrás de bambalinas, suicidios entre el público e incluso hasta un asesinato.
–Hace un par de años, todavía era el viejo Met de la calle 39, en un pozo de ventilación debajo del lobby encontraron el cadáver de la joven violinista francesa Renée Hague... desnuda, maniatada y amordazada. La buscaban desde hacía tres días, su compañía ya había tomado el vuelo de regreso a París, ya se hablaba de secuestro. Pero resultó que alguien primero la había matado, luego amordazado, luego violado, luego maniatado y luego la había arrojado al pozo de veinte metros de profundidad. Extraño orden, ¿no te parece también? –Rio–. Hay quienes dijeron que por eso tiraron abajo el Met y lo construyeron de nuevo. No por los años del edificio. Hasta hoy no atraparon al asesino.
Animado por el alcohol yo también comencé a hablar y le conté sobre mi vida desde que había llegado a Nueva York, sobre mi trabajo como chofer de reparto de escalopes y muslos de pollo kosher, sobre las clases en la universidad de Columbia y las estudiantes de allí. Eisenstein no dejó percibir si prestaba atención a mi relato o simplemente dormitaba o escuchaba el cuarteto de cuerdas; mientras yo hablaba él tenía los ojos cerrados y cada tanto daba una pitada a su cigarrillo. Estaba lejos de mí. Pero no hizo tampoco ningún amague de interrumpirme y así, a medida que las sombras que iban pasando por su salón se iban haciendo cada vez más largas, yo fui cobrando coraje y le fui contando más y más sobre mí. Le conté sobre mi infancia en las montañas de Catskill, sobre mi hermano en Vietnam y sobre mis padres. Cuando dije que habían huido de Alemania en 1933, Eisenstein abrió los ojos y me miró.
–Así que vienes del cinturón del borscht,(4) ¿eh? Solomon County... bonita región esa.
–¿Solomon County?
–¿La gente joven ya no lo dice más? Pero “los Alpes judíos”, eso sí te suena, ¿no?
Yo reí.
–Sí, todavía se dice. En nuestro auto antes teníamos incluso atrás una calcomanía: “Mi castillo está en los Alpes judíos”. Y durante un par de años, en los años cincuenta, poco después de que yo naciera, mis padres les alquilaron un pequeño bungaló que tenían a judíos de Nueva York.
–Un Koch-allein –dijo Eisenstein ahora en alemán.
Yo le respondí también en alemán.
–Exactamente. Una pequeña casita sobre el Lago Lebanon, con todo para cocinarse uno. En esa época a menudo los judíos no conseguían vivienda en el estado de Nueva York, me contó mi padre, y así se las arreglaban. Pero ahora ya casi todas las colonias de vacaciones y los campos de campamento cerraron.
–Y... los judíos de Nueva York tendrán que volver a Europa a los campos...
Mi alemán y mi experiencia de cómo hablaba mi padre me alcanzaban justo para percibir el doble sentido en la frase de Eisenstein, pero no lo conocía lo suficiente como para saber si esa era exactamente su intención o sólo simple torpeza al expresarse o si se debía a una ambigua traducción de la palabra camp.
Antes de poder hacer referencia a ello, sonrió divertido y volvió a pasar al inglés:
–Si hoy un viaje de ultramar nos cuesta lo mismo que tres horas de auto rumbo al Norte, ¡a qué Tierra Prometida hemos llegado por fin! Verdaderamente no exageraron con las promesas. ¡Dios bendiga a América!
Yo admiré su biblioteca, quedé asombrado de la cantidad innumerable de libros con sus encuadernaciones en cuero rojo, marrón, negro, y le pregunté si alguna vez los había contado. Él dijo que no y así fuimos andando entonces por el apartamento y juntos calculamos que habría más de cinco mil. Los libros ocupaban las tres paredes del salón donde no había ventanas en todo su largo y tres metros y medio de alto hasta el techo, había libros apilados junto a la puerta del baño, el corredor era todo un largo túnel de libros, y hasta en la cocina había algunos arriba de la heladera. Sólo la pared con las dos ventanas que daban a la Willow Street y el atelier contiguo no tenían libros. Allí no había plantas como en otros apartamentos, ningún gomero ni ninguna orquídea, ni siquiera una maceta con berro hortelano en la cocina. Allí no había nada de verde ni aire fresco, ningún busto de mármol u otra cosa que hubiera ocupado lugar: ese reino les pertenecía a los libros.
Ya en ese primer día de los muchos que pasaría allí con él desde las tempranas horas de la mañana hasta la noche, la biblioteca privada de Eisenstein me pareció impecable y perfecta. No sólo la calidad y el estado de los volúmenes, también la selección de los distintos títulos y su ordenamiento eran algo excepcional. Aunque no pude leer ni una mínima parte de todos los títulos y de los que leí sólo había oído hablar de algunos, supe que me encontraba ante una valiosa colección que un hombre de posición muy acomodada debía haber ido formando a lo largo de décadas. Si el mundo a nuestro alrededor hubiese desaparecido y sólo se hubieran salvado esos cinco mil volúmenes, con ellos se hubiese podido restaurar la memoria de la humanidad.
Nos parábamos delante de las paredes como de cuadros en un museo, y fumábamos y bebíamos a nuestro antojo.
–Hay que vivir con los libros –dijo–, si no no tiene sentido poseerlos.
Su relación con los libros era todo lo opuesto de sacra. Allí podía haber una edición centenaria del Cantar de los Nibelungos entre una botella de vino y jamón sobre la mesa de la cocina, como en una naturaleza muerta de un pintor barroco. Jamás lo vi ponerse un guante cuando sacaba un antiguo libro de la estantería. A veces leía como un niño de segundo grado con el dedo puesto sobre la página. Al final del día había un montón de libros diseminados por todo el piso del salón y encima de los divanes, pero cuando regresaba a la mañana siguiente, estaban todos de nuevo ordenados en su sitio. Allí estaban los clásicos de las grandes literaturas del mundo; de Homero y Hesíodo, de Ovidio y Virgilio hasta Gogol y Kafka. El Beowulf y Le roman de la rose, Dante, Petrarca, Cervantes, Shakespeare y Goethe, el Talmud, la Torá, la Biblia, el Corán, la epopeya de Gilgamesh, las Upanishads, el Canon de Pali, Confucio y Lao-Tse, los cuentos de Las mil y una noches, el Libro de los reyes, las Historias de Heródoto, César y Tácito; Horacio, Cicerón, los autores de teatro latinos, textos filosóficos de Platón a Kierkegaard y Wittgenstein, clásicos de las ciencias naturales como la Nueva astronomía de Kepler, Darwin, Sigmund Freud y Egon Friedell, y otros por el estilo cuyos títulos y autores yo en ese momento no conocía. La mayoría estaban en inglés y muchos en alemán, pero también había innumerables libros en latín, griego, hebreo, sánscrito, árabe, chino, japonés, francés, italiano y español, y en otros idiomas desconocidos para mí. La pregunta de si Eisenstein los había leído todos me la podía ahorrar: ¿cómo se podía leer en una vida más de cinco mil libros en más de veinte idiomas?
Era la biblioteca perfecta, el perfecto monumento a la imaginación y la inspiración humanas, y nada de lo que vería en años posteriores habría de parecerme más valioso que aquel reino en el que el tiempo se había detenido.
Le conté, medio riendo, medio acalorado por el pudor que me dio, sobre mi propia pequeña colección. Yo no tenía que estimar ningún número, porque eran los siete volúmenes que estaban en mi apartamento de Harlem en el estante al lado de la ventana. Vergüenza no me dio porque aunque mi biblioteca no merecía ese nombre y al lado de sus ejemplares de lujo me parecía como un par de jóvenes pordioseras envueltas en harapos al lado de un harem lleno de engalanadas bellezas, yo estaba orgulloso de ella. Había leído todos los libros, algunos cinco o seis veces, sabía exactamente en qué orden estaban, había pasado noches solitarias con ellos y en cada uno de los casos recordaba exactamente cuándo lo había tenido en mis manos por primera vez. Algunos los había traído de lejos. El conde de Montecristo, cuyas páginas aún estaban todas deformadas porque (a los doce años) lo había leído en las cataratas del Niágara, incluso abajo de las cataratas, en el barco de pasajeros, mientras mis padres, tomados del brazo, vivían su segunda luna de miel y en la popa mi hermano flirteaba con las chicas provincianas. La isla misteriosa de Julio Verne, con encuadernación de lino y cubierta amarillo estridente, que había comprado un verano por dos dólares en un puesto de libros usados en la playa de Cape Cod. Aún seguían saliendo granos de arena de sus páginas. Colmillo Blanco y La llamada de lo salvaje de Jack London en una doble edición robada del armario de mi hermano, porque hacía años que estaba allí juntando polvo detrás de revistas de Micky Mouse sin que nadie la leyera. La edición original de Emilio y los detectives de Kästner; yo nos imaginaba a mi hermano y a mí en el Berlín de los años veinte, cómo resolvíamos casos y atrapábamos a los criminales. Me lo había regalado mi tía de Múnich cuando había estado de visita en casa. Yo tenía diez años y estaba sumamente orgulloso de que no sólo entendía alemán cuando mi familia lo hablaba, sino que también podía leer en alemán lo que alguien había escrito hacía muchísimo tiempo en un país tan lejano del otro lado del mundo.
Esos eran los cuatro de mi habitación de la infancia. En Nueva York se sumó a ellos el Zaratustra de Nietzsche, traducido al inglés por W. Kaufmann, porque en ninguna librería de la ciudad había conseguido Nietzsche en alemán; tres veces lo leí y nunca lo entendí. Luego El trópico de Cáncer, una edición de bolsillo agotada de tapas negras que le compré por un precio demasiado alto a un tipo, un pelado de barba que se parecía a Allen Ginsberg y andaba todo el tiempo por el campus y al que todos conocían porque vendía todas las cosas que eran de importancia vital para un estudiante regular. Y finalmente, en la primavera de ese año, porque hacía semanas que todos hablaban de él y no pude resistir la tentación, el día que cumplí veinte años fui a la librería de la avenida Lexington, mostré mi documento y compré el libro que esperaba que me ahorrara una terapia: El mal de Portnoy.
–Desde que lo leí –dije– sé que quiero ser escritor. ¿Qué otra cosa podría hacer?
Eisenstein me miró con una sonrisita.
Esos eran mis gloriosos siete amados. El último de todos que se había agregado ahora era el que había adquirido en la librería de viejo, los ensayos de Emerson. Si el mundo se hubiera acabado y ellos hubieran sido lo único que hubiera sobrevivido, sólo hubiesen podido contribuir muy vagamente a la memoria de la humanidad, pero a los sobrevivientes les hubieran deparado grandes placeres. Hasta ese momento esos eran todos. El poco dinero del que disponía mejor lo gastaba en mujeres y tacos rellenos en Pedro’s Diner, pensaba, y los libros que necesitaba para estudiar los sacaba prestados de la biblioteca del college. Como el libro de Hawthorne que aquel día había traído de vuelta de Solomon County.
Saqué de entre las páginas de La letra escarlata mi lista de lecturas y se la mostré a Eisenstein: los cien títulos sobre todo de literatura inglesa, pero también de literatura clásica griega y romana, francesa, española y alemana que nos habían recomendado muy especialmente en el college.
“Estas son las cien obras fundamentales”, nos habían indicado en tono ceremonioso, “indispensables para todo estudiante de literatura. Es literatura universal. Léanlas antes de que lleguen al quinto semestre, después ya será demasiado tarde”. Era una lista clásica en el verdadero sentido de la palabra, cuyos títulos seguramente y sin excepción se encontraban reunidos en aquella sala, y por eso supuse que le gustaría.
Pero la sonrisa de Errol Flynn de Eisenstein se desvaneció cuando la miró. En sus ojos vi asombro, casi contrariedad. Pero él no estaba indignado, como muchos de mis compañeros, porque de los cinco libros de la lista escritos por mujeres, cuatro tenían más de cien años (Middlemarch, Orgullo y prejuicio, Jane Eyre y La cabaña del tío Tom); porque Emily Dickinson figuraba sólo entre paréntesis entre cinco nombres de hombres (bajo Poesía norteamericana del siglo XIX) y porque, por ejemplo, Mary Shelley, Virginia Woolf, Harper Lee o Flannery O’Connor no estaban incluidas. Su indignación no se debía tampoco al hecho de que los autores negros parecían no existir, no había ningún Langston Hughes ni Richard Wright, ni siquiera Alexandre Dumas padre; o porque la lista resultaba tan indisimuladamente norteamericana-europea. Era otra cosa.
Leyó cinco nombres lentamente y subrayándolos:
–Thomas Stearns Eliot. Ezra Pound. Fiódor Mijáilovich Dostoievski. Louis-Ferdinand Céline. Knut Hamsun.
Se quedó en silencio, aparentemente a la espera de mi reacción.
–¿No te llama nada la atención?
Yo sacudí la cabeza.
–“Las ratas están debajo de los pilotes, los judíos están debajo de todo, dinero en pieles.” Eso es de Eliot. ¿Y Pound no dijo que los judíos provocaron la Segunda Guerra Mundial? “El señor de toda Europa es el judío y su banco.” Dostoievski. Y de Céline y Hamsun no quiero ni hablar.
–Pero los libros en sí son literatura universal –defendí no del todo convencido a mis profesores. No entendía su indignación, porque estaba seguro de que entre los ejemplares de su biblioteca también había visto un Dostoievski o un Hamsun–. Si un autor erró el camino, eso a menudo no tiene que ver con sus obras. Por eso hay que separar.
–Errar el camino, dices. No eran ningunos niños, Jonathan. De la misma manera se podría decir que el faraón sólo “erró un poquito el camino” cuando mantuvo esclavos a los israelitas durante siglos.
Eisenstein sacudió la cabeza, dejó caer la lista al suelo, cerró los ojos mientras se hundía más profundamente en los almohadones del diván. Inspiró y exhaló, luego comenzó a hablar de nuevo en voz tan baja que apenas si podía entenderlo:
–Nada de conciencia negra, nada de liberación de la mujer, ningún socialista, okay. Con eso se puede vivir, los tiempos cambian, y eso aparentemente lleva su tiempo. ¿Pero ya cinco autores antisemitas en una lista de lectura para la futura élite del país?
Diciendo esto saltó de su asiento, casi vuelca el oporto, fue hasta la estantería y con mano rauda sacó un libro. Lo hojeó.
–Aquí. El joyero Isaí Fomich Bumstein. –Había encontrado un pasaje y lo leyó–: “¡Dios, qué hombre tan gracioso y divertido! De unos cincuenta años, debilucho, lleno de arrugas, con horribles marcas de quemaduras en la frente y en las mejillas, flaco, chupado, con la piel blanca de un pollo. En él había una extraña mezcla de ingenuidad, estupidez, astucia, desfachatez, simpleza, timidez, una manía por vanagloriarse e insolencia.” De nuevo Dostoievski. Memorias de la Casa de los Muertos.
Eisenstein cerró el libro con tanta fuerza que salió una nube de polvo.
–¡Es una señal!, ¿entiendes, Jonathan? ¿Para qué todas esas protestas de ustedes si ni siquiera hacen que la facultad revise sus listas de lecturas?
–Yo no protesté –dije–. Yo estaba furioso con los idiotas del comité de estudiantes que en mayo bloquearon el ingreso a la Secretaría, exactamente el mismo día en que llegué a Nueva York, y por eso no pude inscribirme y tuve que esperar todo un semestre para poder empezar.
–Quizás fue por ti –dijo y volvió a abrir los ojos–. Quizás faltabas tú para que las protestas tuvieran éxito y en la lista ya no hubiera más antisemitas ni fascistas. Nunca se sabe lo que puede conseguir un solo hombre si está convencido de sus ideas y posee la suficiente determinación.
Volvió a llenarnos las copas. Ahora sonreía de nuevo, su ira parecía haberse desvanecido. Yo permanecí callado.
–Imagínate, Jonathan: hasta no hace mucho en este país no hubieras ni podido estudiar. En las universidades el ingreso de gente como tú y como yo estaba restringido. En Harvard había una cuota del diez por ciento, aunque casi la mitad de los postulantes eran judíos. ¿Y sabes cómo lo justificó el presidente de Harvard? “El mejor remedio para que haya menos antisemitismo es muy simple: menos judíos.” Hasta hace un par de décadas en este país hubieras debido tener cuidado cuando salías a la calle durante las celebraciones de Pascuas. “¡Los judíos mataron a nuestro Dios!”, decía en los letreros de las iglesias. Yo lo vi. Por ahora esos tiempos pasaron, pero autores como estos –sacudió el libro de Dostoievski– van a seguir siendo leídos siempre.
–Pero aquí también están en la biblioteca –objeté. Y todos los otros autores que él decía que eran antisemitas los tenía por supuesto también, como luego pude comprobar: Gustav Freytag, Gogol, Edith Wharton y por supuesto Martín Lutero.
Él sonrió abochornado como si lo hubiera pescado robando golosinas.
–Tienes razón, yo soy el peor de todos. Una vez hace mucho tiempo intenté sacar todo lo que tuviera una reputación algo dudosa, pero luego me di cuenta de que hubiera tenido que empezar por Shakespeare y lo dejé así.
Volvió a guardar el libro de Dostoievski en el estante, fue andando despacio y algunos metros más adelante sacó otro libro, uno rojo con inscripciones en dorado.
–Si adivinas de quién es, tengo una sorpresa para ti.
De nuevo se puso a hojear, luego tamborileó con el dedo sobre un párrafo y comenzó a leer: “En la primavera si una doncella como una virgen me ofreciera una copa de vino junto a un verde campo de granos, aunque para el vulgo sea blasfemia, peor que un perro sería yo si mencionara otro paraíso”.(5)
–Dostoievski no es...
–Bueno, ya vas bien.
–¿Goethe? –¿Cuál podía ser la sorpresa?
–No, pero cerca. Mira... –Se acercó a mí, me pasó el libro y señaló algo en la portada. Yo leí mi propio nombre.
–Quizás fue tu bisabuelo, ¿quién sabe?
Me quedé con el libro y me senté. Estaba cubierto por una fina capa de polvo y tenía los lados gastados. En la tapa, en el centro de un escudo oriental ricamente ornamentado, estaba escrito con letras doradas en alemán: Las sentencias de Omar, el fabricante de tiendas, y en la portada: “Traducido del persa por Friedrich Rosen. Berlín, 1922”.
Yo estaba entusiasmado y quería seguir mirando, quería ver lo que había escrito mi eventual antepasado, pero Eisenstein me quitó el libro de las manos y se echó en su diván.
–Es el famoso Rubayat de Omar Khayyam. Siglo XI, Persia. Y esta es una de las dos traducciones que tengo. La mejor. A propósito, el traductor, este Friedrich Rosen, fue ministro de Relaciones Exteriores del Imperio alemán, el antecesor de Walther Rathenau.
Pero yo no había oído nunca ninguno de los dos nombres y pensé que si hubiésemos tenido un verdadero ministro de Relaciones Exteriores en nuestra familia, con toda seguridad mi padre no hubiera dejado de mencionarlo todos los días en la cena.
–Quién sabe –dijo Eisenstein, abrió el libro, lo apoyó sobre su pecho y se puso a hojearlo.
Durante un largo rato leyó para mí y para él los cuartetos de Omar, el fabricante de tiendas; la mayor parte del tiempo hablaba de muchachas y vino. Leía bien, en voz baja y lentamente, pero también melódicamente y en un alemán impecable como el que yo conocía de mi padre. Así me había leído él también hacía mucho tiempo, cuando yo estaba enfermo en cama. Seguimos bebiendo. En un momento cerró suavemente el libro y lo dejó apoyado sobre su corazón.
–En todos estos años –dijo– no logré descubrir qué es más importante en la vida: seducir a una muchacha o leer un buen libro. Simplemente no encuentro una respuesta. Y es la pregunta más importante en la vida de un hombre.
Yo había cerrado los ojos y veía la imagen de Gretchen bailando delante mío. Tenía que dejar de beber urgentemente.
–No sé –dije. Sentía la lengua lenta y pesada–. Las dos cosas me resultan tentadoras.
Eisenstein se había levantado sigilosamente, como si no quisiera despertarme, y había ido hasta el escritorio.
–Creo –dijo mientras se sentaba en su sillón– que el secreto es no llegar nunca a la situación en la que uno tenga que decidirse. Mientras las dos cosas sean posibles no es errada la vida.
3 Se refiere a la “encamada” o “la cama de la paz” de John Lennon y Yoko Ono en 1969, en tiempos de la guerra de Vietnam. En un acontecimiento-performance abierto a la prensa pasaron una semana en la cama en un hotel de Ámsterdam y otra en un hotel de Montreal como forma no violenta de protestar contras las guerras y en pro de la paz [N. de la T.].
4 Sopa que suele comerse, entre otras, en la cultura judía de origen europeo [N. de la T.].
5 La versión al alemán es: “Im Frühling mag ich gern im Grünen weilen, und Einsamkeit mit einer Freundin teilen, und einem Kruge Wein. Mag man mich schelten : Ich lasse keinen anderen Himmel gelten” [N. de la T.].