Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 20
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Dos semanas más tarde sus hermanas habían muerto. El virus de Kansas había cobrado también allí, casi un año después y en otro rincón de la Tierra, su varias veces millonésimo tributo, y esta vez directamente en triple número. Lo maldito en él no era la forma inexorable en que actuaba, el que cobrara tantas víctimas y atravesara fronteras de naciones y los mares del mundo, sino el que fuera tan selectivo. El que fuera tan pretensioso como un niño mimado y no se llevara directamente a la familia entera, sino sólo a miembros aislados, mientras los sobrevivientes, sorprendidos y furiosos por tal arbitrariedad, sacudían la cabeza de pie junto a sus tumbas. También la madre de Henriette y ella misma se vieron exentas, libres de todo signo de la enfermedad, tan ignoradas por la muerte que al final la señora Condé se echó sobre el cuerpo de sus tres pequeñas hijas suplicando que no la rechazara.
En las penurias de su alma Henriette le confesó al doctor que había actuado en contra de sus indicaciones y se había llevado a su hijo; como si con ello abrigara la esperanza de apaciguar al destino y poder evitar lo peor. Luego pidió vacaciones. Una vieja conocida de la familia, Adele Flachsland, de la Riesstrasse, una persona confiable, informada y minuciosa, ocupó su puesto, y así pudo Henriette regresar por el tiempo que siguió a la casa materna y hacer allí todo lo humanamente posible.
Pero de nada sirvió. Ningún bizcocho tostado, ninguna agua de miel, ningunas medias con vinagre, ninguna compresa para la pantorrilla, ni manzanilla ni tilo. Tampoco sus oraciones fueron escuchadas. Los temblores se hicieron más intensos, los rostros se volvieron cada vez más pálidos, más frío el sudor en sus frentes infantiles. Subió la fiebre, aumentaron los calambres, luego vinieron el esputo y la bilis verde. Ni siquiera un pequeño trago de té podían retener. Sus gemidos sonaron más fuerte, más quejumbrosos, más deplorables, hasta que al final se hicieron más escasos, más sordos y se apagaron totalmente. Entonces se las llevó, la muerte; en el transcurso de cinco horas, aprovechando que estaba allí, lanzó sus garras. Primero fue la menor, luego la del medio, luego la segunda, de modo que Henriette, aunque se sentía bien y no tenía síntomas, se preparó para comparecer ante el Salvador. Pero a ella no la quería. No se sentía más débil, no le raspaba la garganta, no tenía húmeda la nuca ni los ojos vidriosos. La muerte no tenía ningún interés en ella.
Así pues, tres días más tarde se encontró sola junto a su madre ante las tumbas recién cavadas de sus tres hermanas en el Cementerio Central. Henriette se disponía a tomar del brazo a su madre, pues el pastor ya había arrojado ceniza sobre ceniza, había pronunciado la bendición de despedida y el Padrenuestro, cuando percibió que había allí presente un tercer deudo. El Dr. Eisenstein había ido para darle el pésame a su madre. Consternado, esforzándose por contenerse, se lo veía allí guardando una distancia respetuosa, con su abrigo negro y sus pantalones grises. Cuando las dos mujeres lo miraron, las saludó quitándose el sombrero y haciendo una profunda reverencia.
Pero Henriette sospechó que su consternación, sino actuada, era de otra índole que lo que podía suponer su madre. Ella sabía que el señor doctor la consideraba a ella culpable de la muerte de las niñas. Y ella no podía evitar darle la razón. Al fin y al cabo, se había rebelado ante sus explícitas órdenes, se había ido en secreto y con ello había hecho que la desgracia cayera sobre inocentes. El Dr. Eisenstein y ella sabían ambos que la idea que desde hacía días se había apoderado de sus mentes, la idea de que las tres y también María, la nodriza, habían muerto porque en el interior del pequeño Josef anidaba latente algún germen maligno, en el fondo era algo absurdo. Afirmar tal cosa no era más que pura especulación, una imputación insostenible, bobadas católicas. Y condenar a Henriette en base a una tal suposición era algo más que impropio.
Pero el Dr. Eisenstein hizo lo que tenía que hacer.
–Quizás sea mejor –dijo mientras los tres iban andando por la avenida en dirección hacia la capilla– si en los próximos tiempos se dedica usted un poco a su anciana madre, Henriette. No se preocupe por sus ingresos; por supuesto se le enviará un paquete. Hasta ver. Y ya hemos encontrado también una reemplazante.
Hasta ver. El Dr. Eisenstein, pensó Henriette, tenía remordimientos de conciencia.
Y no se equivocaba. Pero en la conciencia de Eisenstein no sólo pesaba el hecho de acusar a Henriette de algo de lo que de ningún modo se la podía acusar, sino también el reconocimiento de la debilidad de sus creencias. Es que para entonces la convicción de que todo tenía una explicación científica lo había abandonado y en lugar de ello se había entregado a la idea de que espíritus y demonios se habían apoderado del pequeño Josef. Lo que la inteligente Henriette no podía sospechar era cuán mal le hacía sentirse a Eisenstein la idea de que la presencia de su propia carne y de su propia sangre pudiera tener una relación causal directa con la muerte de seres inocentes. Pero como de esa idea no podía extraer prácticamente ninguna conclusión práctica y plausible, Henriette era el chivo que había que mandar a Azazel al desierto. ¿Qué más le quedaba?
Para calmar su conciencia, no sólo le había enviado otros tres meses embutidos de Schmalkaldener a la señora Condé, sino que también había tomado a la conocida que había ocupado el puesto de Henriette. Esta, una mujer mucho más mayor y mucho menos bonita, en los primeros momentos le dio la impresión de ser muda o sorda o las dos cosas, pues en su rostro no se trasuntaba ningún signo de comprender ya fuera que él le diera una orden, un consejo o algo por el estilo. Pero por lo visto se ocupaba bien del pequeño Josef, ya que, a diferencia de la bella Henriette, no perseguía ningún fin propio, sino que siempre hacía lo que le mandaban.
Pero Adele Flachsland no era ni muda ni tonta. Podía hablar, aunque sólo lo hiciera con frases relacionadas entre sí mientras dormía. Tampoco era sorda. Lo único que no funcionaba en ella era el órgano para captar las emociones humanas. Tenía dificultades para sentir lo que sentían los demás, por eso tampoco le parecía necesario darles una señal de que había comprendido o de que estaba de acuerdo. Ella hacía lo que le decían y eso era suficiente. Al pequeño Josef lo trataba con la misma imperturbable apatía con la que hubiera tratado a un cerco de jardín recién pintado que hubiese tenido que cuidar. No le parecía necesario tocarlo y así tampoco lo hizo. Simplemente para su supervivencia era necesario acostumbrarlo a alimentos sólidos, una vez por semana frotarle el fragilucho cuerpo con un cepillo y cambiarle los pañales cuando era necesario. Acariciar y mimar, hacer cosquillas, gatear y dar palmadas, hacer morisquetas, soplarle en la cara, aplaudir, parlotear y balbucear: nada de eso era el estilo de Adele. Y como Josef tampoco nunca lloraba ni se quejaba ni estornudaba ni tosía, tampoco existía razón alguna para pensar en hacer las cosas de otro modo.
Para los Eisenstein estaba bien. La madre de Josef, a la que no le interesó el motivo por el cual Henriette había cambiado por Adele, tampoco le interesó cómo se comportaba la nodriza. Cualquier mujer que se hiciera cargo de su hijo los años difíciles le venía bien. Mientras no requiriera demasiado de ella y se encargara de que Josef tampoco lo hiciera no se preocupaba. El padre de Josef, en cambio, que participaba un poco más en la vida del pequeño, porque sentía que con su hijo también había resuelto el tema de la sucesión de la familia Eisenstein, consideraba a Adele un regalo del cielo. Pues aunque Henriette había sido más agradable a la vista, más inteligente e indudablemente más lista, y su comportamiento dejaba vislumbrar sentimiento y sensibilidad, por lo visto después de todo lo que había pasado la frialdad interior y la apatía que mostraba Adele constituían las condiciones de vida adecuadas para su hijo. Con Adele Flachsland como niñera el contacto con Josef no significaría más ningún peligro para inocentes.
Y así fue. Días y noches pasó Josef en su habitación infantil, sólo interrumpidas por breves excursiones por el salón y el corredor y por la mañana temprano o en las tardes al vecino parque. Seres humanos no veía a ninguno excepto por su nueva nodriza, su padre y ocasionalmente su madre. Eso debía ser suficiente.
Y Josef creció. Contra los antiguos temores de Henriette, no permaneció pequeño como un bebé de un mes, sino que poco a poco fue adquiriendo la corpulencia y la altura correspondientes a su edad. Pálido seguía siendo, pero sus bracitos se fueron alargando, sus piernitas se fueron poniendo más fuertes, finalmente comenzó a incorporarse, a estar sentado, a estar parado y a poner un pie por delante del otro, tal como tenía lugar habitualmente el desarrollo del aspecto físico.
Había otro aspecto, empero, donde su desarrollo no parecía corresponderse en absoluto con lo que se esperaba, y sobre todo con lo que su padre esperaba de él. No hablaba. Ningún sonido, ningún balbuceo incomprensible, ninguna palabra salía de sus labios. Cuando meses después de su tercer cumpleaños el pequeño Josef todavía no había emitido nada que se hubiese parecido a la expresión de un sentimiento o a un intento de establecer contacto, el Dr. Eisenstein comenzó a preocuparse. ¿Precisamente al hijo de un renombrado lingüista debía serle negada la facultad que nos distinguía de los animales? ¿Permanecería mudo para siempre, un pez entre los seres humanos, o limitado en el habla, ordinario y primitivo como los niños encontrados en el bosque?
Cierto, se sabía de niños que durante años no decían una palabra y luego sorprendían a los presentes con frases enteras bien armadas. También se sabía de niños que no hablaban y satisfacían su natural necesidad de comunicación de otra manera. Niños que escribían más que hablar, u otros que pintaban, tamborileaban con los dedos o desarrollaban una lengua secreta hasta que finalmente sí articulaban los primeros sonidos comprensibles. Pero también se sabía de niños que a la edad de dos años podían hablar en latín y en francés como el niño prodigio de Lübeck o que a los tres años tomaban lecciones de griego como John Stuart Mill. O podían recitar de memoria la Torá a los seis años. El que su hijo evidentemente no perteneciera al grupo de estos no le provocó un fastidio menor al autor del Diccionario etimológico indoario.
Finalmente, corría el verano de 1922, para alivio de sus padres el pequeño Josef comenzó a hablar, y aunque no eran frases completas bien armadas, tampoco para nada citas de la Torá, eran expresiones con mayor o menor significado, algo banal sí, pero que cumplía con su objetivo y se adecuaba vagamente a formas existentes de la gramática alemana. Predeciblemente esto estuvo lejos ciertamente de causar admiración en el Dr. Eisenstein. Lo que sí le despertó una curiosidad realmente científica fue básicamente el hecho de que Josef hubiese llegado a aquella edad. No había sido algo necesariamente esperable en absoluto.