Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 8

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–Tú debes ser Johnny.

Ya no sé qué respondí cuando tuve delante a mi chica definitiva y me llamó por un nombre que no era el mío. Nadie me llamaba Johnny por aquel entonces, mis padres me llamaban Jonathan; cuando las cosas se ponían serias, mi padre lo pronunciaba a la alemana; y mi hermano me decía simplemente “nene”.

–Gretchen. –Ella sonrió y me dio la mano.

Yo no había golpeado, no había hecho siquiera ningún ruido perceptible, sólo me había quedado parado delante de la única puerta que había en el último piso y había respirado. La puerta estaba abierta, entornada, de modo que, como anestesiado y expectante en la oscuridad, pude distinguir una débil franja de luz y escuchar voces. En los dos pisos inferiores había pasado por delante de negras puertas laqueadas, sin letreros, sin nombres, apartamentos sin timbres, sin felpudos. Ninguna señal de vida humana me había recibido allí por lo que mi curiosidad me había impulsado hacia más arriba como a un animal depredador; hasta arriba de todo, donde me quedé quieto, a la escucha, en el último rellano de la escalera.

Habló un hombre, luego una mujer. Una muchacha quizás. La muchacha. Se hizo una pausa, yo no me moví. Sentía mi corazón luchando contra mi respiración. Entonces se abrió la puerta y delante de mí la tuve a ella, con sus altos pómulos y sus cobrizos cabellos; sonrió y me hizo pasar.

Estaba tan excitado que no atiné más que a preguntar titubeante:

–¿Nos conocemos?

Pero ella ya iba andando por el largo corredor delante de mí. Vi los libros en las estanterías a la derecha y a la izquierda, las que llegaban hasta el techo, y luego las líneas de su cuerpo. Sus hombros, sus caderas, su trasero. El corredor, estrecho y en sombras y que recién al final se ensanchaba un poco, me dio la sensación de la entrada a una mina. De golpe me invadieron pensamientos que yo quizás debía haber tenido antes: ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué buscaba? ¿Por qué me esperaban los dos? ¿Me habían oído en la escalera? ¿Se habían dado cuenta de que los había seguido? ¿Acaso ya les había llamado la atención en el diner?

Y mientras pensaba esto, me di cuenta de que ya era demasiado tarde para volver atrás y toda pregunta carecía de sentido.

–Tienes que mejorar tu puntualidad si quieres ser un verdadero artista.

Su voz fue lo primero con lo que se dio a conocer. La profunda voz gutural del judío del diner venía del centro de la espaciosa habitación a la que me había conducido Gretchen. Un suave resplandor de luz rojiza se coló por las ventanas a través de las pesadas cortinas de fieltro y alcanzó apenas para llegar a distinguir los objetos más voluminosos del cuarto. Era más bien un salón, una enorme sala biblioteca y escritorio con un hogar de mármol rodeado por los tres lados por armarios para libros que llegaban hasta el techo. A la derecha había un caballete con una tela, a la izquierda un piano de roble. Delante de las ventanas, un anticuado escritorio de caoba, un sillón y dos alargados divanes con almohadones; nuestro anfitrión estaba más echado que sentado en el de la izquierda. Aparentemente el apartamento abarcaba toda la planta, probablemente habían unido tres apartamentos para hacer uno.

De nuevo me molestó algo en su voz, como si fuese falsa, como si no fuese su propia voz. Gretchen se sentó en el sillón, con la mochila a sus pies, y sonrió al verme tan perdido. O bien los dos querían burlarse de mí o allí había habido una equivocación que no me correspondía a mí solo aclarar. Entre el lugar donde estaba sentada Gretchen y el diván de la derecha había dos libros sobre una pequeña mesa baja; la cubierta amarillo sol me permitió volver a reconocer la Naturaleza de Emerson; el otro, un pesado volumen con encuadernación de cuero, supuse que sería la sensacional edición de 1838, la de Concord, que Emerson mismo había tenido en sus manos y que aquel día me había enseñado que también con libros viejos se podía seducir a mujeres jóvenes.

Hasta ese momento el dueño de casa no se había movido, por lo que al cabo de un par de segundos de silencio me sentí obligado a dar el primer paso. Me acerqué y me disponía a extenderle la mano cuando, con una agilidad que no hubiera esperado en él, saltó del diván, avanzó un paso hacia mí, ante lo cual yo retrocedí, e hizo una inclinación con las manos unidas delante del pecho. Yo no pude hacer más que responder su saludo. Con las manos unidas me quedé allí parado mientras él se alejaba de Gretchen y de mí e iba hasta la ventana.

–Creo que por hoy bastará con un par de fotos retrato. El cuerpo lo hacemos después.

Permanecimos callados. Yo la miré a Gretchen, a la que casi había olvidado. Qué hermosa era. La oscuridad la envolvía como a una piedra preciosa que capta aún la luz más exigua y la potencia, y con ella ilumina toda una cueva. Mr. Emerson había recogido una de las cortinas de tal modo que una rendija de luz diurna cayó sobre las paredes cubiertas de libros y había murmurado algo ininteligible. Entonces se volvió hacia nosotros mientras detrás de él el cortinado volvía a caer delante de la ventana. Hizo un gesto con la cabeza indicando la cámara que yo llevaba colgada al cuello y atravesó la sala hasta una puerta de estilo francés rodeada de armarios de libros.

–A esta hora del día hay mejor luz en el atelier.

Yo comprendí, o mejor dicho: esperé haber comprendido. Con un golpe de puño él había abierto el ala izquierda de la puerta, logré echar un vistazo al enorme cuarto inundado de luz y vacío salvo por una cama que había del otro lado; él abrió también la otra ala de la puerta y se quedó parado bajo su marco. Cuando entonces Gretchen avanzó y pasando por delante de él ingresó a la luz, yo estuve seguro de que se trataba de un error: un error, empero, que yo no debía dejar escapar. Lo que estuviera sucediendo allí y lo que fuese a suceder, a fin de cuentas... me encontraba en una misma casa con mi chica definitiva; ella me había hablado, me había dado su nombre y –aunque no había sido del todo mi propio mérito– me disponía a tomarle fotos. Mi nueva vida comenzaba de un modo sumamente prometedor.

Los resplandecientes rayos de sol que entraban en el atelier me hicieron entornar los párpados. Brillaban sobre la cama blanca como la nieve que había en el centro y se reflejaban en los cuatro pomos de bronce de sus esquinas. Las paredes y el techo, incluso las vigas sobre las ventanas estaban todos pintados de blanco, sólo el piso de madera relucía en un gris hielo. Mientras nuestro anfitrión permanecía en el marco de la puerta, yo entré al austero cuarto y me pregunté qué podía justificar su denominación como “atelier”; me pareció más bien un dormitorio que no se había terminado de acondicionar.

Gretchen se sentó sobre el borde del colchón, con las piernas cruzadas sobre la manta blanca, se ubicó en el centro del cono de luz, el que parecía que iluminaba todos los edificios y todas las calles de todo Brooklyn, se ubicó en ese resplandor santo, presentó su sonrisa perlada y compitió radiante con el sol. Y ganó.

Yo temí que las veinticuatro fotos que le hice estuvieran sobreexpuestas y también movidas sin arreglo, tal luminosidad irradiaba su belleza, y tanto temblaba yo mientras cumplía con aquel repentino encargo y en silencio Mr. Emerson nos miraba desde el dintel de la puerta.

Ella sabía exactamente cómo quería que la fotografiaran, no necesitaba que le dieran indicaciones. No era su primera vez. Ponía su rostro donde estaba la mejor luz, a veces miraba a la cámara, le sonreía o la miraba meditabunda, a veces miraba soñadora por la ventana por debajo de sus largas pestañas, a veces se mordía el labio inferior como plagada de dudas sobre sí misma, luego volvía a separar los labios como si el airecillo calmara un dolor invisible, a veces alzaba el torso, a veces dejaba caer los hombros, a veces se pasaba los dedos por el pelo. Ella sabía cómo hacerlo, sabía lo bella que era y por lo visto también sabía cuándo se acababa una película; pues con el último clic se levantó, se alisó la falda y me agradeció con un beso en la mejilla. La cámara se me escapó de las manos, justo alcancé a rescatarla antes de que golpeara contra el piso. Gretchen se había ido del atelier.

–Si quieres, podemos comenzar mañana con las sesiones.

Tardé unos segundos en darme cuenta de que él no se había dirigido a mí, sino a ella. Los vi a ambos de pie en la semipenumbra del salón, vi el rostro de ella resplandecer cuando se volvió hacia él y dijo algo. Finalmente unió las manos delante del pecho y se inclinó ante él. Él también unió las palmas e inclinó lentamente la cabeza ante ella.

Luego ella desapareció en la oscuridad, tan rápido como una hora antes había salido del metro detrás del Prospect Park y había ingresado en mi vida.

Bajo la piel

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