Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 9
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–Una chica inteligente se va antes de que la dejen.
Lentamente comencé a sospechar de dónde venía ese malestar que me provocaban sus palabras. No era lo que decía, y tampoco ese tono negligente, casi lacrimoso, era algo totalmente diferente. Antes de poder reflexionar sobre ello me hizo un gesto para que me acercara. Yo cerré detrás de mí la puerta del atelier y volví al salón donde ahora me encontraba a solas en la oscuridad con el dueño de casa, el que acababa de acompañar a la puerta a Gretchen; la única luz era la de las bombillas que había arriba de los armarios de libros y que iluminaban su colección de por lo visto valiosos volúmenes.
Me miró, nos quedamos callados. Por primera vez registré su figura completa; era alto y delgado y, aunque su cuerpo estaba envuelto en una especie de bata oriental, pude percibir una cierta condición física, sí, buena forma por entrenamiento. Sus movimientos eran elásticos, ligeros, más los de mi hermano mayor que los de un hombre de cincuenta años como había estimado que tenía. Pero cuando fue hasta el atril y bajó la tela de él mientras yo permanecía allí parado con la espalda contra la pared y las manos delante del pecho como un alumno que espera las preguntas del rabí y pude observarlo mejor, me invadió la duda: sus sienes grises, las blancas líneas alrededor de los ojos negros en el rostro exangüe, los tres surcos en la frente, su voz ronca, todo ello contradecía lo ancho de sus hombros, sus pasos al mismo tiempo gráciles y enérgicos y las manos fuertes que sostenían la tela y la volvieron hacia mí de modo que pude ver que estaba vacía.
–Gretchen es una chica inteligente –dijo, y en ese momento me di cuenta de por qué sus palabras me resultaban tan perturbadoras. Él pronunció su nombre, el que oí por primera vez de su boca, no con acento norteamericano, con una oscura y hueca “r” después de la primera letra y un rápido siseo al final, sino como lo hubiera pronunciado mi padre. Como mi padre pronunciaba mi nombre a la alemana cuando se ponía serio, así dijo también ese hombre el nombre de la muchacha, con acento alemán, del mismo modo en que todas sus frases, recién me di cuenta en ese momento, tenían un ligero acento alemán. Un norteamericano común quizás no lo hubiera notado, pero la severa y ligeramente monótona melodía de sus frases, la “l” de “girl” pronunciada un poco demasiado adelante así como las fuertes consonantes al final de algunas palabras: de pronto me recordó tanto la forma de hablar de mis padres, sobre todo de mi padre, que estuve seguro de que Emerson también debía ser de familia alemana, y quizás en los primeros años de su infancia sólo le habían hablado la lengua materna. Quizás incluso había vivido en Alemania.
Pero no dije nada. En lugar de eso contemplé la tela virgen y comencé a tiritar. O bien en la sala había comenzado a hacer notablemente más frío o yo me estremecía porque era consciente de que ya no iba a poder evitar más aclarar la confusión e iba a tener que mostrarme como el stalker sonámbulo, adicto a la luna que era. Él debió percibir mi temblor, pues en ese mismo momento apoyó la tela sobre el piano, se frotó las manos y dijo:
–Y también es bonita. Tan bonita que se siente frío en el cuarto cuando se va.
Se quitó la bata y la dejó caer sobre el sillón; debajo llevaba sólo un pantalón de lino, de modo que ahora estaba delante mío con el torso desnudo.
–Una chica tan inteligente como ella, tan bonita como ella y que además lee libros... una chica así no la encuentras todos los días. Debes atacar, muchacho.
Yo me esforzaba por no mirarlo fijo, su pecho con su vello canoso y sus redondos hombros, los largos y fuertes brazos debajo de la piel quebradiza, el torso de un exboxeador, el que ahora cubrió con una camisa blanca. Con un gesto de la cabeza me indicó que lo acompañara, aparentemente quería salir. Delante de una especie de tocador que había en la esquina derecha del salón, tomó de una percha su saco, el mismo que llevaba cuando lo había visto en el diner, se lo puso, se alisó los cabellos delante del espejo y tiró luego de los puños de su camisa para luego volverse sonriente hacia mí como preguntándome si podía salir así.
Yo tomé coraje.
–Pero ahora se fue. ¿Me robó la chica sólo para dejarla ir?
–La dejé irse para que pueda volver.
–¿Por qué iba a hacerlo?
–¿Por qué no? Tiene la chance de que la pinte un tipo como yo. Quizás de que se la tire un tipo como tú, ¿quién sabe? ¿Qué podría haber más tentador en su joven vida? ¿No es el motivo por el que se ponen bonitas todas las mañanas? ¿Por el cual se sientan en un café, dejando que el sol ilumine sus cabellos, y abren sus libros delante de ellas: la esperanza de que un día les hable alguien que ha percibido su verdadero ser?
Fue hasta el escritorio, abrió una cajita alargada y sacó un delgado cigarro, luego otro que me alargó alzando las cejas. Detrás y encima de él distinguí entre las cortinas la lámina enmarcada, una copia de un grabado en cobre que conocía de un libro escolar: el Zeus de Fidias, con su ancho tórax, en su trono. Debajo, él y su sonrisa de niño pícaro. Sacudí la cabeza, más en respuesta a sus palabras que a lo que me ofrecía. Volvió a guardar el segundo cigarro y se puso el suyo en la boca. Hoy ya no sé más si contradije sus palabras sólo por principio, aunque en mi interior pensaba sobre las chicas igual que como él lo había expresado, o si esa visión sobre el ser de la mujer recién cobró forma en mi cabeza más tarde, recién con el transcurso del verano.
–¿No? –preguntó–. ¿Crees que las muchachas sueñan con buenas notas en la escuela y el elogio de la madre cuando por la noche se acuestan solas en sus camas? ¿Crees que su verdadero ser no quiere ser reconocido?
–No tengo ni idea de lo que quiere su –al decir esto curvé dos dedos en el aire– verdadero ser. Pero no creo que sea querer que se las tiren.
Al menos no sólo eso, pensé quizás, pero no lo dije. Él dio una pitada a su cigarro y exhaló lentamente añadiendo al olor de la habitación esa mezcla algo rancia de cuero y humo, una fuerte nota de este último.
–Espero que tus fotos sean mejores que tus conocimientos sobre el ser humano, muchacho.
Yo repliqué sin saber qué decir.
–Yo no estaría tan seguro.
–Confía en mí, regresará. Y además –fue hasta la mesa que estaba junto al sillón donde había estado sentada Gretchen y agarró el volumen amarillo sol– se olvidó algo que pronto echará de menos.
El cielo resplandeciente sobre el puente, las sirenas de los patrulleros viniendo del parkway, las vidrieras de las tiendas con sus persianas levantadas y el gesto hambriento en las colas delante de los delis me recordaron que era mediodía en Brooklyn y que se acercaba el verano. El hombre mayor que iba andando mientras fumaba por la Pierrepont Street y que me generaba una sensación para mí casi imposible de definir –como si me aceptara en su vida, como si me quisiera tener de algún modo en ella– me hizo creer que aquel sería el verano más excitante de mi joven vida. Un verano de una energía y una curiosidad desmesuradas. El verano definitivo, en cierto modo.
Fuimos andando uno al lado del otro, él con el sombrero puesto, yo con el rostro de Gretchen veinticuatro veces dentro de la cámara, él envuelto en un suave abrigo color crema, yo, en incredulidad, excitación y esperanza. ¿Debía estarle agradecido o debía estar enojado con él? Evidentemente siempre había ido un paso adelante de mí, ya me había visto en el diner de Pedro antes de que me sentara al lado de Gretchen, sólo le había hablado para ganarme una (¿o para darme una lección?), me había probado a mí y a mi cámara, había urdido un plan y lo había llevado a la práctica con una frialdad absoluta.
Fuimos paseando rumbo al sur, por Cobble Hill y luego por debajo de los ya casi marchitos árboles de magnolia del Carroll Park hasta que finalmente entramos a un restaurante al que no era la primera vez que él iba, según pude juzgar por las reacciones de las tres jóvenes camareras –rubia, castaña, morocha–. Comimos: yo, huevos fritos, él, hígado picado con una hoja de menta; bebimos: yo, jugo de naranja, él, vino tinto; él habló, yo pagué. Lo que dijo no parecía tener ningún motivo especial, eran pensamientos sobre diversos temas, más bien una charla intrascendente. Habló sobre pintura y dónde se podían conseguir buenas telas, sobre los trascendentalistas, sobre escribir un diario, sobre los alquileres en el barrio. No hablamos más sobre chicas ni sobre el verdadero ser de la mujer, y callamos sobre Gretchen.
–¿Cuánto pides por las fotos? –preguntó finalmente cuando ya habíamos salido a la calle.
–No sé siquiera si salieron bien. Quizás no le sirven para nada...
–No te preocupes –dijo–. Las necesitamos. La semana que viene tráelas.
Hizo una inclinación con el sombrero en la mano, se lo puso con una sonrisa y se fue y me dejó allí parado.
Ese día no supe su verdadero nombre.