Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 7

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La Nueva York de aquellos días y el joven que llevaba una cámara colgada al cuello y también mi nombre: ninguno de los dos existe más. En mí ya no hay ningún cabello, ninguna célula de la piel que le pertenecieran, y también la ciudad, por cuyas calles él fue andando, hace tanto tiempo que desapareció que ni siquiera las viejas fotos consiguen evocarla. Cuando miro las fotos que me enviaron y que ahora tengo de nuevo delante mío, no encuentro en ellas ningún indicio real de cómo era la vida en aquel entonces. Las veredas, los autos, los ruidosos niños con su soga para saltar, la salida del sol sobre el muelle 1, las calles con los cafés gitanos, los gatos reunidos en los patios traseros al caer la noche, los brazos fláccidos de los hombres mayores en camiseta, los últimos hippies del Bridge Park: todo eso que yo alguna vez registré ahora me parece falso y como si fuera una imitación, artificial y afectado, como si junto con el polvo sobre el papel fotográfico se hubiese depositado también una capa de un nostálgico kitsch. También de los detalles del edificio de la Willow Street, delante del cual estuve por primera vez aquel día de junio de 1969, recuerdo otros diferentes a los que me muestra la fotografía. No recuerdo la hiedra de hojas pequeñas que va trepando desde gruesos maceteros de piedra a ambos lados del pórtico y cubre toda la fachada hasta el segundo piso; no recuerdo los nichos de las ventanas con sus vidrios repartidos de seis piezas, tan altos y angostos como troneras y que hacen que el frente parezca una fortaleza; apenas si recuerdo los tres frontones georgianos de ladrillo colorado de los cuales los dos pequeños forman el caballete del tejado, y el grande, sostenido por austeras columnas, se destaca sobre la entrada del edificio. No lo recuerdo.

Y eso, aunque desde el día con el que comienzo estas notas estuve tantas veces delante de su casa como de ninguna otra en mi vida. ¿Cómo puede ser? ¿Las fotos están mal hechas? ¿Me quieren engañar con sus extraños ángulos, con sus manchas de humedad y su pátina blanco-negruzca? ¿O con los años algo se interpuso a mi recuerdo, la imagen de un sueño, de un modo tan imperceptible que ahora me hace dudar de estos insobornables testigos del pasado? ¿Es en realidad sobre mí sobre el que se depositó una capa de kitsch nostálgico?

Pero yo recuerdo. Recuerdo el silencio que reinaba cuando uno estaba parado ante los cinco escalones que conducían al portal por debajo del voladizo. Es que el edificio era uno de los pocos en ese tramo de la Willow Street que estaba retirado algunos metros de la vereda, de modo que entre los muros de las casas vecinas se formaba como una especie de patio que el visitante debía atravesar antes de poder subir los escalones hasta las alas de ébano de la puerta de entrada. Es el día de hoy que sigo sintiendo el olor que me recibió en la sombra del patio empedrado aquel día y todos los días que siguieron, un aroma a un frescor húmedo, un hálito mohoso que emanaba de los zarcillos de la vieja hiedra y de los húmedos ladrillos ya desde tiempos inmemoriales jamás tocados por la luz del sol. Recuerdo la sensación de frío en mi mano cuando me agarré de la baranda de hierro fundido de la escalera, como queriendo impedir toda retirada; la lisura del pomo del picaporte que yo giré vacilante antes de tomar conciencia finalmente de que a partir de ese instante ya no había marcha atrás.

Esa era la casa a la que el judío del diner había llevado raptada a mi chica. Yo los había seguido hasta esa calle, había visto cómo habían doblado internándose en la oscuridad del patio, y a partir de ese punto ya no cabía otra posibilidad que el que hubieran subido juntos la escalera en la que ahora, ni cinco minutos más tarde, me encontraba yo solo y dubitativo.

Después, en Israel, pensé a menudo en esta casa de Brooklyn Heights. Soñé con ella, con su ubicación sobre el acantilado sobre la bahía de Nueva York, con las barandas color ámbar de sus escaleras, con sus techos altos y el hogar de mármol, como si fuera un ser humano que aún tenía una cuenta pendiente conmigo. Volvieron a mí vívidamente sus proporciones, su olor y esa frialdad que me penetraba, y me estremecí sin explicarme si mi estremecimiento sólo se debía al recuerdo de la crispación que aquel verano mis inexpertos nervios debieron de soportar a partir de aquel día de junio, o si me estremecía porque lentamente comenzaba a sospechar. Pero al mismo tiempo me gustaba pensar en ello y estremecerme. En algún momento sentí un ansia de volver a traer a la memoria todo aquello y de sentir el horror ante tal... sí, ¿ante qué? Por qué el recuerdo me volvía a transportar siempre a ese estado de medrosa avidez es algo sobre lo que durante mucho tiempo no reflexioné en absoluto, y es el día de hoy que, sentado en otra punta totalmente diferente del mundo y sosteniendo en mis manos fotos de una vida olvidada, no me lo puedo explicar. Quizás es porque ni siquiera ahora sé quién era realmente el hombre que vivía allí en el último piso.

Y así es como el recuerdo de la casa y del hombre que la habitaba a veces me parece como si fuera mi primer recuerdo de infancia. Los vidrios ciegos de las ventanas, sin limpiar como los cristales de unas vetustas gafas, las hojas de hiedra y del periódico vespertino del día anterior que crujen sobre el empedrado bajo mis pasos, la luz plomiza que cae indolente sobre el patio. Me veo en la escalera delante de la puerta del edificio, día tras día, con un atado de libros bajo el brazo o una muchacha de la mano; lo veo a él, cómo está sentado arriba en el salón, huelo el humo de los cigarros y el aroma del cuero, oigo su voz susurrándome por centésima vez.

Mi cabeza me juega malas pasadas. Recuerdo que mi hermano me enseñó cómo lanzar una pelota de fútbol americano, yo tenía seis años, pero siento como si hubiera sido muchos años después de haber conocido al tal Mr. Emerson. Ya no recuerdo nada del día de mi segunda boda, aunque fue recién hace un par de años y lo pasé como mucho a veinte millas de aquí. Pero sí sé, como si aquel primer día de mi vida consciente hubiese sido ayer, que temblé cuando giré el pomo de la puerta y entré por primera vez a ese vestíbulo cuyo frescor habría de recibir aún tan a menudo al joven visitante.

Bajo la piel

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