Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 16
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Todavía lo recuerdo: fue el día en que allá en Queens había muerto Willy Ley; todavía al mediodía se oía a los vendedores callejeros de periódicos voceando la noticia.
–Otro nazi muerto –dijo Eisenstein–. Los norteamericanos tienen que llegar primero a la Luna para que sus científicos alemanes especializados en cohetes espaciales se puedan morir.
Un nublado y húmedo y pesado día de fines de junio cuyo atardecer había visto levantarse desde el Atlántico las primeras tormentas de verano. Después de la lluvia salimos a caminar por Brownsville y Crown Heights, abordamos a un par de muchachas en Prospect Park, pasamos por el Museo de Brooklyn y la boca de la estación de metro donde yo había visto por primera vez a Gretchen, y finalmente llegamos a Park Slope. Había sido un día particular, más particular aun que los ya particulares días con Eisenstein. Él estaba más callado y ausente y más distante que lo habitual. Iba andando apresurado por la calle, me dejaba medio metro atrás. Cuando lo alcanzaba, miraba testarudamente hacia adelante. En nuestras conversaciones con las chicas me dejó prácticamente toda la iniciativa, permaneció a un costado escrutándome, casi con desconfianza.
Cuando oscureció me enteré de qué era lo tan especial aquel día. En la Sexta Avenida, unas calles al norte del Cementerio de Green Wood, me condujo por una angosta entrada hasta un patio trasero lleno de basura. Se detuvo allí.
–Ahora tienes que jurar.
–¿Qué tengo que jurar?
–Jura que jamás le contarás a nadie.
–¿Contarle qué?
–Ya verás. Primero jura.
Juré.
–¿Juras por los pechos de Gretchen? –preguntó.
El juramento más sagrado. Recién lo rompo ahora.
Nos encontramos entonces ante las puertas de un bajo edificio de ladrillo a la vista que se escondía allí como si lo hubieran metido apretado entre garajes, la nave de la iglesia y la escuela primaria. Como una caja alargada, más un búnker o un cuartel que un edificio de viviendas. Las casas a su alrededor, edificios de piedra parda de cinco pisos, parecía como si lo protegieran, como los muros de una fortaleza medieval. Ningún cartel, ningún signo revelaba dónde estábamos, pero cuando entré detrás de él, comprendí. Bajamos un par de peldaños, yo cerré detrás de mí la pesada puerta con barras de hierro. El interior de la barraca era una especie de sótano, las enrejadas aberturas de las ventanas debajo de los equipos de aire acondicionado como máximo hubieran permitido alcanzar a ver las rodillas de la gente afuera, de haber habido alguien en el patio de la fortaleza. Pero estábamos solos. En un vestíbulo mal iluminado donde dominaba un imponente mostrador que quienes ingresaban debían traspasar. Un hombre ya no tan joven, de minucioso peinado y que parecía un enano detrás de su enorme mostrador, se asomó desde allí y mirándolo a Eisenstein asintió con la cabeza. Luego me observó de arriba abajo sin hacer el más mínimo gesto. Instintivamente me quedé quieto, como si de hacer un movimiento en falso me pudiera derribar con su mirada. Eisenstein, que ya estaba en la sala principal, se volvió y me hizo una seña para que me acercara. Yo le hice un gesto de asentimiento con la cabeza al hombrecito, el que ya no me prestaba más atención y estaba enfrascado en un libro, y lo seguí a Eisenstein al interior.
Llegamos a una especie de sala principal de la que, a derecha e izquierda, salían numerosos pasillos que llevaban a cuartos laterales. No había absolutamente nadie aparte de nosotros. Una atmósfera de silencio, concentración y soledad nos recibió y yo tuve la sensación como si en el fondo se oyeran suavemente coros gregorianos o al menos música de órgano, una tocata en menor. Pero en realidad lo que percibí fue el murmullo de los humidificadores de aire.
De todas formas el comportamiento de Eisenstein contrastaba extremadamente con aquella atmósfera conventual. Casi corría, como si hubiese olido un leve rastro que debía seguir apresuradamente. La sala principal era más vasta que lo que se podía suponer desde afuera y me recordó el salón de Eisenstein: también allí había una luz mortecina y crepuscular, también allí resonaba el eco de nuestros pasos y de nuestras voces en los negros tablones de madera, también allí las paredes estaban cubiertas de libros, tan valiosos y únicos como en la Willow Street. Pero había diez, veinte veces más. Hasta donde llegaba el ojo, pared tras pared, hilera tras hilera llenas de libros. Algunos estaban abiertos en vitrinas, otros en armarios cerrados con cerrojo, y junto al predominante olor a cuero no olía a humo frío de cigarros y cigarrillos, sino a cera para el piso y bencina liviana de uso doméstico. En una columna había colgado un cartelito de plástico en el que escritas con marcador y casi ilegibles estaban las palabras que luego apunté en mi cuaderno de notas:
Un buen libro es la preciada sangre de un gran espíritu, embalsamada y atesorada para una vida después de la vida. John Milton.
En el centro había como una especie de sala de lectura. Eisenstein pasó rápidamente por delante de los cuatro sillones que había junto a las anchas mesas de madera de roble destinadas para estudiar allí. Yo lo seguí jadeando y como un novicio sigue a su maestro con la cabeza gacha hasta un pequeño cuarto lateral que me resultó más sombrío y más bajo aún. Había tan poca luz natural como aire fresco. Allí como en la otra sala había estanterías de metal laqueado, nada de costosos armarios de caoba como hubiese sido más adecuado para todos los libros que albergaba aquel sitio. Eisenstein se detuvo de repente delante de una estantería y sacudiendo extrañamente la cabeza se puso a mirar lo que había allí.
Los estantes no tenían ningún letrero. Tampoco había visto en ningún lado catálogos o registros. El que buscaba un libro allí sabía dónde encontrarlo. Esa no era la Public Library de Nueva York, con sus leones en la entrada y los frescos en el cielorraso, no era lujosa ni invitaba a permanecer allí, sino que, en lo austero y anodino, se asemejaba más a un depósito, a una filial olvidada hacía mucho tiempo en la que sólo unos pocos se extraviaban. Tampoco era la biblioteca de préstamo de Liberty donde yo había pasado las tardes lluviosas de la mitad de mi infancia leyendo libros de boy scouts. Aquí no se prestaba mayor valor al carácter público ni a un acceso fácil, eso estaba claro. Aquí se estaba entre nos.
Eisenstein parecía haber hallado lo que buscaba. Sacó un libro de uno de los estantes de arriba, lo acercó a su pecho y lo sostuvo un momento allí como si estuviera diciendo una oración de gracias. Tras estudiarlo brevemente –parecía aliviado– me extendió el ejemplar. Era un libro inesperadamente pesado, antiguo, grueso, con una extraña encuadernación roja. Las páginas tenían corte de oro con un grabado de estilizadas ramas de rosal. En la tapa vi también un exuberante motivo floral, pero aquello no era cuero, era más suave y elástico, casi como un musgo rojizo.
–Terciopelo púrpura –dijo Eisenstein, que había escudriñado mi reacción– y las rosas están bordadas con hilos de oro, plata y seda y luego plisadas. No existe otra cosa así en todo el mundo.
–¿Qué libro es? –pregunté, porque me daba miedo abrirlo.
–La Biblia de Ginebra de 1583. Impresa en Londres por Christopher Barker. Barker era el impresor de la Corte de la reina Isabel I, y esta Biblia se le entregó a la reina el día del Año Nuevo de 1584. Isabel valoraba más estas encuadernaciones que las de cuero, y se dice que en su juventud incluso habría bordado ella misma libros como este. En su biblioteca había miles de libros así, con cubiertas de terciopelo y seda, algunos con perlas, otros con piedras preciosas, pero ninguno de esta calidad.
Hizo un movimiento como si quisiera volver a agarrar la Biblia, pero pareció contenerse y con un gesto me indicó que abriera el libro. Yo contemplé la portada, una página coloridamente ornamentada con títulos impresos en negro y en rojo (THE BIBLE, Translated according to the Ebrew and Greeke), las letras E y R de Elizabeth Regina sobre escudos azules y cuatro putti de piernas regordetas en las cuatro esquinas.
–La Biblia de Ginebra fue la preferida de todas las versiones en la Inglaterra del siglo XVI, y esta impresión fue seguramente la más perfecta y magistral. Ya sólo la portada es una obra de arte en sí misma. Se dice que Isabel hacía que en las misas se leyera de este ejemplar, y también Jacobo I, su sucesor en el trono, tuvo una. Pero cuando la Biblia del rey Jacobo estuvo lista, esta otra traducción se guardó de nuevo en un armario y fue olvidada.
Yo sacudí la cabeza sin poder creerlo. ¿Cómo podían estar esos objetos tan valiosos no en la biblioteca real en el Palacio de Buckingham, en Oxford o al menos en la Public Library, sino en aquel apartado depósito de Park Slope en Brooklyn?
–Efectivamente estuvo en Oxford, fue conservada en la biblioteca Bodleiana después de que el anticuario Francis Douce la cediera a principios del siglo XIX. Este, por su parte, la había obtenido del Museo Británico, que la había recibido tras la muerte de Jacobo.
–¿Pero cómo llegó de Oxford hasta precisamente aquí?
–Eso es algo que uno podría preguntarse de todas estas obras. Por caminos intrincados, diría.
Eisenstein no me dio nunca otra respuesta más que esta altamente insatisfactoria, tampoco cuando, en posteriores visitas, le volví a preguntar. Lo único de lo que me enteré fue que aquel sitio era una especie de fundación, creada por numerosos amantes de los libros, particulares acaudalados que reunían en esa colección conjunta sus valiosos ejemplares y los exponían allí a disposición de todos los demás. Sólo iniciados tenían acceso a aquellas sagradas salas, Eisenstein se encontraba entre ellos y yo aquel verano también.
Aquel atardecer y los siguientes vi otros numerosos ejemplos de tal inapreciable arte librario que los innominados coleccionistas acopiaban en aquella oculta mazmorra. Pronto sospeché que en todo aquello había gato encerrado, pues si allí había libros que alguna vez le habían pertenecido a reyes y emperadores, obispos y Papas, en algún momento debían haber pasado a ser propiedad pública... y luego entonces, por intrincados caminos, habían caído en las manos de oscuros coleccionistas que a partir de ese momento los ocultaron de los ojos curiosos del populacho, y aquellos no podían ser caminos legítimos. Si Eisenstein mismo era uno de ellos o si aquellos ricos particulares por las razones que fueran simplemente le permitían el acceso a los espacios de la fundación, eso es algo que nunca pude saber. Como fuera, el hecho era que conocía bien esos espacios, como si él mismo los hubiera instalado, se movía entre las bibliotecas como un mago en su laboratorio de alquimia y me enseñaba lo que él consideraba correcto enseñarme.
Allí había libros de todas partes del mundo, indios, árabes, persas, japoneses, chinos, de la Antigüedad griega y latina, incunables medievales de Salamanca y París, del Renacimiento italiano, códices provenzales y bizantinos, herbarios, bestiarios, atlas, primeras impresiones de escritos de los padres fundadores, manuscritos con ilustraciones de Irlanda, Hungría o Armenia, novelas alemanas de principios del siglo en ediciones de colección y curiosas piezas únicas de los siete continentes. La calidad del cuero y del papel era excepcional y su presentación superaba todo lo que yo había visto hasta ese momento. Allí había incrustaciones de oro puro, bordados de seda, ornamentaciones hechas de ribetes y galones tejidos, encajes y volados, botones ornamentales de jade y marfil, confeccionados en los más diversos estilos de la historia del arte. Allí estaba el álbum de pinturas del imperio mogol, compilado en la India de la era de Shah Jahan, con encuadernación con barniz de laca, sesenta páginas de las cuales cada una estaba separada de la siguiente por una portada con ornamentos caligráficos. Los dibujos ilustraban escenas del Libro de los Reyes de Persia: Rustam mata al dragón, Shirin encuentra a Farhad muerto, Layla visita a Majnun en el desierto. Junto a esto, imágenes de la vida de los mogules, cetrería, escenas de caza, retratos de ermitaños y derviches, incluso había una imagen de Jesucristo y la Virgen María.
En pergamino con tapas de cuero de cabra con inscripciones en oro estaba allí el Filocolo de Boccaccio del siglo XV, escrito y encuadernado en la Corte de Mantua por Andrea da Lodi con miniaturas del cremonés Pietro Guindaleri. Allí estaba el volumen verdinegro de la edición de 1843 en danés de O lo uno o lo otro de Kierkegaard, impreso en un delgado papel Biblia y publicado aún bajo el seudónimo de Victor Eremita. Allí estaba el Don Quijote de la Mancha de 1605, encuadernado en estuche atado con cordones e impreso en pergamino de becerro. Allí estaban las cuatro novelas de Jane Austen que había publicado en vida, entre 1811 y 1815, todas sin indicación de nombre y lugar, y al lado, en el mismo estilo, las primeras ediciones de sus dos novelas póstumas, en la cuales por fin se revelaba el nombre de la autora.
Allí estaba Historia de mi vida de Casanova en una edición pirata de Tournachon, quien a principios del siglo XIX tradujo la versión alemana de nuevo al francés. Allí estaba la Historia natural de Plinio el Viejo, con tapas de madera e impresa en vitela de Venecia con tornasoladas miniaturas multicolores en los márgenes de los comienzos de los capítulos e iniciales decoradas en cada página. Ya sólo hacer las miniaturas, explicó Eisenstein con ojos brillantes, había llevado cuatro años. Su nerviosismo, ahora que estábamos en medio de todos aquellos tesoros, se había desvanecido; como un adicto, me pareció, cuya necesidad había sido saciada y en cuyo rostro sobrevolaba ahora de nuevo el brillo de la satisfacción, por un momento de gracia.
Luego bajamos un piso más. Una angosta escalera de caracol llena de libros descendía en el cuarto de más al fondo a una gigantesca cueva, una cripta, la inmensa mazmorra de esa fortaleza. Allí sólo había un cuarto, y también este estaba cubierto hasta el último metro de estanterías, las que estaban ubicadas tan pegadas una a la otra que dos hombres apenas si hubieran podido pasar juntos entre ellas. Allí abajo hacía frío, olía a cuero y a plomo, y estaba tan vacío, sin un alma, como las silenciosas salas de la planta baja.
–Una pena que aquí no se pueda fumar.
Diciendo esto Eisenstein se puso un Davidoff entre los labios, lo prendió y me alargó el paquete. Yo sacudí la cabeza y miré a mi alrededor, pues tenía demasiado respeto ante todos aquellos ejemplares de valor incalculable y demasiado miedo de que el viejo enano me descubriera y me echara de allí.
–El humo del tabaco no hace más que hacerles bien a estos libros –dijo Eisenstein–. ¿Qué sabes tú si no sabes eso? Al cuero, a la encuadernación, al papel. Al pergamino ni decir. Cuantos más años tienen, más humo necesitan. El humo conserva. Mata al gusano de la madera. Incluso el bordado en seda de la Biblia de Ginebra de arriba tendría una pátina más sana si aquí se fumara más.
Sacó un libro de una estantería, lo sostuvo delante de él y acarició lentamente las dos tapas, luego el canto y el lomo. Finalmente sopló una nube plomiza de polvo del libro y volvió a tocarlo, mientras sostenía el cigarrillo en la comisura de la boca, con la yema del índice y del dedo medio de la mano derecha.
–Así está mejor.
Allí lo entendí realmente por primera vez: el gesto que ya me había llamado la atención en Pedro’s Diner y luego en su biblioteca cuando él sostenía un libro en sus manos, lo acariciaba y lo elogiaba, cuando acariciaba su superficie como si estuviera vivo y surcado por finos nervios. Él tocaba los libros como si ellos pudieran sentirlo. Cuando Eisenstein tenía tiempo, como aquel silencioso atardecer de verano bajo tierra, palpaba todos los cuerpos a los que podía acceder con sumo cuidado y delicadeza, de arriba abajo, por afuera y por dentro. Como si de ese modo los experimentara de una manera diferente que jamás le había sido concedida a ser humano alguno. Como si emitieran sonidos que sólo él oía. Como si sólo así pudiera leerlos realmente.
Eisenstein me extendió el libro. Esta vez era el orden opuesto a cuando yo había tocado primero a Gretchen y a Medea y a todas las otras muchachas y luego le había contado a él para que él también pudiera percibirlo con sus sentidos. Ahora él tocaba y luego me dejaba que yo experimentara lo que él había vivido. Pero del mismo modo en que le sucedía a él conmigo, yo también sólo podía suponer lo que él realmente sentía. ¿Acaso estaba yo en su cabeza, en su cuerpo?
Cuando toqué el volumen, me di cuenta de que esa era mi primera vez. No fue una coincidencia que se detuviera allí conmigo para encender su cigarrillo. El libro que había sacado no era un libro cualquiera. Fue el libro con el que comenzó mi amor. Su forma exterior era poco llamativa, mucho menos sensacional que la de los magníficos ejemplares de arriba, sin bordar, sin ornamentos en marfil, sin cobertura de madera y sin corte de oro, sino encuadernado en un simple cuero oscuro. Era ligero, era cálido, estaba en mis manos como el brazo de una delgada muchacha.
Cerré los ojos y sentí. Entonces sucedió. No sé cuánto tiempo había pasado, pero de repente me incorporé asustado, abrí los ojos y casi dejé que el libro se me escapara de las manos. Miré interrogativamente a Eisenstein, pero él no hizo más que fumar y asentir con una sonrisa. Sí, aquello no fue un sueño, no fue una imaginación, o si lo fue, fue algo que compartí con él. El libro se había estremecido mientras lo asía, como un animalito en sus sueños, durante una fracción de un instante se había movido ligeramente en mis manos, había temblado entre mis dedos, como si pulsara la sangre bajo su superficie.
Miré, y allí yacía en mis brazos, como antes anodino e inocente, inmóvil, oscuro y muerto. ¿Pero no me había equivocado, no? Había golpeado contra la punta de mis dedos, el cuero había ascendido y descendido debajo de mi mano, ¡había respirado!
Cuidadosamente abrí el libro y leí el título: Justine o los infortunios de la virtud.
Eisenstein rompió el silencio.
–Por este libro al marqués de Sade lo internaron en un manicomio. Qué tiempos aquellos, ¿no? ¡Escribías un libro y te declaraban enfermo mental! Hoy en día ni a la cárcel vas por eso, a lo sumo se prohíbe la obra y un par de años más tarde se publica una versión domesticada. Qué pena. Porque cuando uno escribe, se trata precisamente de que tus congéneres te tomen por loco.
Lo hojeé brevemente. Las páginas eran de un material raro, de un tornasolado color amarillo paja y con una textura como la del papel de tina, suave y delicado y tan elástico que aunque se lo plegara no quedaría una marca.
Luego leí un par de frases que más tarde apunté de memoria:
Es preciso que el equilibrio se mantenga y sólo los crímenes pueden conseguirlo. Los crímenes sirven a la naturaleza y por lo tanto no pueden ofenderla.
Yo sólo pienso en el sacrilegio, yo sólo amo el sacrilegio, el sacrilegio debe marcar todos los momentos de mi vida.
El asesinato es la ley máxima de esta naturaleza ante la cual los necios se paran sin poder entender.
–En tus manos tienes la primera edición –dijo Eisenstein–. Escrita durante su encierro en la prisión de la Bastilla en los albores de la revolución. Más tarde el Marqués reescribió dos veces Justine, pero esta versión es la mejor. Recién fue redescubierta por el poeta francés Guillaume Apollinaire hace sesenta años y fue publicada por primera vez en 1930 en París por una editorial comercial. Pero esta edición es de 1919.
–¿Cómo es posible?
–En 1909 Apollinaire compiló una edición de las obras completas en la cual, sin embargo, Justine se publicó sólo en forma parcial. Un par de páginas, nada más. Un admirador anónimo le escribió unos años más tarde diciendo que estaba interesado en la novela completa, que quería comprarle el manuscrito, que el precio no importaba. No obstante, Apollinaire se resistía y no respondió a la carta. Algunas semanas más tarde había muerto. Falleció el 9 de noviembre de 1918, supuestamente de gripe española, pero las verdaderas circunstancias de su muerte no fueron esclarecidas.
–Y un año más tarde se publica este libro...
–“Publica” no es exactamente la expresión correcta. Esta Justine es un ejemplar único, una pieza de colección que fue hallada dentro de la colección del Barón von Teck luego de su trágica muerte cuando se ahogó en el Rin. Antes le había pertenecido a un comerciante de cava de Bingen. También él se ahogó cuando su barco zozobró río abajo.
–Trágico.
–Hay quienes dicen también: el destino. Pero mira cómo está hecha: la encuadernación, el armado de las páginas, ya sólo el tipo de letra. Es una Centaur, una forma renacentista de la Antiqua, probablemente una de las tipografías más bellas de todos los tiempos. En ese entonces recién había sido hallada y aún hoy sólo se usa raramente. Pero siempre que encuentro un texto con la tipografía Centaur me sucede algo mágico y no puedo dejar de leer hasta la última página.
Yo me sentía inclinado a darle la razón. La agradable fisonomía de los tipos individuales, de una simplicidad impecable, la disposición entre ellos, la distancia entre las líneas, el espacio blanco en los márgenes: todo esto irradiaba una armonía, una promesa de paz espiritual repetida en cada página que tuve la sensación de ser absorbido por el texto, aunque estaba en francés y apenas si entendía una palabra. Pero allí no se trataba de entendimiento, sino de embelesamiento. Se trataba de que la lectura de la página de un libro podía suscitar un estado de absoluta claridad del espíritu más allá de todo lo mundano.
–Este libro parece tener una maldición –Eisenstein me despertó de mi soñar despierto– que cae sobre todos los que lo poseen; por eso se lo conserva aquí, donde no hay un dueño conocido con nombre. Una jugarreta al destino.
–¿Y cómo llegó a Estados Unidos? ¿Por intrincados caminos?
–Así es. Se dice que un anticuario judío lo adquirió en 1929 y en 1933 lo llevó consigo a Francia. Por miedo de los alemanes y por sabia prudencia decidió emigrar en 1938 y partió en barco a Nueva York, pero en el viaje falleció de un infarto. Justine debe haber quedado en su cabina. El barco, el MS Normandie, era un gigantesco buque de pasajeros a vapor francés, el más grande de su época, portador de la Cinta Azul. Pero al iniciarse la guerra, a su arribo a Manhattan el Normandie fue confiscado por los Estados Unidos y con él, y sin que nadie supiera de ella, Justine. Los franceses reclamaron la devolución de su barco, pero los norteamericanos se negaron a hacerlo. Un par de años estuvo atracado allí en el muelle 88 enfrente de Weehawken, donde casi se incendió por completo. Durante las tareas de rescate un bombero italiano encontró a Justine en la cabina del anticuario y se la llevó en secreto para vendérsela por un par de dólares a sus socios de negocios, los honorables señores de la Mulberry Street. Y estos finalmente encontraron a alguien que estaba dispuesto a pagar mucho dinero por esta obra de arte.
–Un libro muy especial, entonces.
–Tócala. ¿Lo sientes?
Yo lo sentí.
Se había hecho tarde. Estábamos solos, dos hombres en un sótano, a nuestro alrededor, silencio. Qué hora era, cuánto tiempo había pasado desde que habíamos llegado: no podía decirlo. En un momento volví a subir, pero arriba las luces ya estaban apagadas. El viejo se había retirado de su puesto. Reinaba una calma espectral. Asustado tropecé en la oscuridad, sacudí en vano la puerta. También las ventanas no se podían abrir más que una hendija y con las rejas nadie podía entrar ni salir. Al no encontrar ninguna salida trasera regresé al sótano donde estaba Eisenstein.
Este se había acomodado en un pasillo sobre una base de libros. Estaba allí entre dos filas de estanterías tumbado con los brazos cruzados sobre una serie de libros que había extendido sobre el piso desnudo y que iban desde su cabeza hasta sus pies, envuelto en su abrigo, inaccesible como un cruzado de piedra sobre su sarcófago. Debajo de la cabeza se había colocado una pila un poco más alta, tenía los ojos cerrados. Yo me acerqué sin saber si aún estaba despierto. Cuando estuve parado junto a él abrió de repente los ojos y me miró como si hubiera soñado conmigo.
–Mr. Rothbard nos permite que esta noche durmamos aquí.
Eisenstein susurraba. Por lo visto no era la primera vez que se quedaba encerrado allí abajo.
Yo lo imité, tanteé en el pasillo contiguo un par de libros en la estantería y los elegí según su grado de blandura. Con ellos me armé un lugar para dormir, coloqué el libro más blando arriba de todo y apoyé allí la cabeza. A través de las hileras de libros de los últimos estantes vi el cuerpo de Eisenstein tendido del otro lado, inmóvil. Había vuelto la cabeza hacia mí, pero no pude distinguir si me miraba o si ya estaba dormido.
–Imagínate –escuché finalmente su susurro– que todo el mundo estuviera hecho de libros.
No me resultaba difícil imaginármelo.
–Sería terrible, ¿no? Tan terrible como si no existieran los libros. El mundo vive en el resquicio que nos dejan entre sí los libros.
Yo temí que fuera una larga noche sin dormir. Allí estaba yo tendido con los brazos cruzados sobre el pecho, con la cabeza sobre una antigua novela alemana, con el aroma del cuero y el pergamino en la nariz. Recién entonces me di cuenta de que desde hacía horas me estaba congelando, pues sólo llevaba puesta una camiseta y allí abajo hacía frío como en una cripta.
Pero dormí larga y profunda y más profundamente y tuve sueños locos. Cuando me desperté a la mañana siguiente, sentí como si toda la historia del libro sobre el que había tenido apoyada la cabeza hubiese transcurrido delante de mis ojos. Como si yo mismo fuera un personaje de la novela.