Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 12

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7

Cómo regresé a mi casa, no lo sé. Esa noche me encontré en mi cama, despierto desde hacía horas y con la vista clavada en el techo. ¿O sí había dormido? No podía quitarme de la cabeza las imágenes de ese atardecer. El torso de Gretchen giraba y se volvía en el resplandor de la luz del crepúsculo que fluía en el atelier a través de la cortina, sus cabellos eran un torrente de malvas y frambuesas sobre mi rostro, a la derecha e izquierda de mi cabeza colocaba ella sus gráciles brazos, delgados como los de una adolescente. Sus tobillos sujetaban mis piernas, ella apretaba sus muslos contra mis caderas, su pelvis se estremecía sobre la mía. Sus ojos no se fijaban en ningún punto, su mirada suave, su boca entreabierta. Me parecía tener aún su olor en mí, el aroma de su piel, el aroma de sus codos y sus axilas, el perfume sobre el hueso de su pecho, el champú en sus cabellos, la fragancia de su regazo, el aliento de su boca, su respiración profunda: todo eso me parecía sentir en mí mismo. Y cada tanto estaba también allí una y otra vez de nuevo el aroma a viejos libros y cigarros que yo erróneamente había supuesto desvanecido hacía mucho, perdido entre esa profusión de nuevos y desconcertantes estímulos. Sólo conmigo mismo seguía sintiendo sus caricias: sus manos se deslizaban subiendo por mi cuello, yo iba palpando sus costillas, asía sus pechos, apresaba sus caderas. Como si la palma de la mano fuera un rostro, como si las yemas de mis dedos tuvieran ojos. Podían verla.

En medio de todas estas imágenes aún hoy lo veo a él, lo vi esa noche, cómo nos miraba. En medio de todos estos recuerdos de mis sentidos está él. Está de pie en la entrada de su cueva, calla, fuma y mira. En silencio, sin respirar. Y a nosotros no nos parece inaudito. Nos sentimos a salvo. El pudor de nuestra desnudez se diluye en la protección de su mirada.

También las noches que siguieron regresó el recuerdo de lo que había vivido. La vi, la olí, la saboreé, la oí, la toqué, hice de ese momento único e irrepetible una cadena de sensaciones cada vez más uniformes, cada vez más placenteras, las alargué artificialmente, sentí el éxtasis que me provocaba el poder de volver a traer el pasado al presente una y otra vez, de no dejarlo seguir su curso natural, sino de detenerlo y dirigirlo adonde yo quería, de obligarlo a servirme cada vez que lo deseaba. Apenas si dormía.

Y así me entregué al sueño de esa muchacha. Por las mañanas recorría millas por la ciudad perdido en mis pensamientos para acabar finalmente en la autopista Turnpike de Nueva Jersey sin saber cómo había llegado hasta allí. Cuando en el estacionamiento del matadero de Yonkers vi a los operarios pasar por delante de mí cargando medias reses y no pude evitar pensar en la pelvis de Gretchen, comencé a sentir vergüenza. Sentí vergüenza como años antes me había avergonzado al masturbarme. Sentí vergüenza de disponer de tal poder y de usarlo a mi antojo. No le tenía que preguntar nada a nadie, no le tenía que pedir ayuda a nadie. Esa semana insomne por fin fui libre de sentir lo que quería, y la nueva libertad me hizo estremecer.

Pero cuando finalmente al cabo de unos días y noches la atracción del recuerdo declinó, comprendí lo que sucedía. Me había vuelto adicto. Tardé una semana, no obstante, en comprender a qué.

El fin de semana salí de la ciudad y fui a casa de mis padres. Quería aprovechar el retiro de Sullivan County para poder avanzar por fin con mi lista de lecturas. Leer a Hawthorne, los relatos de viajes de los colonos, quizás a Emerson. Al menos eso es lo que les dije, y casi no hubiera sido una mentira. Pero en verdad los dos días en casa de mis padres junto al lago Swan y sobre todo las noches en mi antigua habitación de la infancia fueron un intento por luchar contra la adicción. El intento por borrar para siempre de mi memoria la fascinación de lo vivido.

–¿No crees, Gittel, tú también, que hoy en día se exagera mucho con la importancia que se les da a los modales? –preguntó mi padre mientras cenábamos. Puso el codo derecho sobre la mesa, apoyó la cabeza sobre la palma de la mano y miró a mi madre con los ojos bien abiertos. Por lo visto estaba enojado por lo poco educado de mi postura y me imitaba, porque yo estaba sentado allí como hundido en mis pensamientos y ausente, pero como tantas otras veces en su rabia se había deslizado una pizca de sorna, como un guiño que se sentía en su voz.

–Hijo mío, ¿para qué te mandamos a los mejores colegios del país?

Los dos no pudimos evitar reír, porque ni mis padres me habían mandado a los mejores colegios del país ni ninguno de nosotros pensaba que en aquellos días allí se podía aprender mejores modales que los que mi madre y mi padre nos habían enseñado con gran esfuerzo a sus dos hijos. No era con negligencia y chapucería que se pasaba de pobre inmigrante a ser el más reputado arquitecto de la región. Schludern era el término que usaba mi padre para referirse a hacer las cosas en forma chapucera, evidentemente porque creía que era una palabra ídish.

Y efectivamente mis padres vivían en aquella casa junto al lago que imponía tanto respeto por el trabajo que había hecho de mi padre alguien indispensable en un radio de cien millas a la redonda. Lo que él normalmente se olvidaba de mencionar era que desde hacía años era buscado como experto en el diseño de baños públicos y no de prestigiosos museos o teatros de ópera como se había imaginado en sus épocas de joven estudiante de arquitectura.

Yo apoyé el brazo sobre la mesa, alcé la cabeza y me senté erguido.

–¿Cómo van los estudios, Jonathan? –preguntó mi madre.

Para ganar tiempo tomé un bocado de la carne de res que nos había servido.

–Todavía me tengo que acostumbrar un poco –dije después de tragar ruidosamente–, a cómo funcionan las cosas. Es todo tan... diferente. Los profesores... y bueno. Y las clases teóricas... cómo aprender algo ahí, eso tampoco nos lo enseñaron en los mejores colegios del país. Pero así son las cosas, quizás fue siempre así.

Y cuando vi que mis padres estaban callados ocupados con sus platos, agregué:

–Pero a veces realmente quisiera que alguna vez nos ocupáramos también de algo que tenga vida. Quiero decir, verdadera literatura, no libros que ya estaban muertos cuando los escribieron. En lugar de eso tenemos cosas como esto en la lista de lecturas. –Alcé La letra escarlata de Hawthorne que, como coartada, me había dejado en la silla de al lado y del que aún no había leído ni una página.

–Bueno, lo principal es que seas aplicado y estudies como corresponde.

A pesar de no esperar en absoluto otra cosa, esa noche me sentí enfadado con mi madre porque no me había escuchado. A diferencia de lo que me sucedía con mi padre, del que ocasionalmente lo hubiera deseado.

–Oh, estoy seguro –objetó y dejó a un lado los cubiertos– de que actualmente en Nueva York te enseñan un montón de cosas útiles para la vida.

Yo alcé la vista. Por la mente se me cruzó la idea de que podía haberse enterado de mis experiencias de la última semana y que se refería a eso. Pero al verlo colocarse ambas manos ahuecadas delante de la boca e inhalar ruidosamente mientras ponía los ojos en blanco me di cuenta de que él, que hacía años que se quejaba de las costumbres cada vez más laxas y de la impertinencia de los “jóvenes de hoy”, a lo que se refería era a ese estilo de vida que a un joven de mi edad, que pasaba sus días en el campus de Columbia y las noches en el SoHo y en la avenida Lexington, no podía más que corromperlo.

–No es tan terrible como te imaginas siempre –dije sabiendo perfectamente que no era tan terrible, sino mucho más terrible. Ninguna mentira, pero tampoco la verdad sobre el tipo que en realidad ya era demasiado grande como para pasarse mirando sin sacarle la vista de encima a toda chica que cruzara las piernas en el metro.

Mi madre no hizo más que sacudir la cabeza como lo hacía siempre cuando no quería seguir hablando sobre un tema, alisó el mantel y me sirvió un par de papas más en el plato.

Pero mi padre insistió y reclamó que satisficiera su curiosidad, la que él seguramente en su interior denominaba preocupación paternal.

–¿Entonces no es cierto lo que se escucha decir sobre la generación de ustedes, que quieren hacer todo mejor?

–¿Dónde escuchas decir eso?

–Tu veterano padre ya no es quizás el más verde retoño pero aquí no vivimos, ¿cómo se dice?, detrás de una roca.(1) Yo leo, miro televisión... La gente no habla de otra cosa más que de la fiesta que quieren festejar ahí en Bethel. Y ahí se van a venir todos, esos inadaptados y loquitos con sus pelos largos sin lavar, un puro caos va a ser... ¿no es cierto, Gittel? Ahí en Liberty, una parejita así se compró una iglesia abandonada y ahora la están convirtiendo en un centro hippie. ¿Y entonces qué pasa? Por ahí andan sólo pacifistas y gente con prontuario y vuelven meschugge a los niños. Y hace poco vimos un programa sobre ese Greenwich Village, ¿no es cierto, Gittel?

Aunque en ese momento me costó más que nunca, ya fuera por sabiduría o por costumbre contuve la actitud sabionda de corregirle sus expresiones lingüísticas y en cambio dije:

–Como si los de la televisión tuvieran idea de lo que pasa en el Village.

–Parece que tú lo sabes mejor, Jonathan. Por propia experiencia, digamos.

–Sí, ¿y? Yo vivo en Manhattan, trabajo y me gano mi propio dinero y vivo mi vida. Yo tampoco vivo, ¿cómo se dice?, detrás de una roca.

Yo sabía que mis padres hubieran preferido que por lo menos fuera a Williamsburg, con los otros judíos, y no con los polacken y los spiks y los wops(2) de East Harlem, pero la cercanía del campus y el precio imbatible del alquiler allí habían hecho que al final cedieran.

–No te olvides de que tu madre y yo aún pagamos tus estudios.

–Yo les estoy eternamente agradecido. Pero no sabía que significaba que mientras tanto tenía que vivir según las normas de ustedes.

–Ya bastaría sólo conque te tomaras tus clases un poco más seriamente. ¿Por qué no nos cuentas un poco cómo es tu vida allí?

Yo había sospechado que la cena, en el peor de los casos el fin de semana entero, podía degenerar en un examen de conciencia, pero tan terrible no me lo había imaginado. Mi madre sacudió la cabeza y me extendió por tercera vez la salsera.

–Por favor, no se preocupen –dije, y como para reforzar lo dicho di un golpe sobre el libro de Hawthorne que ahora tenía al lado de mi bistec ya frío–. Voy a terminar mis estudios.

–Y entonces, cuando seas abogado o juez, nos devuelves... –Mi padre se interrumpió e hizo una pausa artificial de esas en las que nosotros habíamos aprendido a no caer–. Ah, pero no, los jueces normalmente no estudian Literatura. A ver, déjame pensar... –Se colocó pensativamente un dedo en la frente–. Literatura... Literatura... ¿qué puedes ser con eso?

Por un breve instante pensé en enumerarle algunas posibilidades de trabajo más realistas como las que nos habían mencionado en la Secretaría de Alumnos, profesor de Literatura, periodista... Pero el modo en que mi padre intentaba ponerme en evidencia en la cena me dejó en claro que no estaba buscando una discusión objetiva y que por lo tanto yo no necesitaba hacer como que quería convencerlo.

–Con literatura uno al menos no se convierte en un arquitecto de tercera que se pasa los días diseñando casetas para baños.

En un primer momento temí que tomara impulso para darme la merecida bofetada, pero luego percibí en él un segundo de indecisión, sí, lo vi inseguro, aún con el dedo índice sobre la frente; luego se arrancó la servilleta del regazo y la arrojó sobre el plato, directamente sobre su bistec también frío, se levantó y sin decir palabra se fue de la habitación.

Yo miré a mi madre como queriéndole decir que él me había provocado, pero ella no me miró, sino que con hábil maniobra y como si fuera algo que hiciera todas las noches evitó que la servilleta de él siguiera absorbiendo demasiada salsa de la carne asada.

Un momento antes de que la puerta a la sala amenazara con cerrarse de un golpe, mi padre se volteó y volvió a poner un pie en el comedor.

–Si esto es lo que aflora cuando uno le ha dado la espalda a su patria, entonces deberíamos preguntarnos si no hubiéramos debido quedarnos allí. Nos hubiéramos ahorrado algunas cosas.

Dicho eso se fue. Yo comí el postre de gelatina con rodajas de duraznos que me había servido mi madre y también me fui.

Los días siguientes no tuvimos mucho que decirnos. Nos evitamos. Fui con mi madre en el nuevo auto de mis padres, un espacioso Kaiser Darrin, a Liberty a hacer algunas compras y hablamos sobre Sam del que habíamos recibido cartas de Saigón unos días antes. Sam era más el nájes de la familia, ahí yo podía buscarme otro papel. Aunque con un estudio en un college hubiera tenido la posibilidad de librarse de la obligación de servir a la patria, se había enlistado voluntariamente y ahora cada dos semanas nos enviaba un par de páginas en las que con toscas palabras nos relataba sus aventuras como mecánico de máquinas en la Marina. Mi madre le contestaba con fotos Polaroid y mermelada de rosas. La ayudé un poco con el jardín mientras mi padre estaba sentado en su banco junto a la orilla mirando el lago. Enrollé las alfombras del corredor en cartón de brea y las guardé por el verano en el cobertizo. Volví a agarrar el libro de Hawthorne, el que me gustaba más de lo que había esperado, pero de todos modos no me podía concentrar realmente. En lugar del espíritu de Hester Prynne era la figura de Gretchen la que llenaba el vacío nocturno de mi habitación de la infancia. Mi plan de avanzar con mi lista de lectura resultó un absoluto fracaso. Incluso durante el viaje de regreso la mañana del lunes, cuando me pasé tres horas sentado en el tren a Manhattan con La letra escarlata sobre el regazo y hubiera tenido tiempo, no hice otra cosa que mirar fijamente por la ventanilla. Mis pensamientos estaban maniatados, cautivos en los cabellos de ella y la mirada de él. Ambas cosas, con ella a la distancia y con aquellos días de principios del verano de Sullivan County, cada vez más largos y más cálidos, no habían hecho más que convertirse en un deseo aún más intenso, en un deseo intenso y una atracción tal hasta el punto de sentir dolor en el cuerpo.

Muy lejos de ahogar el recuerdo de la Willow Street el fin de semana había intensificado aún más mi adicción a todo aquello y había madurado mi decisión de volver a visitarlo.

1 Traducción literal de la expresión del inglés to live under a rock, que significa vivir aislado, sin saber lo que ocurre en el mundo [N. de la T.].

2 Tres términos gentilicios que se refieren en forma despectiva a los polacos (polacken), puertorriqueños (spiks) e italianos (wops) [N. de la T.].

Bajo la piel

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