Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 14
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Ya no sé si ella había entrado exactamente con esas palabras, pero de pronto la tenía delante de mí, en el medio entre los dos divanes, entre el polvo de los libros y la niebla de los cigarros. Llevaba una camiseta blanca holgada y pantalones cortos de jean, su cabello rojizo relumbraba bajo la exigua luz, me sonrió y me miró. Yo quise levantarme, pero ella se sentó al lado mío en el diván y colocó su mano sobre mi pecho. Luego se inclinó sobre mí y me dio un beso.
Yo no había adivinado de quién era el poema, pero él igual tenía una sorpresa para mí.
Horas más tarde, cuando después de acompañarla a la puerta, fui tambaleándome por el corredor y entré a ese salón inmerso en la difusa turbiedad de un acuario, con la mente vacía y llena al mismo tiempo como después de una fuerte embriaguez, incapaz de cualquier idea clara y cercado por miles de imágenes de los últimos momentos, Eisenstein seguía como escondido detrás del escritorio. No se había movido un centímetro, por lo que pude distinguir en la semipenumbra; se había deslizado, empero, hundiéndose en el asiento del sillón negro como la pez, tenía las orejas a la altura de los reposabrazos, la cabeza hundida entre los hombros, de modo que su cuerpo, normalmente imponente, ahora se veía como el de un niño de delicada contextura. Pero su rostro tenía otra expresión. Si antes Eisenstein había parecido introvertido, distante como el distinguido contemplador de una obra de arte, de un happening que Gretchen y yo celebrábamos ante él, ahora que estaba solo conmigo su mirada era de una curiosidad clínica y de una indiscreción como si tuviera que saber sí o sí cómo había logrado yo lo que él acababa de presenciar. Como si hubiera algo que saber...
Indeciso de pie en el medio de la habitación incliné la mirada para ver lo poco que alcanzaba a espiar de él: sus blancos dedos, la colilla de un cigarrillo encendido entre ellos, los labios entreabiertos. Sus ojos negros centelleaban desde la oscuridad, un animal depredador en su cueva.
–¿Y?
–¿Y qué?
–Y... ¿cómo fue? –susurraba.
–¿Cómo fue... qué?
Me empezaron a temblar las piernas. Los desacostumbrados esfuerzos de la última hora se hacían notar. Estaba hambriento y sobresaturado a la vez.
–Dios, Johnny, no te hagas el tonto más de lo que eres. Vamos, dime.
Me dejé caer en el diván, allí donde hasta hacía unos momentos había estado tendido con Gretchen, y a medias incorporado apoyé la cabeza sobre el reposabrazos de tal modo que ya no lo podía ver más a Eisenstein.
–¿Decirte? ¿Qué tengo que decirte?
–¡Tienes que contarme, maldición!
Sus susurros habían dejado lugar a un hablar entre dientes impaciente.
–¿Qué quieres que te cuente si estabas ahí? ¿Qué te puedo contar que sea nuevo para ti? ¿No estuviste sentado todo el tiempo ahí y viste todo?
–Vi, Jonathan, vi. ¿Pero eso significa que participé? ¿Yo me acosté con ella? ¿Yo la toqué? Ni mucho menos. El único que participó fuiste tú, Jonathan. ¿Acaso yo soy tú? ¿Estoy en tu cabeza, estoy en tu cuerpo? Yo simplemente quiero que me dejes participar. Cuéntame sobre ella, sobre su cuerpo, sus movimientos, su perfume, su piel. Cuéntame tus sensaciones, cuéntame todo lo que sentiste. Déjame sentirlo, Jonathan, déjame sentir lo que pasó verdaderamente. Cuéntame cómo fue.
Yo me quedé entrecortado. Había subido el volumen de su voz, el tono sonaba más serio que lo que estaba acostumbrado de él, y tuve la sensación, ya antes de que el tercer “Jonathan”, esta vez totalmente alemán, me recordara definitivamente la forma severa en que solía llamarme mi padre, de que por un momento él había olvidado ocultar el acento extranjero en sus palabras.
–No estoy muy inspirado, creo.
–Conviértete en el amo y señor de tu inspiración entonces.
No cedía.
Yo no supe qué decir. No entendía. Él lo había visto, ¿qué más había para contar? Yo no sabía cómo se hacía para revivir en él con meras palabras algo que antes había estado vivo en mí.
–Yo... No sé qué decir.
Él no gritó, pero todo el cuarto se llenó de sus palabras.
–¿Qué significa eso de “no sé qué decir”?
Había dicho la primera parte de su frase en alemán y sólo mis palabras las había repetido en inglés. Yo volví a balbucear algo, empecé a filosofar sobre que toda vivencia es irrepetible e indescriptible y que cada ser humano es único y percibe las cosas de manera distinta a su vecino. Y sobre que las palabras, la lengua del hombre, no estaban hechas en absoluto para expresar la riqueza del instante fugaz.
–¿Cómo diablos quieres ser algún día escritor si no puedes hacerlo? ¿Sabes qué? –Ahora ya hablaba muy fuerte y agregó en alemán–: Tú sufres de impotencia, Jonathan. De impotencia descriptiva.
Luego todo se quedó en silencio, salvo su respiración detrás de mí. Algo se movió, por lo visto se había levantado. Oí su voz, por última vez en aquel atardecer. Había pasado definitivamente al alemán y volvía a susurrar, casi con en un canto, como si citara de un antiguo libro.
–Si no quieres contar nada, entonces no sé para qué viniste.
Yo me di vuelta y vi su oscura silueta saliendo de detrás del escritorio. Fue hasta la puerta del atelier, la abrió y quedó entonces bajo la última luz del crepúsculo que penetraba desde la otra habitación hacia nosotros.
–Te puedes ir ya mismo –dijo, y dejando que la puerta se cerrara de un golpe detrás de él, me dejó solo.
Al cabo de un par de minutos de silencio total me levanté y agarré mis cosas. Antes de salir del salón, fui hasta el atril junto al escritorio y di vuelta la tela. Estaba en blanco.
Luego fui andando por el corredor, pasando por delante de todos los libros; cuando bajé a la escalera, oí detrás de mí la puerta del apartamento cerrándose.