Читать книгу Bajo la piel - Gunnar Kaiser - Страница 18

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El siglo veinte, podemos afirmar ya aunque para que verdaderamente llegue a su fin todavía nos queden algún par de insignificantes años por delante, fue un siglo de los extremos. El que no fue extremo en este saeculum o bien fue un hombre del pasado, ingenuo habitante y vástago de un mundo previo manchado de tinta, caído en un feliz olvido, o pertenecía ya a un futuro no demasiado lejano, un futuro de tibios y mediocres, a una generación ya en marcha colmada de comodidad y conformidad cuyos seres fabricados en masa miran desde arriba entre divertidos y con desprecio a los extremos y parpadean. Estos, en cambio, los desmesurados y sin molde ni modelo podían estar seguros de que la posteridad los recordaría: es que sí, profundamente agradece el espíritu humano los excesos de lo excéntrico, lo extremo y lo extravagante. Los nombres de un Mao o de un Hitler o un Stalin, de un Idi Amin o un Pinochet, de un Pol Pot o un Suharto, de un Mengele o de un Göth, pero también los de un Chikatilo o un Fritz Haarmann han quedado grabados para siempre en la piel del siglo pasado como signo de su infamia.

En la lista de los villanos no ha de hallarse el nombre del hombre cuya historia queremos contar aquí. Es que Josef Eisenstein fue uno de los monstruos más geniales y al mismo tiempo de los más desconocidos. Algún contemporáneo, sino todos, lo habría de llamar bestia, monstruo y engendro del infierno; y quizás algunos pocos habrían de reconocer al genio que en sus obras sobreviviría a su época. Pero si nadie pronuncia su nombre y se estremece al hacerlo o expresa su admirado asombro –o ambas cosas–, esto se debe al simple hecho de que las obras y los actos de este hombre fueron al mismo tiempo tan atroces y geniales, sí, su genialidad reside en su atrocidad y viceversa, que no pudieron más que permanecer ocultos al mundo; y habrían de permanecer ocultos para siempre si no intentáramos aquí tan temerariamente volcar de una vez por todas al papel y arrancar del olvido lo inaudito. Pero este destino de no ver jamás unidos sus actos a su propio nombre lo compartió y lo comparte Eisenstein con muchos otros monstruos no sólo de este siglo que ya se acerca a su fin, sino de toda la historia de la humanidad. Bastantes asesinos múltiples, criminales de guerra, terroristas, carniceros, asesinos seriales y otros seres inhumanos habrá habido cuyos nombres no han llegado hasta nosotros aunque en sus conciencias pesaran el sufrimiento y las vidas de innumerables personas –o no pesaran–, y si bien nosotros, los hombres del presente, solamente conocemos a los grandes tiranos y déspotas, esto no nos impide saber, aunque sólo lo reconozcamos para nuestros adentros, que del infranqueable macizo de psicópatas y autores de crímenes capitales que produjo la naturaleza humana los que de entre ellos poseen nombre no constituyen más que aquella cima que ya se divisa desde lejos.

Pero si uno se acerca un poco más al reino de lo inimaginable para el común de la gente, si dirige su mirada hacia el lado oscuro y los abismos de la vida humana, constatará que los nombres conocidos sólo con muy poca frecuencia corresponden a aquellos en cuya atrocidad también residió un cierto grado de genialidad; sí, cuya atrocidad recién por su genialidad adquiere el aroma de lo interesante, de eso que nosotros, hombres de la media, necesitamos tanto para darle algo de atractivo a nuestra sosa existencia. Este aroma que habrá de tensar al máximo nuestros nervios brotará del destino de Josef Eisenstein ya desde el día mismo de su nacimiento en el año 1919.

Ahora bien... Si hemos de presentar aquí la historia de su vida, es bien probable que el lector ya en este punto, tras estas palabras introductorias, no pueda evitar manifestar tempranas dudas sobre la veracidad de lo que va a relatarse. Tampoco con el transcurso de la historia, podemos afirmar, podrán descartarse totalmente tales dudas ni atenuarse siquiera en modo alguno: demasiado colosal es la medida del horror cuya minuciosa descripción sentimos que le debemos al espíritu de la historia como para que no sólo sean comprensibles reservas en cuanto a la sinceridad y la confiabilidad del narrador, sino también absolutamente esperables. Permítasenos afirmar entonces aquí, y no por última vez, que los elementos de la historia que se le ha de presentar al lector en las páginas que siguen no sólo fueron observados con ojo fiel en la pura vida tal como aconteció, sí, y si se permite la expresión, no sólo fueron sentidos con mano fiel, sino que en igual medida, y aunque no todos los detalles puedan presentar el deseado carácter inequívoco y la deseada verosimilitud, débense estos a una verdad superior como la que la naturaleza sólo suele revelarle al hombre en las obras más sublimes del arte.

Entonces pues, el nacimiento. O quizás comencemos un poco antes. Es que Josef Eisenstein fue gestado en los revueltos tiempos del año 1918 de nuestro no precisamente poco revuelto siglo, en el atardecer del mismo día que vio caer sobre el Somme al Barón Rojo. Por la mañana de ese día, unos diez mil kilómetros hacia el oeste, un muchachito se despertó bajo un ciruelo debajo del cual, agotado por las labores del campo, se había quedado dormido la tarde anterior. Cuando al salir el sol el rocío temprano cubrió las briznas de hierbas, también de las hojas del ciruelo cayeron finalmente algunas gotas; una de ellas, que antes había entrado en contacto con los excrementos de un ave fragata y llevaba consigo los gérmenes patógenos de la gripe que allí se encontraban, cayó directamente en la garganta del muchacho que dormitaba con la boca abierta. Este se despertó entonces, se sacudió de los muslos el polvo y la suciedad del día anterior y se puso en camino hacia la casa de sus padres, donde a modo de saludo su madre lo recibió con una buena tunda.

El muchacho enfermó al día siguiente de una fuerte gripe que lo mantuvo dos semanas atado a la cama y luego se lo llevó, aunque no sin antes tener oportunidad de traspasarle el germen de la enfermedad a su madre, a su padre y a su hermano mayor. Mientras a los tres días de la muerte de su hijo la madre y el padre se hallaban juntos ante su tumba, aquel hermano mayor, llamémoslo Jim, ya había partido en un largo viaje del que no habría de regresar. La guerra había llamado a Jim y Jim había respondido a su llamado; hasta Europa había llegado, donde le traspasó el virus a la mayoría de sus compañeros y a una prostituta de Ámsterdam. Desde allí la gripe, a la que posteriormente se denominaría española porque las primeras noticias sobre una epidemia provinieron de la prensa española que se hallaba menos sometida a una estricta censura, y por ello naturalmente se supuso el foco de la enfermedad en la Península Ibérica, se expandió hacia Europa Occidental, Italia, Suecia, sí, hasta el Himalaya. En el año 1920 finalmente, cuando la epidemia presentaba visos de extinguirse, aparte de Jim, su pequeño hermano y la prostituta holandesa, veinte millones de personas habían hallado la muerte, tres veces más que las víctimas que había cobrado la Guerra Mundial.

Unos nueve meses después de la mencionada mañana de abril en la que derribaron a Richthofen, el hermano pequeño de Jim se despertó y Josef Eisenstein fue gestado en un coito breve y sin dolor, con la denominada ola de otoño el germen patógeno llegó también a Weimar donde atacó sobre todo a los muy jóvenes y a los muy viejos, a los pobres y a los hambrientos. Corrieron rumores sobre quién tenía la culpa de ello y se escucharon supersticiosas fantasías sobre cómo se propagaba la enfermedad, presunciones sobre pescado envenenado por los franceses, otras que hablaban del polvo y pijamas demasiado ligeros, de ventanas cerradas o abiertas o simplemente del manejo descuidado de viejos libros. La administración de la ciudad reaccionó rápidamente y ordenó a sus empleados las más estrictas normas de higiene. En el tranvía se negaba el acceso a las personas que no llevaban mascarilla protectora, las escuelas permanecieron cerradas, en los hospitales se decretó cuarentena. Teniendo en cuenta lo riesgoso de la situación los futuros padres de Josef decidieron que el parto tuviera lugar sin asistencia médica en la casa de la Parkstrasse, en presencia sólo de la vieja y fiel nodriza María que ya en su momento había traído al mundo al señor de la casa ahora padre en ciernes y a su hermano mayor.

El nacimiento de Eisenstein tuvo lugar un helado día de febrero. Durante semanas había hecho tanto frío que la Fuente de Neptuno en la Plaza del Mercado se había congelado, pero ahora las temperaturas habían descendido hasta tal punto que hasta en el parque el río Ilm estaba cubierto por una capa de hielo de un dedo de grosor. El último invierno de la guerra había causado estragos, el carbón se había acabado hacía tiempo y la leña también escaseaba tanto que la gente había comenzado a talar árboles en el bosque de Webicht y en el barrio de Tiefurt. También en la casa de la Parkstrasse donde habitaban los Eisenstein desde 1912 se había acabado el combustible por lo que entre aquellos antiguos muros reinaba un frío glacial. Tanto frío hacía que María, la nodriza, ya tenía preparadas cinco mantas de lana, dos para el niño, tres para la madre.

A la madre de Josef, Fanny, Mendel de soltera, casi le alegró en igual medida el recién llegado como el saber concluido por fin aquel calvario, el cautiverio babilónico, como denominaba medio en broma a su embarazo. Pues cautiva se sintió desde el mismo instante en que se enteró del estado en que se encontraba; cautiva de un no nacido aún que comenzaba su vida poniendo fin a la suya. La suya que recién apenas había comenzado. Pues Fanny seguía siendo aún joven. Y antes de la guerra, a los dieciséis años, había alcanzado éxitos considerables en las tablas, razón por la cual ahora tenía la esperanza, más aún, esperaba que tras la finalización del conflicto su carrera prosiguiera sin dificultades, sí, y que se elevara incluso hasta más altas esferas. Ahora que ya hasta los más tercos nacionalistas veían llegar la derrota del Reich a mediados del verano, ahora que pronto habría paz, que las cosas volverían a la normalidad y la gente volvería a acudir en masa a los teatros, ávida de entretenimiento y diversión después de todos aquellos años de privaciones, ahora Fanny podría hacer realidad su sueño de niña y ascender como una nueva estrella al firmamento.

Cuál no habrá sido entonces su decepción, más allá de toda su alegría de madre, cuando le anunciaron la buena nueva. Es que aquel molesto estado, aquel ser vivo que anunciaba su derecho a existir en mal momento, aquel ser humano amenazaba con aniquilar sus sueños. El ser madre, sospechaba ella, no sólo le quitaría flexibilidad ante ofertas de grandes salas, sino que también haría que fuera menos deseada apenas el público ya no la viera más como una joven virgen amazona sino como la matrona que era. Y ni hablar de las inclemencias a las que el embarazo sometía a su cuerpo. De ahora en adelante tendría que actuar con corsé, poniendo así fin a su juvenil destreza, debería levantar sus caídos pechos y tapar las arrugas de su escote.

Lejos de entregarse en sus pensamientos a la idea de poner prematuro término a su embarazo, sí se descubrió aquí y allá abrigando el mudo deseo de que el niño sufriera alguna minusvalía o no fuera apto para afrontar la vida, con lo cual por sí solo habría de ponerse fin a todo menester. El ser humano, solía decir ella citando a Humboldt, debe desear lo bueno y lo grande, del resto se encarga el destino.

Pero en los momentos que pasaba en el salón de lectura sin hacer nada e incapaz de cualquier ocupación útil ella también recordaba que desde el primer día, una sofocante jornada de julio del año 1914, la boda con el doctor Samuel Josef Cahn Eisenstein había significado que ella habría de dar a luz hijos. Si se limitaba a uno solo, aquello sería verdaderamente una buena fortuna. Debía lograr entonces que su esposo no tuviera en mal momento la oportunidad de hacerle otro. Quizás así, pese a la maternidad y su arruinada figura, le sería concedido poder proseguir con su carrera.

No era que ella no amara a su esposo, pero lo amaba por su dinero. Y todas las posibilidades que le había abierto la boda con el adinerado y famoso profesor, desde el día del anuncio de la buena nueva hasta el del parto, Fanny las había ido viendo desvanecerse rápidamente. Como fuera: cuando finalmente en la mañana del 6 de febrero hubo llegado el momento, Fanny Eisenstein se alegró al ver a su primer –y como habría de saberse más tarde– único hijo. Después de haber tocado el pequeño cuerpo y comprobar que estaba frío, frío como el de un niño nacido muerto, y que de la proximidad a él no había de esperarse ningún calor, una breve mirada fue todo lo que, agotada por el gran esfuerzo del parto y por el frío cortante en la casa, pudo dedicarle aquel día a su hijo. Se alegró, pues, y le entregó aquella cosita menuda que lloraba a la nodriza, quien lo lavó, lo secó, lo envolvió en las mantas de lana y lo llevó al cuarto contiguo. Allí, en una habitación demasiado grande, casi como un salón, colocó María al bebé en su cunita donde en algún momento finalmente se calmó.

Fanny, a quien del otro lado de la doble puerta cerrada no le llegó nada del llanto de su hijo, moría de impaciencia por mostrarle el pequeño Josef a su esposo apenas este estuviera de regreso en la ciudad. Hasta llegado ese momento sentía que era su obligación cuidar de su belleza y salud, se envolvió en tres mantas y se durmió.

Para ese momento el padre de Josef Eisenstein daba un gran rodeo a la ciudad y contaba cáscaras de papas en el bolsillo de su abrigo. Estaba regresando de Jena donde acababa de anunciar su programa de clases para el semestre de verano, había llegado a la estación con el tren del mediodía y ahora, en lugar de, como lo hacía habitualmente, seguir derecho por la avenida Carl August y por la Wielandstrasse y la Schillerstrasse, tenía que buscar un camino evitando el centro para llegar a la mansión donde su familia residía desde hacía generaciones. Es que Samuel Josef Cahn Eisenstein, doctor en Filología por la Alma Mater Jenensis, pertenecía a una familia cuyas raíces en Weimar se remontaban hasta 1770, hasta el día en que Anna Amalia había nombrado Judío de la Corte del principado a un comerciante de Schwanfeld. Él era descendiente de un primo del Gran Duque Comisario y Banquero que había provisto de plata a la Corte. Su abuelo, así se decía, de niño había llegado a servir de sostén al viejo Goethe en su última caminata por la montaña del Kickelhahn, y su padre, allí mismo, en el año 1774, había ayudado a reconstruir la casita de Goethe que se había quemado en un incendio un par de años antes. Samuel personalmente no se había visto atraído por los negocios bancarios de la familia. Al momento de la concepción de su hijo era, con treinta y nueve años, un científico reputado entre los especialistas y que también gozaba de alta estima en el exterior, docente de Lingüística General y Comparada, coautor del Diccionario etimológico indoario, una obra que formaba parte de la bibliografía básica de la aún joven rama de la Lingüística Histórica. Pero su fama se extendía mucho más allá de los límites de su ciudad natal no sólo por su actividad científica: el haber servido como oficial le había deparado, entre otras condecoraciones, en el año 1916 la Cruz de Guerra Wilhelm Ernst, su actividad como concejal de la ciudad de Weimar le había asegurado un lugar en el parlamento del Estado federado, y no sólo eso. Desde el último noviembre, con cartas a Berlín y en charlas personales, también se había empeñado y con éxito en ser candidato para la Asamblea Nacional, y había calculado que no tenía las peores chances. Cuando en enero la elección de la sede de las sesiones recayó en su ciudad natal, no cabía en sí de gozo; cinco días más tarde, empero, cuando se distribuyeron las bancas, resultó que los votos de su partido no habían alcanzado por muy poco para que él pudiera ocupar una.

Durante dos semanas el Dr. Eisenstein estuvo reñido con él y con el mundo, habló de complot e intrigas. En la mañana a la que nos referimos aquí, empero, decidió no otorgarle al asunto más importancia de la que merecía. Si esa república creía poder renunciar a hombres como él, entonces era de prever que no fuera a durar mucho. Él, por su parte, volvería a dedicarse a la ciencia y a cultivar su vida social. Ya en marzo pudo volver a sacar a la luz sus antiguos manuscritos, pues para preparar materiales completamente nuevos para sus clases había regresado demasiado tarde de Francia. Ahora finalmente podría comenzar también con ese proyecto que abrigaba, desde hacía tanto tiempo, de redactar una nueva y decisiva Historia de la lengua alemana.

Molesto le resultaba, por lo demás, todo el caos que provocaban ahora en Weimar y que ese día lo obligaba a emprender un más largo camino a casa. Policía en cada esquina, los representantes de la prensa venidos de la capital y luego el ejército gris de los diputados. Sacudiendo la cabeza pasó por delante de las vallas que se veían bordeadas de honorables ciudadanos de cuellos alzados y un par de tontos de la academia con blusas constructivistas, que cerraban el paso a la plaza del Teatro Nacional donde un total de doce guardias de mascarilla custodiaban las escalinatas, y entró en el Schützen, un local que desde que el hombre tenía memoria servía bebidas a los cocheros de la Plaza del Teatro. Allí bebió una taza de té y le encargó a un muchacho que le llevara a la Parkstrasse la leña que habían acordado allí mismo unos días antes. El muchacho, un rubio flacucho de como máximo doce años, no era el más saludable, como pronto pudo comprobar el Dr. Eisenstein. Tosía y jadeaba tanto que Eisenstein estuvo a punto de liberarlo de la carga, darle las cáscaras de papa acordadas y llevar él mismo el atado a su casa. El cargo de conciencia ya se le estaba haciendo casi insoportable cuando doblaron en la esquina del Frauentor y divisaron los estucos de la fachada de la casa familiar. El doctor le dijo al pobre y simple muchacho que dejara la carga delante del portal, él mismo la subiría.

Llegado a las habitaciones del primer piso, también Eisenstein sudaba ahora del esfuerzo al que su delgado y delicado cuerpo de sabio no estaba acostumbrado, y sudaba tanto que, contra todo sentido común, pensó que el muchacho lo había contagiado y que la enfermedad ya se había declarado: una incubación de cinco minutos, bromeó para sus adentros, ¡impresionante! Pero más allá de si su agotamiento era algo normal o no: ya con el riesgo de que aquel muchacho lo hubiera podido contagiar de tuberculosis, peste neumónica o de la misma influenza que media Weimar sufría desde hacía siete días, bastaba. Decidió entonces saludar a su esposa sólo desde lejos. Cuando la vio durmiendo en su cama, recordó su estado, pero María, que recibió la leña que había traído, le comunicó la buena nueva. Y así fue como también le hizo una visita a su hijo recién nacido, visita durante la cual se cuidó extremadamente de no tocar a la nodriza ni acercarse a menos de diez pasos al bebé, el que en el último rincón de la sala le pareció como una larva transformada en crisálida. Ya llegaría el momento en el que el bebé se convertiría en una mariposa, pensó. Luego se dirigió con gesto satisfecho a su estudio y se puso a trabajar.

Aquel día María fue entonces la única que tocó el necesitado cuerpo de Josef después de que este dejara el vientre de su madre. Y todo el tiempo en que la gripe asolara aquellas tierras habría de continuar siendo así.

Bajo la piel

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