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Oasis y flores

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Aleix recorre cada día la distancia que separa su casa, en el paseo de la Bonanova, de los Jesuitas. Un kilómetro que atraviesa manzanas de oro, balcones ampulosos y párquings en los que se concentran muchos millones de pesetas en válvulas y techos corredizos.

Lleva una sudadera de lana roja y unos pantalones tejanos agujereados, el pelo largo, los tirabuzones por todas partes y una camiseta comprada en una tienda de las Ramblas, con el rostro de John Lennon estampado en la parte de atrás. Estudia Letras Puras y cree en el amor puro, en la sangre limpia y en el odio duro.

Está rematadamente enamorado de Astrid y lleva medio año encaramado al mástil de la primera guitarra de su vida. Es una Admira española. Se la lleva cada día a la academia de la calle Muntaner donde ha empezado clases de guitarra. Luego llega a casa y se la cuelga en bandolera. Queda con Astrid y le muestra todo lo que sabe y le cuenta todo lo que quiere saber. A Astrid le fascina la cantidad de ideas que le bullen a su novio en la cabeza. En Sant Jordi, Aleix le regalará un cactus, le escribirá dos poemas y le dedicará una canción. A veces Astrid tiene melancolía de las rosas y de las convenciones. Otras no quiere colgar el teléfono. Aleix la llama cada tarde y hablan durante horas. La eternidad está en el auricular y se hace muy difícil colgarlo, asumir el final de ninguna conversación. Astrid lleva seis meses cenando con la oreja derecha incandescente. Aleix se desvive por distraerla, y a ella le impresiona la intensidad con que se esfuerza por salvarla del primer e insalvable agujero de su vida.

Astrid tiene catorce años y su padre está muy enfermo. Ni siquiera ha cumplido los cuarenta y cinco. Y no hay esperanza de que lo consiga. Aleix ignora la proximidad del desenlace, pero intuye la fatalidad y despliega los mecanismos de protección que desarrolló de pequeño.

Astrid ha sido una niña feliz. Sus abuelos están vivos, le gusta su colegio, estudia danza con Coco Comín y tiene una familia con muchos primos a los que adora. Sin embargo, la enfermedad de su padre es como una radiación en el pecho de un recién nacido. Algo abusivo e injusto. Pero el mundo es una boca grande que se te puede tragar en cualquier momento. Aleix lo sabe. La muerte ha sido uno de los motivos de su insomnio, una nube gigante en su cabeza de niño que la adolescencia parece haber disipado. Pero que no lo ha hecho. Para nada.

Es su segundo día en los Jesuitas y Aleix tiene clase de gimnasia. Su profesor se llama Ovidio, como el poeta. Ovidio tiene una hija que está muy buena. Se llama Thais, como la flor del oasis. La descendencia de la gimnasia jesuítica se busca en la mitología griega. Es retorcido, aunque quizá sea la única manera de conectar la religión y el deporte. Las instalaciones del colegio son imperiales: hay una pista de atletismo que rodea un campo de fútbol de tierra, un segundo campo de fútbol, una pista de cemento en la que Aleix debutará como jugador de baloncesto en dos años y hasta un pabellón cubierto, un pabellón que parece haber sido construido con prisas en algún suburbio de Cracovia, que se parece más a una cámara de gas que a una instalación deportiva para menores.

Es el segundo día de clase y Aleix se enfrenta a la asignatura que más detesta después de Religión, Latín, Lengua Castellana y Lengua Catalana. Pero está exultante.

Después del sueño del Leber, el regreso a la educación católica ha desprovisto de romanticismo la experiencia académica. En el Leber aprender fue un estímulo. En el San Ignacio será, más bien, un castigo. Claro que la adolescencia es un estado de ánimo efímero y mutante. Y cuando te sientes bien, no hay nada que te afecte. Eres el puto amo.

Aleix lleva dos días de clase. No confía en las asignaturas ni en los pasillos ni en la distancia retórica del profesorado. Sin embargo, está alucinado con la pintoresca variedad de sus compañeros. Es la primera vez en su vida que está rodeado de chavales que han crecido en entresuelos de extrarradio, en el polo opuesto a su torre de marfil, en la Bonanova. El reverso le entusiasma. El San Ignacio, de hecho, es un colegio de pijos. Pero todos están en BUP. CES es un híbrido entre FP y BUP, aunque parece, más bien, un reformatorio para adolescencias que apuntan a la delincuencia y la perdición.

Hubo un tiempo en que el vestuario podría haber sido blanco. En este momento es un lugar iluminado por un fluorescente estropeado donde se concentran las peores emanaciones del sudor adolescente. Aleix lleva puestas las Nike John McEnroe. A su lado, un chaval vagamente encorvado, muy dicharachero, que lleva el brazo izquierdo escayolado y el pelo peinado a lo Michael Douglas en Wall Street, desenfunda sus zapatillas violetas. Son una imitación desafortunada de una marca catalana que se llama Munich. Aleix no lo puede resistir.

—Ya ves. Qué guapas las bambas —le dice.

—Vaya, mira el pijomierda con sus Nike.

—¿Cómo que pijomierda?

Aleix le encara y el pequeño Michael alza el brazo escayolado como para decirle «déjame en paz». Sin embargo, calcula mal la distancia y le propina un escayolazo en todo el careto. Aleix se lleva las manos a la cara. Se ha llevado un galleto de puta madre. El pequeño Douglas está fascinado. Nunca antes había noqueado a nadie que fuera más alto que él y es muy probable que no vuelva a hacerlo en toda su vida.

Aleix exagera su reacción y abre los dedos de la mano sutilmente. Lo justo para continuar con el drama de la contusión y observar de extranjis a su oponente. Al verlo flipado, con las manos en la cabeza y los hombros encogidos y repitiendo «Pfuá, pfuá» con la elocuencia de un italiano, el jovencito Douglas deja de parecerle el jovencito Douglas. Ahora ve a un cruce entre Joe Pesci y Risitas, que es un perro al que también se conoce como Patán. Es un dibujo animado de los creadores de Los Picapiedra. Aleix sabe quién es Joe Pesci, un italoamericano al que Scorsese no para de escribirle personajes memorables, y también que el jovencito Douglas sabe de cine. Ayer, durante su primer día de clase, observó cómo sobresalía un ejemplar de la revista Dirigido por de su mochila.

Y, obviamente, se lo dice.

—¡Eres un cruce entre Joe Pesci y Risitas!

Y entonces se quita las manos de la cara y observa la cara de póquer de su nuevo amigo y se parte la caja. Ayer estuvo a punto de llover y Aleix le escuchó decir «Joé, tron, va a caer la de san puto es Cristo».

El pequeño Douglas se llama Israel, que es nombre de industrial vasco y de delincuente de Sant Feliu. De algún modo poético e improbable, en Israel coinciden ambos. El industrial y el delincuente. Michael Douglas y Woody Guthrie. Mario Conde y Bob Dylan.

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