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11 de septiembre de 1989

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Los cuatro teléfonos inalámbricos de la Bonanova suenan a destiempo. Es una noche de chanclas y aftersun, y Adriana contesta al tercer tono y le sala una burbuja de la boca tan larga como el desconsuelo de la orfandad.

—¿Diga?

—Hola. ¿Está Aleix?

—Creo que sí, ¿de parte?

—Soy Hache.

—¡Qué tal, Hache! Voy a mirar arriba y te lo digo —dice Adriana. Y desaparece. Al poco rato se pone Aleix.

—¿Hache? ¿Qué tal tío? ¿Cómo te ha ido el verano?

—Bien. Bueno. Se murió mi padre el otro día.

—¿Le mataste tú, o qué?

—Te lo digo en serio, Aleix.

—Venga ya. No me jodas, Hache.

—Salió una necrológica en La Vanguardia. El 30 de agosto. Murió el 29. Míralo.

—Vale, vale. Pásate por casa esta noche, enano.

—No estoy en Barcelona. Estoy en Salou. En una cabina.

Y, de pronto, se corta la línea.

Aleix nunca se perdonará no haber estado a la altura. Es su peor pesadilla, algo que intuye desde que es pequeño: la vida puede volverse atroz en un segundo. Y la única forma de combatirla es estar acompañado. Hache es su mejor amigo y no ha sabido estar a su lado en el peor momento. Aleix se queda muy tocado. A partir de hoy, no solo redoblará sus esfuerzos por proteger a Hache y a Astrid, cuyo padre agoniza, sino que decide convertir su vida en un desafío contra la muerte y contra la soledad. Ni estará solo ni dejará solos a los demás. Su sentido de la pertenencia se vuelve integrista como la adolescencia y combatirá con violencia a todo el que amenace su esfera de seguridad. Las charlas de su padre y las sucesivas muertes de los padres de su amigo y de su novia apuntalan el romanticismo de su arquitectura emocional.

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