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Soledades e inodoros
ОглавлениеBegoña Prat se acuerda del día que se hizo adolescente. Es más, se acuerda del minuto, casi hasta del segundo, si no de la centésima. Era una mañana triste de noviembre y estaba encerrada en el lavabo de su nuevo colegio. Tenía catorce años y sus grandes ojos azules estaban resquebrajados por el miedo y la novedad.
Begoña fue una niña de barrio hasta que sus padres le metieron un escuadrón a la economía y besaron las redes de la pasta. Entonces pasó de vivir en Sant Andreu a hacerlo en San Gervasio. Del extrarradio al sobreático de Barcelona, de las verdulerías y los viejos con boina a las pastelerías de lujo y las viejas enjoyadas.
El primer trauma es el nacimiento. Pinchar la burbuja. Sangrar y sollozar. Luego todo son besos y caricias. Hasta el día en que se derrumban los escenarios de tu infancia. Entonces arranca el ansia. Begoña cambió de barrio y de escuela en cuestión de días. Pasó de estudiar en una montaña modesta a hacerlo en la cumbre de la burguesía. Su primer colegio tenía nombre de poema catalán y estaba levantado frente al Cottolengo del Padre Alegre, un centro de acogida para leprosos y arruinados en el barrio del Carmelo. Se llamaba Virolai. El segundo, el San Ignacio, tenía nombre de onomástica sospechosa y se levantaba frente a las mansiones de los millonarios coloniales.
No es de extrañar, pues, que el día que Begoña cambió de montaña y se metió en la catedral de ladrillo rojo de los Jesuitas, sintiera frío. Y miedo. Gracias a Dios, lo mismo a San Ignacio, durante su cautiverio iba a aprender que en el Infierno también hay ángeles. Y que incluso, a menudo, los ángeles son también primos hermanos de Satán.
Aleix está sentado en una barandilla del patio con los cojones apuntando al vacío y la sonrisa cercana a la eternidad. Es un 11 de noviembre y el día está borroso. Una niebla fina ha engullido el Tibidabo, su falda verde y las crestas de sus mansiones, que se levantan por detrás de su cabeza. Frente a él, algo más allá de sus huevos, queda la pista de atletismo del colegio, un trazado en forma de U que envuelve un campo de fútbol de tierra. A veces se queda mirando a los niños-atleta. Los llama «escuálidos superdotados», que es la combinación de palabras que más le llena la boca. Le encantan las palabras que lo hacen, las que se le salen por las comisuras al pronunciarlas. Es simple y pura lujuria pronunciacional. «Frambuesa» es su favorita. Pero no se la ha inventado él. Lo de «escuálidos superdotados», en cambio, es de cosecha propia. Son niños largos y delgados que corren sin descanso. Completan el recorrido ovalado de la pista, sus trescientos metros, y repiten el trazado una y otra vez. Es una mañana al borde de la invisibilidad y los escuálidos superdotados se sumergen en la pista y desaparecen. Y al cabo del rato sus cabezas afluyen unos metros más allá.
—¿Lo ves, Israel? Los escuálidos superdotados son los auténticos héroes de la resistencia. Mientras tú vas al cine y yo toco la guitarra, ellos dan vueltas a la pista. Y luego nos vamos a comer algo y ellos siguen dando vueltas. Y volvemos por la tarde y hacemos campana y alguien ha cruzado la línea de meta otra vez. Llegan al final y vuelven al principio. No se detienen. Como el tiempo. Como la galaxia —dice Aleix.
El pasado es un reloj de cuerda que funciona raro, a veces más alimentado por la fantasía que por la auténtica cronología de lo que sucedió. Sin embargo, Israel conserva intactas las palabras de aquella mañana de noviembre: la referencia a los «escuálidos superdotados».
Y lo más curioso del caso es que no es el único. Otros implicados en la misma encrucijada del tiempo y del espacio evocan milimétricamente aquel día. ¿Sería la niebla? ¿La posición de los planetas?
La vida es una sucesión infinita de frases a bocajarro, de imprecisiones y de emulaciones, de ademanes y de mentiras, de suposiciones y cálculos erráticos. El caso es que lo que uno dice no siempre es lo que uno piensa. Es más bien lo que uno «puede» o «alcanza» a decir. A menudo ignoramos las palabras exactas, olvidamos los sintagmas, adjetivamos al revés o insinuamos que el circunstancial de lugar tiene un peso que, en realidad, queríamos otorgar al circunstancial de tiempo. Otras veces, sin embargo, de un modo casi milagroso, inexplicable, días que sucedieron sin muertes ni bodas, sin bautizos ni colisiones, sin hechos sustanciales ni episodios memorables, quedan registrados meridianamente en la memoria de distintos individuos como frases exactas, como palabras certeras.
El 11 de noviembre de 1988 el sol estaba más bajo; la vergüenza, más disminuida. Begoña se sintió protegida por la niebla y por un compañero de clase que, poco antes del patio, le sonrió y le preguntó si vivía cerca de la calle Aribau. «Yo también. Creo que te he visto por el barrio. Me llamo Nacho, ¿y tú?»
No hay nada como el reconocimiento para empezar a existir. Hasta ese día, se había pasado todos los descansos matutinos encerrada en el lavabo de chicas. Eludía su reflejo y se encerraba siempre en el cubículo que quedaba más cerca de los ventanales. Así podía escuchar las voces del patio, el eco de otros niños que corrían y se perseguían. De otros adolescentes que fumaban y conspiraban.
Begoña rompió la cáscara del váter apenas unos meses antes de que cayera un muro más viejo y más diabólico, el de Berlín. Y solo tres días antes de que un tal George Bush reconquistara el poder republicano en los Estados Unidos.
Se armó de valor, se parapetó en la niebla y salió al exterior. Se sentiría como un astronauta al pisar la Luna. Caminó sin rumbo, rodeó la pista de tierra y se cruzó con las piernas largas y constantes de los escuálidos superdotados. Subió la cuesta que daba a la piscina cubierta y sintió la proximidad del cloro y quizá se mareara. Aunque quizá la piscina solo existiera en su imaginación. La niebla cubría la montaña, parecía desplegarse sobre la cumbre de Barcelona como un gas lacrimógeno. Después de su autoinfligida cuarentena, estar flanqueada por tantos niños la abrumó. Respiró hondo, decidió salir al encuentro de la invisibilidad y, entonces, sucedió.
Aleix estaba sentado en la barandilla.
«Brillaba. Como si alguien hubiese tendido un hilo que venía del cielo. Tenía un aura inexplicable. Era un ángel. Me quedé perturbada. Me enamoré platónica e inmediatamente, aunque nunca pensé que fuéramos a cruzar nunca una palabra», confiesa Begoña.