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Escotes o visados

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La experiencia de Cerdanyola ha unido al grupo. Los Impresentables ensayan los sábados en el Vallés y estudian de lunes a viernes en Sarrià.

Aleix se lleva especialmente bien con Dani e Israel.

Es otra semana que agoniza bajo los crucifijos, otro viernes que se suicida lento en el triste reloj de pared, y suena el timbre y estallan las hormonas. Quedan cuarenta y ocho horas de libertad por delante e Israel, Héctor Sin y Dani Baraldés se reúnen religiosamente en el pasillo para consumar el ritual de los viernes a las dos y media.

—Aleics, tron, vente, que la vas a flipar —le dice Israel.

Las cuatro adolescencias se concentran en la entrada principal del colegio, en la calle Carrasco i Formiguera. Todo el que quiera entrar o salir de la catedral de ladrillo tiene que pasar por aquí. El objetivo principal son los alumnos de BUP y COU y los cerebros universitarios que han entrado en el Institut Químic de Sarrià (IQS) para cursar estudios superiores. Aleix está excitado. Sabe que van a liarla, pero ignora lo que van a hacer.

—Mira, tron. Se trata de entrarle a las pijas y pedirles algo de suelto. Pa gasolina. O pa pillar el bus. Lo que te salga de la punta del nabo. La cuestión es sacarles unas perras pa bajarnos luego unas birrillas —le cuenta Israel.

—Pero si ya sabes que no bebo… ¿Tanta tontería para esta mier-da? —dice Aleix, y pone esa cara de Gioconda, de misterio en los hoyuelos, una expresión indescifrable que puede ser, alternativamente, el preámbulo de un galleto o de una carcajada. Y acto seguido se da media vuelta, chuta una lata arrojada en el suelo, simula irse, rectifica e intercepta a una rubia que tiene los dientes prominentes y un escote como el Halcón Milenario. Una rubia tetuda que estudia COU y es hija de un tiburón que fabrica betún para zapatos y nieta de un fascista que fabricaba el betún con comunistas. Y Aleix la observa, se le acerca un poco, mira a un lado, mira al otro, le mira las tetas y le dice algo. Y entonces ella sonríe, se encoge de hombros, se pone roja, se sopesa la melena, se cubre la boca con la mano, escruta el bolso, pesca el monedero, lo abre como si fuera su sonrisa y saca un billete de mil pesetas y un bolígrafo, apunta su número de teléfono y se lo encaja a Aleix en el bolsillo del culo. Despliega la coreografía calculada del derrame, como si todo esto, el colegio, la vida, el escote y la altura del marciano, no fuese real. Como si la anécdota estuviese filmada o el escritor comprado, o la realidad hubiera sido alterada.

«¡Le sacó mil pavos! A la primera. Así que te puedes imaginar el filón. Aleix tenía, entre otros talentos, el de puto recaudador, tronco. Todas las pijas le daban un pastón. Era increíble», recuerda Israel.

Aleix detesta la ebriedad, pero su mano izquierda para los escotes y los monederos de la realeza jesuítica costeará las tajas de Héctor Sin y de sus dos Impresentables favoritos hasta el final de CES.

No se sabe muy bien de dónde le viene el rechazo a la ebriedad. Adriana cuenta que Alfonso les contó de pequeños las miserias de las adicciones, la inconveniencia de las sustancias.

«Cuando éramos pequeños, el coche era el escenario de las grandes conversaciones. Ya fuera yendo al Frederic Mistral o a Cerda-nyola, a casa de los abuelos. Tan pronto nos explicaba las virtudes de los griegos, la importancia de la universidad o lo desaconsejable de tomar drogas. El discurso antidrogas funcionó, especialmente con Aleix», dice Adriana. El coche fue el lugar en que muchos niños de los ochenta padecieron largos monólogos de sus progenitores, monólogos angustiantes porque la única forma de escapar era abrir la ventana y saltar en marcha.

Alfonso les dará algunas charlas sustanciales que no impedirán que todos sus hijos, excepto Aleix, caigan en algún momento anterior a la mayoría de edad en la tentación del canuto o de la cerveza. Aleix, sin embargo, no solo no quiere saber nada del alcohol ni de las drogas, sino que algunas veces se disgusta y se entristece cuando sus amigos las consumen. Alecciona a sus hermanos sobre los peligros de la drogadicción y le escribirá una carta a Adriana, el día en que se entere de que su hermana se ha comido el primer ácido de su vida.

Aleix acompaña casi todos los viernes a Dani e Israel hasta el bar de la plaza de Sarrià, donde ellos beben cerveza y juegan al futbolín. Hoy se han venido Héctor y Sagar. Aleix pasa de jugar, se pide un Trina, sale al quiosco y se pilla un Rockdelux, cuatro Kojaks y un Sidral, y chupa azúcar y devora artículos mientras sus colegas beben y resbalan y se meten collejas y mean como cavernícolas. La tarde se desliza entre eructos y ojos como burbujitas. Héctor Sin se carga la cabeza de un delantero del Espanyol con la espuela de su bota izquierda. Tiene una elasticidad tan insultante como su juventud. Dani resbala y se pega un talegazo que le libra de la mitad de uno de sus palatales frontales. Rescata los añicos entre carcajadas y simula haber perdido la dentadura completa. Es una escena de delirio chuzo que excluye a las bebidas de naranja sin gas. Así que Aleix se incorpora, les mira con cara de resignación y les dice que se larga a casa a tocar la guitarra.

—Joé, tron, pero si falta lo mejor. No me seas aguafiestas —ex-clama Israel.

Y entonces Israel conoce el huracán ciclotímico. Aleix le encara con una seriedad desconocida, le agarra por el cuello y le amenaza.

—No intentes convencerme porque entonces voy a abrir la boca y te voy a hacer llorar, ¿lo pillas? —explota Aleix, y le suelta esa mirada polar que conecta con el hielo y te corta la respiración. Es una mirada que el tiempo alimentará, que se afilará cerca de las desgracias y de los desfiladeros del crecimiento y que dejará a un montón de víctimas con los ojos rojos y el corazón acelerado, en la desenfrenada cuneta de los noventa.

Israel, de momento, se libra de la estocada.

Aleix se larga y Héctor dice que él también. Héctor le dice a Aleix que si quiere le lleva de paquete en su Rieju trucada. Aleix accede y Dani e Israel se quedan empuñando delanteras decapitadas y fumando Ducados.

Israel lleva el catálogo del colegio en la mochila. Hoy lo han repartido entre todos los alumnos. Es un listín en el que aparecen los teléfonos, las direcciones y los nombres de los padres de todos los estudiantes del San Ignacio. De EGB, BUP, COU, CES y FP. Está ordenado alfabéticamente y resulta de lo más útil después de tres medianas. Entonces basta con pedir algo de suelto, meterse en una cabina telefónica e irrumpir en hogares sobrios como crapulines torcidos.

Llaman a una alumna que se apellida Van Campen y se ofrecen a su padre como jardineros.

—¿Señor Van Campen?

—Yo mismo.

—Le llamamos de los jardines Jesuitas. Sabemos que tiene un precioso tulipán pelirrojo.

—¿Perdón?

—No se preocupe, que nosotros le comeremos la flor del potorro a la Mónica a cucharadas —dice Israel, y cuelga antes de que le alcance el improperio del viejo.

Están borrachos y son vírgenes, tienen quince años, la edad de la eternidad suramericana, y se abrazan como cabezones vascos o como enanos catalanes, e Israel le cuenta a Dani lo mucho que le quiere y luego se tira un pedo y eructa, y le confiesa que se quiere follar a la profesora de Inglés, que quiere tocar la armónica en conciertos globales y que tienen que ir a por Aleix y hacer las paces: a falta de sexo, el único orgasmo será el pacifismo.

Y veinte minutos después, aparecen en el paseo de la Bonanova. Son las siete de la tarde de otro viernes sinuoso. La portera les deja pasar y Dani e Israel avanzan la recta que les separa de la torre de los Vergés como si fuera una espiral. Aleix está en su habitación con la guitarra colgada y le lleva dos segundos percibir el estrépito que llega de más allá de la ventana. Se incorpora, distingue a sus dos Impresentables en la cumbre de su desfachatez, se asoma y les dice que se acerquen y que aguarden un segundo. Y mientras Dani e Israel lo intentan, mientras juntan sus piernas y ejecutan sus pasos, Aleix sale escopeteado rumbo a la cocina, rellena de agua el cubo de la fregona, le mete lejía suficiente como para teñir a una manada de elefantes, sube a la habitación, se asoma de nuevo y derrama la cascada en el centro exacto de sus cráneos.

—¡Me cago en el pantocrátor y en la Virgen puta! —exclama Israel.

Dani se retuerce de la risa, se cae al suelo y se sigue descojonando. Están tan borrachos que ni siquiera notan el escozor de la lejía. Y mientras se revuelven en el suelo y reconstruyen la historia de la Virgen a la luz de la prostitución, Aleix irrumpe con un segundo cubo, esta vez rellenado exclusivamente de agua, y lo vacía de nuevo.

Un minuto más tarde, Chisca se asoma por la ventana del segundo piso y distingue las coronillas oxigenadas de Dani e Israel, y ve cómo Aleix les ofrece sendas toallas y lidera su destierro hacia un lugar mejor, acaso otro que no esté en el umbral de la consulta del ginecólogo que le parió. Son las siete de la tarde y Alfonso trabaja hasta las ocho, y una de sus clientas más populares, una actriz que ha trabajado con Almodóvar —una mujer que se llamaba Pepe cuando era menor y que se apellida Andersen ahora que se ha hecho mujer— irrumpe en mitad del pasaje justo cuando Israel decide liberar la erupción más ácida y fluorescente de la historia de sus vomitadas. Y mientras la lava verde afluye, la actriz ejecuta un movimiento digno de la Pávlova y elude el frenesí de un chorro que podría haberla dejado ciega.

Es la tarde más vibrante de su puta historia, la cumbre del rock & roll y de la adolescencia, y Aleix se siente tan embriagado como Dani e Israel, e Israel le dice a Aleix que ha venido hasta su puerta para confesarle lo mucho que le quiere y para proponerle un plan que les sobrevivirá. Y entonces hunde sus manos en su bolsa y saca un espray, y Aleix le mira con escepticismo y Dani hace ademán de usarlo como si fuera laca para el pelo. Israel le disuade y le cuenta que lo ha mangado para hacer «un grafitis». Hay que salir en busca de una pared, la que más les mole, y escribir el nombre de la banda.

—En serio, troncos, que hoy en día el grafitis es la mejor publicidad. Vosotros pensad que por cada pintada, fijo que hay doscientas treinta personas que se quedan con el nombre —dice Israel con la convicción cirrótica. Se comporta como un auténtico agente musical.

—Venga ya, Israel, por cada grafiti lo que te cae es una multa de cinco mil pelas —dice Aleix.

—Me cago en la de Dios es Cristo, tronco. ¡No me seas aguafiestas, pijomierda!

Se intercambian collejas, salen del pasaje y suben excitados por la Bonanova y la atraviesan entera con las cabezas estampadas como tapizado de leopardo. Dani tiene la dentadura retocada y la coronilla blanca. Si su madre no morirá en unas horas, cuando su hijo irrumpa en el umbral de su casa, será porque viene de una familia de corazones robustos. Cruzan en rojo, avanzan rubio platinos y llegan a Mayor de Sarrià y suben la calle. A los cinco metros descubren «la pared». Es una pared que está junto a una tienda de fotocopias y encuadernación a la que va medio colegio.

Israel lo ve claro: es el lugar adecuado. Comoquiera que tienen un grupo cuyo nombre suma cinco sílabas, deciden repartir democráticamente la redacción. Arranca Israel, le sigue Dani y luego viene Aleix. Es un viernes a las ocho de la tarde en la avenida más grande de Sarrià y el vandalismo se vuelve invisible. Aleix remata la última E con una filigrana caligráfica que Gutenberg hubiese sido incapaz de reproducir. Y entonces sucede. Los tres Impresentables se separan un poco de la pared para tomar perspectiva y leer la gloria de su nombre y descubren la belleza errática del alcohol, la juventud y la lejía: «IM PREN TA BLES». Quedará grabado para siempre en la memoria de la impresión callejera.

Sideral

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