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Con Héctor, sin Héctor

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La profesora de Lengua Castellana se llama María Bilbao y nunca sonríe. Se encarama a la tarima y saluda a la clase como una emperatriz puteada. Cada viernes por la mañana irrumpe en el aula del grupo F de primero de CES y recita los apellidos y los nombres de sus alumnos religiosamente

—Ruiz, Israel.

—Presente.

—Santomá, Eduardo.

—Presente.

—Sin, Héctor.

—Con Héctor mola más, contesta Héctor Sin.

Y estalla una carcajada general.

Aleix levanta la cabeza en busca del héroe de la mañana y le descubre dos filas por detrás. No le había visto antes. La adolescencia de Héctor Sin está mucho más desarrollada que la de la mayoría y es extremadamente musculosa. Lleva un chupa de cuero y unos pantalones arrapados que transparentan la corpulencia de sus muslos. Tiene el pelo crepado y sendas derrapadas en las sienes que serían entradas en cualquier otro lugar del universo. Pero se supone que tiene quince años. Y a los quince años nadie tiene entradas. Héctor Sin es una especie de Travolta de barrio que ha abusado de la gomina y de las pesas. Se apalanca sobre la silla y la cabeza de una serpiente asoma por su estimable bíceps izquierdo.

—Israel, ¿quién coño es ese tío? —le pregunta Aleix a su nuevo amigo.

—Uno que se marca unos pulsos que no veas: te deja la muñeca como la cintura de una Barbie, tron —contesta Israel.

Aleix se parte cada vez que Israel abre la boca. Nunca había escuchado a nadie hablar en un argot tan prolífico y desternillante.

—¿Pulsos de fuerza, dices? ¿Pulsos de uno contra uno, mano contra mano?

—Sí, tronco. Pulsos de «ahí te pillo la muñeca y ahí te la doblo como si fuera una polla blanda, tronco».

Aleix se vuelve a partir la caja.

—Tú sí que eres la polla —dice.

Y entonces suena el timbre que anuncia el final de clase y el aula F de primero de CES —el mismo habitáculo señalado por fuera con un letrero que decía «Aula F» y en el que alguien, probablemente Héctor Sin, ha escrito una jota delante, o sea, «Jaula F»— se convierte en un gallinero de carpesanos que se cierran y de gomas elásticas que estrangulan apuntes en los que nadie ha escrito nada.

Aleix se pregunta de dónde vienen los tatuajes de Héctor Sin. Y se pregunta algo más. Así que se incorpora y se dirige hacia su nuevo héroe. Tendrá que seducirle. No le queda otra.

Se planta frente al pupitre de Héctor, y Héctor le mira como si le volviera a subir el ácido que se metió ayer.

—¿Qué pasa? —pregunta Héctor.

—¿Echamos un pulso? —dice Aleix

Héctor le mira y sonríe.

—¿Estás seguro, nene? No vaya a ser que termines el día comiendo con pajita —le dice.

—¿Con pajita? La pajita me la voy a hacer más tarde. ¿Me lo echas o no?

—Pues claro que te lo echo, pringao.

Aleix y Héctor despejan la mesa e Israel distingue la proximidad del duelo y sale escopeteado de clase en busca de Dani Baraldés, uno de los dos cómplices que tiene entre los crucifijos y el mármol del suelo. Dani estudia cuatro jaulas más allá. El otro cómplice es Manolo, y Manolo ya está presente. Israel le grita a Aleix que no empiece hasta que haya vuelto, cosa que hace a los dos minutos. Se ha ido como una exhalación y su peinado ha padecido los estragos de la velocidad. Claro que si se trata de aerodinámica del peinado, su colega Dani Baraldés se lleva la palma. Dani tiene la cara alargada, los labios carnosos y un tupé que roza la bóveda católica del colegio. Lleva una cruzada de cuero y unas botas de cowboy con sendas espuelas, también una hebilla gigantesca en el cinturón, una especie de retrovisor plateado que evoca un pretérito en el que Elvis reinaba y las caderas funcionaban; un pedazo de hebilla que refleja el pupitre repentinamente convertido en cuadrilátero en el que Héctor Sin y Aleix Vergés se disponen a echar el pulso de su vida.

Es una mañana de diciembre en lo alto de Barcelona, aunque podría ser cualquier noche de marzo sobre la lona infecta de la camorra napolitana, con dos gallos sarnosos, mucho serrín, tatuajes y billetes arrugados de un millón de liras por todas partes. Pero es una mañana soleada de octubre en los Jesuitas y los gallos son dos adolescentes envueltos por un montón de carpetas forradas con fotos de Anthrax y de Rick Astley; un montón de caras lampiñas en las que arde el deseo y brotan los granos y los pelos.

Héctor Sin podría tener veinticuatro años y la libertad condicional; Aleix Vergés no más de quince y demasiadas pulseras en la muñeca, un reloj calculadora demasiado aparatoso y un polo de una marca francesa que insulta a los padres de la revolución y a los abuelos de todos los niños que tiene a su alrededor. Dice «Marithé et Françoise Girbaud». O «Metelé al Franchuá Siusplá», como dice Israel.

Tocan las doce en punto en el campanario de los Jesuitas. Aleix invoca al agujero negro de su ombligo y Héctor conecta con Mike Tyson y con el coño de su prima. La tensión es un puente levadizo que se detiene en el centro: el pulso se queda clavado en su cumbre. Pasan los minutos y solo se oyen sonidos estreñidos. Los antebrazos se hinchan, las venas suplican y los gritos conquistan el cielo y el suelo y estrangulan el final de los ochenta. Y el joven pijo con aspecto de marciano aprieta la mandíbula, inclina su cuerpo hacia la eternidad y le dobla el escafoides a su adversario.

—¡Hostia puta! ¡Qué fuerte! ¡Se lo ha follado! —exclama Dani Baraldés. Israel pone cara de repartidor de periódicos en una de Scorsese y a Héctor Sin le sale una mueca de dolor a perpetuidad que se quedará congelada en la memoria de todos los espectadores.

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