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Noventas

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Es una mañana luminosa, la primera del 90, y las grúas surcan el cielo de una ciudad que todavía no tiene mascota oficial para sus juegos olímpicos. Sobran animalitos domésticos y bestias de entresuelo. Los andamios se yerguen de Este a Oeste y encubren las fachadas de la especulación. Las rondas han abierto en canal el área metropolitana: una surcará las faldas del Carmelo y del Tibidabo; la otra conectará la orilla del mar con Montjuich y el aeropuerto. A partir de ahora será más fácil entrar y escapar de Barcelona. El flujo de dióxido, cemento y dinero se multiplica tanto como el entusiasmo de la prensa. El despertar a la década es la constatación de un proyecto faraónico que está a la vuelta de la esquina y que está destinado a convertir estas nalgas provincianas en un culo bamboleante e internacional. Todavía faltan dos años y medio, y las dos montañas principales lucen estimables agujeros. En Montjuich hay un socavón obsceno. Podría ser la fosa común de toda Judaica, de todos los caídos en el Monte Judío al que apela su nombre. Pero es el futuro Palau Sant Jordi, un pabellón deportivo diseñado por Arata Isozaki, un arquitecto que se hizo adolescente justo cuando el cielo de su país emulaba la forma del champiñón. A su lado hay una estructura metálica y blanca diseñada por Santiago Calatrava. Aleix dice que le recuerda al perfil de John Travolta. A su silueta del sábado noche, con el brazo en alto y la cadera desplazada sensualmente hacia la izquierda. Se llamará Torre de las Comunicaciones. En la latitud opuesta, y a una altura más insultante, en la sierra de Collserola, justo por encima de la residencia de los Vergés, se apuntalan las bases de otro palo metálico de nombre casi idéntico: Torre de las Telecomunicaciones. Se elevará muy por encima de la Torre de las Comunicaciones. La firma Norman Foster, que es un inglés casado con una sexóloga. El preámbulo olímpico llenará la ciudad de falos, de arquitectos con proyectos cilíndricos que aspiran a fundirse con las nubes, a follarse al cielo. La auténtica puntilla la pondrá Jean Nouvel en unos años, cuando se invente una polla fluorescente para celebrar el artificio del Fórum de las Culturas, la auténtica olimpiada de la especulación, una suerte de Barcelona 92 desprovista de ingenuidad, espíritu y deporte: un negocio redondo como el anillo de Gollum. Pero todavía faltan diez años, tantos crepúsculos y todas las muertes.

El final de CES es un pinchazo en el costado. En BUP no hay delincuencia hormonal ni motos trucadas ni conciertos prohibidos. BUP es la senda universitaria y discurre por paisajes mucho más conservadores que CES, un plan de estudios diseñado para eludir los centros de reclusión de menores y estimular la Formación Profesional. Muchos de sus nuevos compañeros de clase visten camisas de rayas, calzan mocasines y juegan al pádel los miércoles por la tarde y los sábados por la mañana. El delegado de su clase, sin ir más lejos, es un tipo que se llama Carlos y está afiliado a las juventudes del Partido Popular. Israel dice que un día le meterán de hostias. Israel es lo único bueno del curso que comienza. Hasta que descubre que también está Esther, que es una jovencita turolense que quizá, si no abriera la boca, podría colar como hija de francés y vietnamita. Aleix había conocido a Esther en CES y se había enamorado de su voz, una voz que le recuerda a un muñeco televisivo muy dulce, y de su procedencia: Esther es de Ademuz, un pueblecito de Teruel. Aleix tiene muy claro que Teruel no existe y que Esther podría ser una descendiente directa de Pocahontas. Y la trata como tal, como a una criatura insuperable de ciencia ficción que le ayudará, y mucho, a superar su triste realidad académica. En unos meses, acaso nueve, Esther le propondrá a Aleix que salga una noche de fiesta con sus amigas del pueblo. Más que nada para probarle la existencia de Teruel, que es una provincia que no solo existe en su voz de teleñeco, sino también en la historia de un grupo de amigas que llevan casi todos los veranos de su vida veraneando en el margen de la existencia. Aleix acudirá a la cita y, entonces, conocerá a una amiga de Esther que se llama Eva y que le cambiará la vida.

Aleix ha regresado de Mallorca mucho más rubio. Israel se lo dice: «Joé, tron, pareces Marilyn», y Aleix amenaza con pegarle. Dice que no es teñido, sino manzanilla. Champú de manzanilla. Ahora ya mide el metro noventa y siete con el que morirá y la cabeza le brilla con una fuerza interplanetaria.

Los profesores de BUP son más inexpresivos y emplean palabras más largas y les hablan de usted, algo que solo le había sucedido con la perturbadora María Bilbao, una profesora que le intimidó y cuyo recuerdo le despierta ahora una profunda melancolía.

Dani Baraldés se ha puesto a trabajar en la pastelería de la familia de uno de los poetas más estimables de la literatura catalana: J. V. Foix. Dani es vecino y su padre conoce a la familia de toda la vida. Ha hecho desaparecer sus pasteles bajo sombreros de copa y ha alumbrado a conejos blancos entre su repostería. El padre de Dani se llama Albert y es mago. Y los Foix le adoran. Así que el día que les cuenta que su hijo quiere aprender el oficio, le ofrecen trabajo, y así termina la historia de los Impresentables.

El desconsuelo académico y la tristeza adolescente se suman al vacío musical y a los artículos inadecuados en las páginas de sucesos, la sección más ojeada de la historia de la prensa. Aleix ha leído en La Vanguardia que dos jóvenes de Móstoles se han escapado de casa. Los periódicos y los telediarios han difundido sendas fotografías desenfocadas de las dos adolescentes. Aleix observa sus retratos pixelados con entusiasmo. Se llaman Soraya y Sonia. Son dos forajidas. Dos niñas con cuatro ovarios como cuatro botafumeiros. Se imagina sus funestas iniciales bajo el sol de Marbella y siente unas ganas irresistibles de largarse. Sonia y Soraya se han tirado una semana entre Fuengirola y Estepona. Conocieron a dos alemanes que conducían un descapotable y han vivido del cuento y de los cuadrados. Pura geometría teutona.

Al final la policía las ha interceptado en Málaga. Aleix también quiere escapar. Así que diseña un plan de evasión urgente. Nada muy elaborado. Es más bien un préstamo: lo toma de Sonia y de Soraya. Solo que, en lugar de Málaga, elige Gijón. Está a trece horas en autobús, una distancia suficiente para despistar a la policía y dar esquinazo a los jesuitas. Llama al teléfono de información, 080, y le dicen que los autobuses a Asturias salen de la estación del Norte. Ida y vuelta a Gijón sale por cinco mil pesetas. Pilla diez mil del bolso de su madre, se va a la terminal, se compra dos billetes y llega tarde a clase.

Se lo cuenta a Israel, le dice que tiene dos billetes rumbo a la libertad, e Israel le mira con cara de preocupación. Aleix lleva muy mal el rechazo. Exige en los demás la incondicionalidad que él profesa. Está comprometido. A muerte. Que Israel no comparta su pulsión le parece insultante. Así que se enfadan por primera vez en su historia.

«Joé tron, cuando el Aleics se enfadaba, ríete tú de las mujeres y de la furia de los Dioses», dice Israel. Aleix está rebotado, se da media vuelta y chuta una silla, grita por dentro y simula por fuera. Y como casi siempre que se pone de morros con un colega, el gran bosque de champiñones de la vida le propone una seta alternativa. Es un robellón que lleva dos años observándole y que había perdido toda esperanza de conocerle.

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