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Primer concierto

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Dani es el líder natural: tiene un don para la guitarra, es el cantante y el impulsor. Aleix no se atreve todavía a cuestionar su autoridad y procura empaparse todo lo que puede de su talento. Le observa y le pregunta sin parar. Y luego llega a casa, se cuelga la guitarra y somete los acordes y los punteos a la prueba del insomnio y de la eternidad. Toca y toca hasta que se desploma sobre el colchón con la guitarra colgada y los dedos encallecidos.

La música es el reverso de su apatía académica. Cuando no toca, escucha, y cuando no escucha, lee o se pilla vídeos de conciertos en directo. Uno de sus proyectos más entrañables es convertir a Astrid en bajista. El fracaso no le disuadirá de seguir intentándolo. Al poco, se lo propondrá a Hache. Y más adelante, a Luis, siempre con resultados igual de estrepitosos. La única que de hecho superará los dos primeros ensayos es Adriana, su hermana. «La verdad es que siempre me hacía tocar líneas de bajo muy repetitivas, casi siempre pensadas para el lucimiento del guitarrista», recuerda Adriana.

Aleix lleva desde octubre escuchando rockabilly, que es la música favorita de su hermano Daniel. La coincidencia abrirá un desacostumbrado filón comunicativo: por una vez Daniel es el que controla y el que le cuenta la historia de un sonido a su hermano. Dani e Israel le descubrirán a Buddy Holly, Eddie Cochran y a Muddy Waters. A los Rolling Stones los ha conocido él solito. Su pasión por John Lennon, por las lupas redondas, los derechos humanos y las proclamas antinucleares convive ahora con la juventud lisérgica y peluda de Keith Richards, un macaco encaramado a un mástil satánico, por quien profesa auténtica devoción. Es posible que el proceso de canonización de Keith en su vida tenga que ver con el anuncio de que los Rolling se han vuelto a juntar y que preparan una gira mundial que recalará en Barcelona al año siguiente. Será el primer gran concierto de su vida.

Cerdanyola ha servido para carburar un repertorio de versiones impregnadas por la humedad y el olor a neumático del garaje. Los más grandes empezaron igual. Aleix consulta las biografías del rockabilly en la gran enciclopedia ilustrada que preside uno de los salones de su casa. Descubre que Eddie Cochran no cumplió los veintitrés. Que murió en un taxi a las afueras de Londres. Y que Gene Vincent casi la palma a su lado. Y se queda noqueado cuando descubre que Ritchie Valens y Buddy Holly murieron en la misma avioneta. La combinación de muerte y juventud le perturba y le fascina y sofríe el repertorio de su primera banda.

Es un 19 de marzo de 1989 y huele a hormonas con jazmín y a guitarras con adolescente, y los Impresentables afinan sus instrumentos a la sombra de un pino glorioso que crece en el colegio de La Salle Bonanova cuya sombra se proyecta como un pulpo tridimensional sobre la terraza posterior de los Vergés Tramullas.

Dani, Aleix, Israel, Xavi y Carles forman un pequeño círculo, entrelazan los brazos, sincronizan sus taquicardias e invocan al Dios del Excremento. La melé se disuelve al grito de «Mucha mierda». Es una estrategia diseñada por Israel, el orquestador de todos los rituales que acompañarán a la banda de exigua biografía. Un día como hoy, de hecho, descubrirán que los directos desatan la verborrea atómica de su mánager.

Es un sábado primaveral y ayer los Communards tocaron en el Palau d’Esports, e Israel dice que el cantante, Jimmy Somerville, cantó con el culo suturado. Cuenta que hace dos semanas tuvo que ir de urgencias a un hospital muy triste de Birmingham con un cuadro de «embotellamiento anal».

—Te lo prometo, tronco: ¡le metieron una Coca-Cola por detrás! —exclama.

Dani Baraldés le mira con una expresión tan petrificada como su tupé. Ha conseguido contenerlo con cuatro quilos de gomina y ahora parece el ala disecada de un bebé velociraptor. Dani tiene quince años y los huesos muy largos y muy finos, y una Telecaster que le cuelga de su pecho enclenque como un platillo volante.

—Una Coca-Cola por el culo… ¿En serio? —le pregunta. Yo pensaba que tenía esa voz porque le habían cortado los cojones.

—Joé, Dani, tron, qué bruto que eres. No sabes todo lo que puedes llegar a meterte por detrás si dilatas lo suficiente —dice el Irra.

—Sí. Es como un parto, pero al revés. Yo lo sé porque mi padre es ginecólogo —dice Aleix.

Miente como un bellaco, pero es muy convincente, así que nadie sospecha. Y añade:

—En realidad dicen que puedes meterte por detrás el doble de lo que puedes sacar por delante —sentencia.

La incontinencia de Israel disimula un pánico más silencioso y vertical, el de Aleix Vergés, que lleva dos noches consecutivas sin dormir y que ha estado muy cerca de encerrarse en su cuarto y no comparecer.

Ahora, sin embargo, la concurrencia se apretuja frente al quinteto y todos sienten un cosquilleo más beneficioso que satánico. Los Vergés Tramullas se mezclan entre el público. Nando Cruz, Luis, Astrid, Eric y Hache también se cuentan entre los presentes. Está todo listo para empezar. Los Impresentables encaran a su público. Y de pronto Israel se da media vuelta y le dice a Aleix:

—Joé, tron. ¿Has visto Mujeres al borde de un ataque de nervios? Es una obra maestra absoluta. Vale que Almodóvar no es Billy Wilder. Pero ni falta que le hace —dice el de Sanfeta entre sudores y espasmos.

Aleix parpadea asombrado. Le mira y le dice:

—¿Te apetece ver «Jovencito patán al borde de puñetazo en la cara»? La proyectan justo ahora en mis nudillos —dice Aleix.

Y entonces Dani pilla el micro, da las buenas tardes y desgrana los primeros acordes del «Peter Gunn», el clásico instrumental de Henry Mancini. Será la canción que abrirá los cuatro directos de su historia. Luego caerán el «Bird Doggin’», de Gene Vincent, el «Summertime Blues», de Eddie Cochran, «Rock & roll en la plaza del pueblo», de Tequila, y «La Bamba», de Ritchie Valens, la primera canción que Aleix cantará en directo en su vida.

Nando Cruz no se ha olvidado de aquella tarde: «Me acuerdo de estar en el jardín de casa de sus padres. Y recuerdo perfectamente la sensación de mirarle y de pensar: llevo tres años dándole clases particulares, no consigo motivarle, no tiene paciencia alguna, es incapaz de dedicarse más de veinte minutos a algo. Y de repente recuerdo que dijeron algo así como “esta es la última”. Y siguieron tocando. Y tocando. Y Aleix, mi alumno desmotivado, desconcentrado, estaba consagrado a una dedicación. Volcado. Entregado. No había nadie que lo sacara de allí. Estaba en su salsa. Qué cabrón. Me había llamado para que fuera a verle. O más bien para exigírmelo. Tenía que ir. Y si no iba, me cortaba las cojones. O no me volvía a hablar en su vida. Siempre se le escapaba alguna amenaza. No es que me costara ir, pero tampoco tuve elección».

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