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ОглавлениеEn el Depósito de Cadáveres Municipal de Cowgate no había rastro del doctor Curt, pero el profesor Gates ya estaba trabajando.
—Uno puede caerse desde la altura que quiera —decía—, pero es el último centímetro el que resulta letal.
Alrededor de la mesa lo acompañaban el inspector John Rebus, el sargento Brian Holmes, otro médico y un ayudante forense. La Notificación Preliminar de Muerte Repentina ya había sido remitida a la fiscalía, y ahora estaban preparando el Informe de Muerte Repentina sobre dos varones fallecidos, cuyas identidades eran, probablemente, William David Coyle y James Dixon Taylor.
James Taylor... Rebus contemplaba el caos sobre el que trabajaba el profesor Gates y recordó aquel último abrazo. Es bonito saber que tienes un amigo.
La fuerza del impacto de los cuerpos sobre la cubierta de acero del Descant, la fragata de Su Majestad, los había convertido en algo más parecido a una mermelada grumosa que a seres humanos. Parte de sus cuerpos se encontraba sobre la mesa, y el resto se amontonaba en unos relucientes cubos de acero. No se pediría a ningún familiar directo que participara en una identificación formal. Era algo que podían conseguir con una simple prueba de ADN en caso de que fuese necesario.
—Paquetes planos, los llamamos —siguió diciendo el profesor Gates—. Vi muchos en Lockerbie. Los arrancamos del suelo y los llevamos a la pista de patinaje sobre hielo. Siempre viene bien una pista de patinaje cuando de pronto te encuentras con doscientos setenta cuerpos.
Brian Holmes había visto muertes desagradables, pero no era inmune. No dejaba de mover los pies y los hombros, y miraba con dureza y cierto aire de censura a Rebus, que estaba tarareando fragmentos de «You’re So Vain».
Determinar la hora, la fecha y el lugar de la muerte era sencillo. La causa certificada de la defunción tampoco era un problema, aunque el profesor Gates no sabía muy bien cómo describirla.
—¿Traumatismo con elemento contundente?
—¿Qué tal accidente de navegación? —propuso Rebus.
Algunos sonrieron. Como la mayoría de los médicos forenses, el profesor Alexander Gates, doctor en medicina, afiliado al Ilustre Colegio de Medicina Legal y Forense, diplomado en jurisprudencia médica y miembro del Ilustre Colegio de Médicos de Edimburgo y del Ilustre Colegio de Médicos de Familia, poseía un sentido del humor tan extenso como su membrete; un sentido del humor bastante necesario, por cierto. No parecía un médico forense. No era alto ni de un gris cadavérico, como el doctor Curt, aunque su figura resultaba imponente; su físico era más propio de un luchador que de un enterrador. Tenía un pecho musculoso, cuello de toro y unas manos rechonchas, y le gustaba hacer crujir los dedos, uno a uno o todos a la vez.
Prefería que la gente lo llamara Sandy.
—Soy yo quien redacta el certificado de defunción —dijo a Brian Holmes, que rellenó el recuadro relevante en el borrador del Informe de Muerte Repentina—. Puede hacérmelo llegar a Medicina Forense, en Cowgate.
Rebus y los demás observaron a Gates mientras realizaba su examen. Fue capaz de confirmar la existencia de dos cadáveres distintos, y tomó muestras de sangre venosa para conocer su grupo sanguíneo y ADN, realizar un análisis toxicológico y determinar los niveles de alcohol. Normalmente se obtenían también muestras de orina, pero en aquel caso no era posible, y Gates dudaba incluso de la eficacia de los análisis sanguíneos. El humor vítreo y el contenido del estómago fueron el siguiente paso, junto con la bilis y el hígado.
Empezó a reconstruir los cuerpos ante la atenta mirada de los presentes. No solo para que pudieran ser identificados como humanos, cosa que sería bastante difícil, sino para sentirse satisfecho porque recuperaban todo lo que habían tenido en su día. Que no faltara nada. Que no hubiese nada no pertinente.
—De joven me encantaban los puzles —comentó el patólogo, absorto en su tarea.
En el exterior, el día era seco y gélido. Rebus recordó que también le gustaban los puzles y se preguntó si los niños aún jugaban con ellos. Cuando la autopsia terminó, salió a la calle a fumar un cigarrillo. Había pubs a izquierda y derecha, pero ninguno estaba abierto todavía. El trago de whisky que había tomado para desayunar prácticamente se había evaporado.
Brian Holmes salió del depósito de cadáveres guardando una carpeta de cartón verde en su maletín, y vio que Rebus se tocaba la mandíbula.
—¿Estás bien?
—Me duele la boca, eso es todo.
Sin duda se trataba de un dolor de muelas, o al menos de encías, pero le resultaba difícil identificar el origen de la molestia. El dolor simplemente estaba allí, agudizándose bajo la superficie.
—¿Te acerco?
—Gracias, Brian, pero tengo mi coche ahí.
Holmes asintió y se levantó un poco el cuello del abrigo. Llevaba la barbilla tapada con una bufanda de lana azul.
—Ya se puede circular por el puente —dijo—. Han abierto uno de los carriles en dirección sur.
—¿Y el Cortina?
—Lo tiene Howdenhall. Están buscando huellas dactilares, por si la chica estuvo en algún momento en el coche.
Rebus asintió sin decir nada y Holmes también guardó silencio.
—¿Puedo hacer algo por ti, Brian?
—No, la verdad es que no. ¿No se suponía que debías estar en comisaría a primera hora?
—¿Y?
—Entonces ¿por qué has venido aquí?
Era una buena pregunta. Rebus miró las puertas del depósito, rememorando la escena una vez más. El camión articulado deslizándose hacia ellos por la calzada, Lauderdale tendido sobre el capó, la imagen del otro coche..., un último abrazo..., una caída.
Se encogió de hombros a modo de evasiva y se dirigió al coche.
El inspector jefe Frank Lauderdale se recuperaría.
Esa era la buena noticia.
La mala era que el inspector Alister Flower aspiraba a un ascenso temporal para reemplazar a Lauderdale.
—Y con el cadáver aún caliente —apostilló el comisario Watson, conocido como el Granjero. Inmediatamente se ruborizó por lo que acababa de decir—. No es que haya... un cadáver ni nada, claro...
Después tosió, tapándose la boca con el puño.
—Es lógico que sea Flower, señor —dijo Rebus para aliviar el rubor de su jefe—. Lástima que tenga el tacto de un gato en celo. Pero alguien tendrá que sustituir a Frank. ¿Cuánto tiempo estará fuera de juego?
—No lo sabemos aún. —El Granjero cogió una hoja de papel y la leyó—. Las dos piernas rotas, dos costillas fracturadas, muñeca rota, contusiones... Hay media página de diagnóstico.
Rebus se frotó el pómulo amoratado, preguntándose si era el responsable de la rotura de muñeca de Lauderdale.
—Ni siquiera sabemos si podrá volver a caminar —continuó el Granjero con parsimonia—. Las fracturas son bastante graves. Mientras tanto, lo último que necesito es que Flower y usted se peleen por un ascenso temporal que quizá no esté en mi mano conceder.
—Entendido.
—Bien. —El Granjero hizo una pausa—. ¿Qué puede contarme sobre ayer noche?
—Figurará en mi informe, señor.
—Por supuesto, pero preferiría la verdad. ¿A qué jugaba Frank?
—¿A qué se refiere?
—A que iba conduciendo por ahí como los Dukes de Hazzard. Tenemos vehículos preparados para este tipo de persecuciones.
—Solo íbamos a por ellos, señor.
—Desde luego, eso está claro. —Watson estudió a Rebus—. ¿Algo que añadir?
—Poca cosa, señor, excepto que no fue un accidente y que no tenían intención de escapar. Fue un suicidio, y parecía que lo tenían pactado si algo salía mal: no lo hablaron allí mismo, pero fue un suicidio en toda regla.
—¿Y por qué cree que lo hicieron?
—No tengo la menor idea, señor.
El Granjero suspiró y se sentó de nuevo.
—John, creo que debería saber qué pienso de todo esto.
—¿Sí, señor?
—Ha sido una cagada de principio a fin.
... Por no decir algo peor.
Solo estaban allí por una cuestión de poder, de influencia, porque alguien había pedido un favor. Así es como había empezado todo: con una discreta llamada del alcalde de la ciudad al jefe de policía adjunto de Lothian y Borders, solicitando que la desaparición de su hija fuese investigada.
Nada apuntaba a un quebrantamiento de la ley, ni tampoco había sido secuestrada, atacada, asesinada ni nada por el estilo. Simplemente había salido de casa una mañana y no había vuelto. En efecto, había dejado una nota. Iba dirigida a su padre y el mensaje era de lo más sencillo: «Me largo, gilipollas». No estaba firmada, pero era la caligrafía de su hija.
¿Hubo un desacuerdo? ¿Una discusión? ¿Insultos? Era imposible convivir con una adolescente sin que aflorara alguna que otra discrepancia. ¿Y qué edad tenía la hija del alcalde, la pequeña Kirstie Kennedy? Ese era el quid de la cuestión: tenía diecisiete años y era una chica madura y culta, sobradamente capaz de cuidar de sí misma y en edad legal para marcharse de casa cuando se le antojara, todo lo cual habría descartado la intervención de la policía, de no ser... De no ser porque quien lo pedía era el alcalde, el muy honorable Cameron McLeod Kennedy, juez de paz y concejal por South Gyle.
Así que fue el jefe de policía adjunto quien envió el mensaje: «Busquen a Kirstie Kennedy, pero sean discretos».
Cosa que, a decir de todos, era prácticamente imposible. No se podían hacer preguntas en la calle sin que empezaran a circular rumores, sin que la gente se temiera lo peor por el sujeto de tales preguntas. Esa fue la excusa esgrimida cuando los medios de comunicación difundieron la noticia.
La policía recibió una foto de la hija y, por alguna razón, acabó en manos de los medios. El alcalde montó en cólera. Según sus propias palabras, eso demostraba que tenía enemigos dentro del cuerpo. Como bien podría haberle dicho el propio Rebus, si uno exigía un favor, alguien podía sentirse agraviado en algún momento.
Así que allí estaba la pequeña Kirstie Kennedy, en la televisión y en los periódicos. No era una foto muy reciente. Debía de tener dos o tres años menos, y la diferencia entre los catorce, los quince y los diecisiete era determinante. Rebus, padre de la que en su día fuera una adolescente, lo sabía bien. Kirstie ya era adulta, y aquella foto apenas aportaría nada a su búsqueda.
El alcalde aplacó el alboroto mediático concediendo una rueda de prensa acompañado de su mujer; era su segunda esposa, no la madre de Kirstie —que había fallecido—, y le preguntaron qué le gustaría decirle a la fugitiva.
—Me gustaría que supiera que rezamos por ella, eso es todo —respondió.
Entonces se produjo la primera llamada.
No era difícil contactar con el alcalde. Figuraba en el listín telefónico y su número para concertar cita aparecía junto al de todos los demás concejales en un útil panfleto repartido a decenas de miles de habitantes de Edimburgo.
El interlocutor parecía joven, con una voz que había mudado no hacía demasiado tiempo. No reveló su nombre. Lo único que dijo es que tenía a Kirstie y que quería dinero a cambio. Incluso obligó a una chica a ponerse al teléfono, y ella masculló unas palabras antes de que le arrebataran el auricular. Esas palabras fueron «papá» y «yo».
El alcalde no podía estar seguro de que fuera Kirstie, pero tampoco de que no lo fuera. Solicitó la ayuda de las fuerzas del orden una vez más y le pidieron que organizara un encuentro con los secuestradores. Aunque no habría dinero esperándolos, sino agentes de policía, y muchos.
La intención no era enfrentarse a ellos, sino seguirlos. En la operación intervino un helicóptero de la policía, además de cuatro coches camuflados. Debería haber sido fácil.
Debería haberlo sido. Pero el interlocutor había elegido para la cita una parada de autobús en la ajetreada Queensferry Road. Había mucho tráfico circulando a toda velocidad y ningún lugar donde detener un coche de incógnito. Había sido inteligente. Cuando llegó el momento de la recogida, el Cortina estacionó al otro lado de la calle. El pasajero cruzó la calzada al trote esquivando el tráfico, cogió la bolsa, llena de fajos de papel de periódico, y la llevó al coche.
Tres coches patrulla estaban encarados en la dirección errónea y tardaron mucho en dar la vuelta. Pero el cuarto había informado por radio del paradero del vehículo del sospechoso. El helicóptero, por supuesto, se había visto obligado a aterrizar hacía rato, forzado por las condiciones climáticas. Todo ello dejó a Lauderdale —el agente al mando— acelerando frenéticamente para iniciar la persecución y, de paso, quitarse unos años de encima.
Rebus esperaba que hubiera merecido la pena. Esperaba que Lauderdale, postrado y con ambas piernas alzadas en el hospital, disfrutara rememorando la persecución. Lo único que le había aportado todo aquello a Rebus era una sensación de mareo en las tripas, una pesadilla y aquel maldito dolor en la mandíbula.
Se organizó una colecta para comprarle algo al inspector jefe. Con grandes alardes y excesiva presteza, el inspector Alister Flower puso un billete de diez. Caminaba sacando pecho y con una sonrisa en su rostro como de maquillaje teatral. A Rebus le parecía más despreciable que nunca.
Todo el mundo miraba a Rebus, preguntándose si sería ascendido en detrimento de Flower, preguntándose qué haría si, de repente, Flower se convertía en su jefe. Los rumores se acumulaban con más rapidez que el dinero de la colecta. Con mucha más rapidez.
Rebus no era el único que consideraba que el secuestro era una farsa. Lo supieron muy pronto, ahora que habían seguido el rastro del coche, localizado a su propietario y descubierto que se lo había prestado a dos amigos. Al parecer, incluso había ido a la casa que compartían sus dos amigos para pedirles que se lo devolvieran, pero no había encontrado a nadie.
El propietario del coche se encontraba abajo, en una sala de interrogatorios. Le dijeron que, si era sincero con ellos, olvidarían que el vehículo carecía de póliza de seguros en vigor. Él les contó una historia tras otra, la vida y milagros de Willie Coyle y Dixie Taylor. Rebus bajó a escuchar un rato. El sargento Macari y el agente Allder se ocupaban del interrogatorio.
—Entra el inspector Rebus, 12:15 horas —dijo Macari a la grabadora, antes de volver a dirigirse al joven que estaba sentado ante él y añadir—: Así pues, ¿de qué vivían Willie y Dixie? Ambos cobraban el paro, pero siempre se puede complementar, ¿eh?
Rebus se apoyó en la pared, fingiendo desinterés. Incluso sonrió al propietario del coche y asintió para hacerle saber que todo iba bien. Aquel joven debía de rondar los veinte años y estaba bastante presentable, vestido y acicalado impolutamente. Llevaba un discreto aro de plata en la oreja derecha, pero ninguna otra joya, ni siquiera un reloj.
—Se las arreglaban —contestó—. El subsidio de paro, incluso el de la Seguridad Social, está bastante bien. Puedes vivir de él si eres prudente.
—¿Y lo eran? —Macari hizo una pausa—. El señor Duggan asiente —dijo de nuevo a la grabadora—. Entonces ¿por qué organizaron una farsa como esta?
Duggan negó con la cabeza.
—Ojalá lo supiera. No tengo ni idea. Willie nunca me había pedido el coche. Me dijo que tenía que transportar una cosa.
—¿Qué tipo de cosa?
—No lo mencionó.
—Pero le prestó el coche de todos modos.
—Como le digo, Willie es una persona cuidadosa.
—¿Y Dixie?
Duggan esbozó una leve sonrisa.
—Bueno, Dixie es diferente. Necesita que lo cuiden.
—¿Qué? ¿Era tonto o algo así?
—No, simplemente despreocupado. Era difícil que se interesara por algo. —El joven levantó la mirada—. No es fácil expresarlo con palabras.
—Inténtelo, señor Duggan.
—Desde la escuela, Willie y Dixie habían sido íntimos. Les gustaba la misma música, los mismos cómics y los mismos juegos. Se entendían.
—¿Y compartieron gustos desde que se fueron de casa?
A Rebus le gustaba el estilo de Macari. En comisaría lo llamaban «Toni» por el personaje de Oor Wullie. Había logrado que Duggan estuviese relajado y comunicativo; había forjado una relación. Con Allder no lo tenía tan claro. Era uno de los hombres de Flower.
—Creo que sí —respondió Duggan—. Estaban muy unidos. Leímos un libro en la escuela en el que aparecían dos personajes como ellos, uno bobo y el otro no.
—¿De ratones y hombres? —aventuró Rebus.
—Creo que se refiere a Burns y a su secretario Smithers —dijo Allder.
Rebus indicó a Macari que se iba.
—El inspector Rebus abandona la sala. 12:30 horas. Bien, señor Duggan, volviendo a lo del coche...
Como siempre, Rebus calculó mal el momento de su salida. Alister Flower venía hacia él por el pasillo silbando «Dixie».
—Hay un muchacho ahí dentro —le recordó Rebus— que acaba de perder a dos amigos. Uno de ellos se llama Dixie.
Flower dejó de silbar y soltó una risotada desagradable.
—Habrá sido el subconsciente.
—Uno tiene que ser muy consciente cuando hace algo así —le reprochó Rebus mientras se alejaba—. Lo cual no te deja en muy buen lugar.
Por su parte, Flower no iba a dejar que se marchara tan fácilmente, y alcanzó a Rebus cuando se disponía a cruzar las puertas dobles.
—Las cosas serán distintas cuando me nombren inspector jefe —le soltó sin más.
—Sí, lo serán —coincidió Rebus—. Porque para entonces habrán encontrado la cura contra el cáncer y enviado un hombre a Marte.
Después franqueó las puertas y desapareció.