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Había una estufa de gas, de las que emitían llamas de verdad, en lo que parecía la chimenea original. También había humo, pero de cigarrillos y pipas. La televisión estaba encendida, pero la música en directo ahogaba el sonido. Como sucedía a menudo en una noche de invierno, los músicos folk de Edimburgo se daban cita en el mismo pub a la misma hora. Estaban tocando en una esquina: tres violines, un acordeón, un bodhrán y una flauta. La flautista era la única mujer. Los hombres eran barbudos, con las mejillas rubicundas, y llevaban jerséis gruesos. En las pintas que tenían sobre la mesa quedaban tres cuartos de líquido. La mujer era delgada y pálida, con una larga melena castaña, pero sus mejillas brillaban al calor de la estufa.

Algunos clientes se habían levantado a bailar con los brazos entrelazados, pugnando por el poco espacio que había. A Rebus le gustaba pensar que tan solo intentaban entrar en calor, pero en realidad parecían estar pasándolo bien.

—Tres medias y un par de tragos —le dijo al camarero.

—¿Y qué beben tus amigos?

—Ja, ja —replicó Rebus.

En la barra estaba flanqueado por sus compañeros de copas, George Klasser y Donny Dougary. Klasser era conocido allí como Doc, y Dougary como Salty. Rebus no los conocía muy bien fuera de los confines del pub, pero la mayoría de las noches, entre seis y seis y media, eran sus mejores amigos. Salty Dougary intentaba hacerse oír en medio de la confusión general.

—Lo que digo es que puedes ir a cualquier lugar de la superautopista, a cualquiera, y en el futuro será aún más grande. Comprarás y verás la tele por ordenador, jugarás, escucharás música... y todo estará allí. Puedo hablar con la Casa Blanca si quiero, puedo descargar cosas de todo el mundo. Me siento a mi mesa y puedo viajar a cualquier sitio.

—¿También puedes viajar al pub utilizando el ordenador, Salty? —preguntó un parroquiano sentado al fondo de la barra.

Salty lo ignoró y separó los dedos pulgar e índice un par de centímetros.

—Habrá discos duros del tamaño de una tarjeta de crédito. Tendrás todo un PC en la palma de la mano.

—No deberías decirle eso a un policía, Salty —intervino Klasser, lo cual motivó algunas carcajadas. Se volvió hacia Rebus—. ¿Qué tal va esa molestia en la boca?

—La anestesia ayuda —respondió Rebus, apurando el whisky que quedaba.

—Espero que no estés mezclando alcohol con analgésicos.

—¿Me ves capaz de hacer eso? Salty, dale al hombre un poco de dinero.

Salty dejó de hablar solo. El camarero estaba esperando, así que sacó un billete de diez libras y se lo dio, observando su triste oscilación al deslizarse en la caja registradora. A Salty3 lo llamaban así por la sal y la salsa, que es de lo que se acompaña una cena comprada en un puesto de comida rápida. El guiño de su sobrenombre relacionaba los chips con las patatas fritas, puesto que trabajaba en una fábrica de material electrónico en South Gyle. Había llegado recientemente a «Silicon Glen», y esperaba que el sector siguiera prosperando. Habían cerrado seis fábricas antes que esta, y pasó mucho tiempo sin empleo entre una y otra. Todavía recordaba los días en que el dinero escaseaba —«Podría haber accedido al subsidio de Escocia»— y, por ello, era muy cuidadoso con su trabajo. Ahora fabricaba microchips en una cadena de montaje en Clydeside y en otra de Gyle Park West.

—¿Bailas?

Rebus se dio la vuelta y vio a una mujer desdentada sonriéndole. Creía recordar que su nombre era Morag, y estaba casada con el hombre de los zapatos de tartán.

—Esta noche no —respondió Rebus mientras fingía sentirse halagado.

Con el hombre de los zapatos de tartán nunca se sabía: si bailabas con su mujer, estabas coqueteando; si la rechazabas, le hacías un feo a él. Rebus apoyó el pie en la barandilla de metal pulido y se tomó sus copas.

A las ocho, Doc y Salty se habían ido, y junto a Rebus había un anciano con un sombrero deforme. El hombre se había olvidado la dentadura postiza y tenía las mejillas hundidas. Estaba hablándole a Rebus de la historia de Estados Unidos.

—Me gusta, amigo. Solo lo estadounidense, nada más.

—¿Por qué?

—¿Eh?

—¿Por qué solo lo estadounidense?

El hombre se relamió. No estaba prestando atención a Rebus ni a nada que hubiese en el bar. Ni siquiera se podía estar seguro de que prestara atención al día en que vivía.

—Bueno —dijo al fin—, supongo que es por las pelis del Oeste. Me encantan las pelis del Oeste. Hopalong Cassidy, John Wayne... Me gustaba Hopalong Cassidy.

—«Could It Be Forever» era suya —dijo Rebus.4

Después apuró su copa y se fue a casa.

Estaba sonando el teléfono. Rebus se planteó no responder, pero su resistencia duró diez segundos.

—¿Sí?

—Hola, papá.

Rebus se desplomó en la butaca.

—Hola, Sammy. ¿Dónde estás? —La pausa fue demasiado larga—. Todavía en casa de Patience, ¿eh? ¿Cómo va todo?

—Bien.

—¿Qué tal el trabajo?

—¿De verdad lo quieres saber?

—Solo estaba siendo educado.

Paternal, pensó de repente. Debería haber dicho paternal, no educado. A veces deseaba que la vida incorporase la función de rebobinar.

—Entonces no te aburriré con los detalles.

—Imagino que Patience está fuera.

Parecía lo lógico. Sammy nunca llamaba cuando ella estaba en casa.

—Sí, ha salido con... a algún sitio. Ha salido a algún sitio.

Rebus sonrió.

—En realidad querías decir que ha salido con alguien.

—Esto no se me da muy bien.

—No te culpes, mejor culpa a tus genes. ¿Quieres que nos veamos?

—Esta noche no, estoy agotada. Patience me ha preguntado si te gustaría venir a tomar el té algún día. Cree que deberíamos vernos más a menudo.

«Como de costumbre —pensó Rebus—, Patience tiene razón».

—Me encantaría. ¿Cuándo?

—Le preguntaré a ella y te digo algo. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

—Hoy me voy a acostar temprano. ¿Y tú?

Rebus miró la butaca.

—Yo ya estoy acostado. Que duermas bien.

—Tú también, papá. Te quiero.

—Y yo a ti, pequeña —masculló Rebus en voz baja, pero cuando ella ya había colgado el teléfono.

Se acercó al equipo de música. Después de una copa, le gustaba escuchar a los Stones. Las mujeres, las relaciones y los compañeros habían ido y venido, pero los Stones siempre estaban allí. Puso el disco y se sirvió un último trago. El riff de guitarra, uno entre media docena en el incansable repertorio de Keith, daba comienzo al disco. «No tengo gran cosa —pensó Rebus—, pero tengo esto». Imaginó a Lauderdale en su cama de hospital, a Patience pasándolo bien y a Kirstie Kennedy en una caja de cartón en Charing Cross. Entonces vio unas zapatillas de deporte baratas, un último abrazo y la cara de Willie Coyle.

El alcohol no bastaba para que Rebus desterrara aquellos pensamientos de su mente.

Recordó el informe que había encontrado oculto en el dormitorio de Willie. Lo había dejado en la encimera de la cocina, y fue a cogerlo. Era un plan de negocio, algo relacionado con una empresa de programas informáticos llamada LABarum. El texto explicaba que la definición de «labarum» según el diccionario era «criterio u orientación moral», y el motivo por el que la empresa utilizaba las mayúsculas para las tres primeras letras era enfatizar las iniciales de Lothian y Borders. El plan de negocio abordaba futuros desarrollos, costes, previsión de balance general y rango de empleo. La redacción era bastante cargante, y estaba formulada en condicional. Rebus sacó el listín telefónico, pero no encontró LABarum por ningún sitio.

Alguien había subrayado algunas partes del texto y rodeado palabras con un círculo. También había hecho cálculos a mano junto a las gráficas de barras. Ciertas frases habían sido tachadas con bolígrafo rojo y algunas palabras modificadas. Algunos puntos llevaban un visto bueno. Rebus no podía saber si la caligrafía era la de Willie Coyle. Ni siquiera sabía si Willie tenía un bolígrafo rojo. Pero se preguntaba qué hacía un documento como aquel escondido en su habitación. Cuando llegó a la última parte, había una palabra garabateada en diagonal y subrayada insistentemente. La palabra era DALGETY. Volvió a hojear el informe, pero no encontró mención alguna a Dalgety. ¿Era una persona, un lugar u otra empresa? Estaba escrita en bolígrafo azul. Era imposible afirmar si la caligrafía se correspondía con las correcciones y las notas al margen.

Se sirvió otra copa —sería la última— y puso la otra cara del disco. Estaba molesto, más consigo mismo que con cualquiera. Al fin y al cabo, era un caso cerrado: un par de impostores desesperados cayeron de un puente y murieron. Eso era todo. Ya debería haberlo borrado de su mente, pero no podía.

—Maldita sea, Willie —exclamó en voz alta.

Se sentó de nuevo con su copa y cogió el plan de negocio. Había un par de letras en la esquina superior derecha, escritas vagamente a lápiz. CK. Se preguntaba si eran una abreviatura.

—¿Qué más da? —dijo, tratando de concentrarse en la música. Menudo desastre era el grupo, aunque a veces podían ser tan precisos que dolía.

»Va por ti, Willie —añadió alzando el vaso.

Muerte helada

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