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Las instalaciones de Balística del Laboratorio de Ciencias Forenses de Howdenhall no se adecuaban a su idea de ocio, precisamente. Allí había demasiadas armas para el gusto de Rebus. Leyó el informe y miró al científico de bata blanca que lo había redactado. Otra cosa que no le gustaba a Rebus de Howdenhall era que todos los cerebritos de balística aparentaban diecinueve años. Llevaban un año en su espléndido edificio nuevo, y todavía parecían pagados de sí mismos. Las nuevas instalaciones se habían financiado vendiendo propiedades, entre ellas viviendas estatales de la policía. Rebus no quería saber cuántas casas había costado ese laboratorio.

—Poca cosa, ¿no? —dijo sin dejar de mirarlo.

El hombre de la bata blanca, a quien le gustaba que lo llamaran Dave, se echó a reír.

—Ustedes, los del DIC —respondió, metiéndose las manos en los bolsillos—, siempre quieren más. ¿Quién disparó? ¿De dónde sacó el arma?

—Ya sabemos quién disparó, listillo. Pero su segunda pregunta es buena. ¿De dónde la sacó?

—Soy de balística, no de los servicios secretos. Es una marca de escopeta bastante común; el número de identificación ha sido limado. Hemos seguido el proceso habitual y no hay posibilidad de recuperarlo. Los cartuchos también eran corrientes.

—¿Qué hay del cañón?

—¿En qué sentido?

—¿Cuándo fue recortado?

Dave asintió.

—El corte que dejó lo que fuera que utilizaran para recortarlo todavía está reluciente; digamos que en los dos últimos meses.

—¿Han comprobado el registro?

—Por supuesto. —Dave condujo a Rebus a un ordenador y pulsó un par de teclas—. Hay registrados mas de setenta mil permisos para escopetas.

Rebus parpadeó.

—¿Setenta mil?

—Frente a unos treinta mil para todas las demás armas de fuego juntas. En realidad, a nadie le preocupa el número de escopetas que circulan por ahí. —Pulsó otra tecla—. ¿Lo ve? Hay más propietarios en las zonas rurales: en el norte, Grampian, Dumfries y Galloway. Los que compran estas cosas no son precisamente aficionados a la cerveza de la zona de Gorgie. En su mayoría son granjeros y terratenientes.

—¿Se han cometido robos?

—Están en el ordenador, pero lo he comprobado. Nadie ha perdido una escopeta en Edimburgo recientemente.

—¿Puedo echar un vistazo de todos modos?

—Claro. —Rebus se sentó, y Dave pulsó de nuevo la tecla. La lista de robos recientes no era extensa, y casi todos se habían producido al sur de la frontera—. ¿Quiere que se lo imprima?

—Sí.

Aunque hacerlo no serviría de nada.

—¿Qué importancia tiene de todos modos? —preguntó Dave—. Es un simple suicidio, ¿no?

—El suicidio sigue siendo un delito.

—Y el único caso en que no llevamos a juicio al culpable después de los hechos. ¿Está omitiendo información?

—No —dijo Rebus tras una pausa—. Pero es posible que alguien me la esté omitiendo a mí. —Cogió el folio impreso, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo—. Una cosa más.

—¿Qué?

—¿Las huellas del arma eran del difunto?

Dave mostró curiosidad por la pregunta.

—Suyas y solo suyas. ¿Adónde quiere llegar, inspector?

Pero John Rebus no pensaba responder.

—Gracias por venir, concejal.

Rebus acababa de entrar en la sala de interrogatorios. Había estado haciendo tiempo frente a la puerta para que Tom Gillespie se pusiera un poco nervioso. Una sala de interrogatorios era capaz de desbaratar cualquier planificación previa. Entrabas sabiendo qué ibas a decir, la línea argumentativa que pensabas adoptar ante la policía, y unos segundos después la sala comenzaba a ablandarte.

Lo cierto es que no era tan solo la sala lo que conseguía aquel efecto, sino también lo que contenía. En aquella había carteles de prevención de delitos en las paredes, una mesa, tres sillas, cuatro tomas de corriente y un cenicero de hojalata requisado de un pub local. Las paredes eran de color crema mate, amarillo institucional, y había un largo fluorescente en el techo que emitía un zumbido constante, un rumor eléctrico casi subliminal. Rebus se preguntaba a menudo si era aquel ruido lo que inquietaba a la gente, aunque suponía que había una verdad más simple: la sala de interrogatorios se encontraba en una comisaría y, si estabas allí, ibas a ser entrevistado por la policía.

Llegado ese momento, todo el mundo tenía algo que ocultar.

—No hay de qué —respondió Gillespie, cruzando las piernas para hacer saber a Rebus lo relajado que estaba—. He oído que el pobre diablo era un exconvicto.

—Había cumplido algo menos de cuatro años por la violación de una menor.

—Cuatro años no parece mucho tiempo.

—No, no lo parece.

Permanecieron en silencio unos instantes, hasta que Gillespie lo rompió.

—Tuve un amigo que se suicidó. Todavía estaba en la universidad. Hace bastante tiempo de eso. Le preocupaban los exámenes y su novia le había dejado. —Hizo una pausa—. Le dejó por mí, debería añadir.

—¿Le importa que fume? —preguntó Rebus.

—Creía que fumar estaba prohibido en las comisarías.

—Si le molesta, no lo encenderé.

Rebus se llevó el cigarrillo a la comisura de los labios y le ofreció uno a Gillespie, que declinó la oferta con un gesto.

—Preferiría que no lo hiciera.

—Muy bien —dijo Rebus, que guardó el tabaco y el encendedor.

«Bien —pensó—, esto se pone interesante. El tipo ha estado estudiando para este examen. Cuenta una historia personal que no le deja en muy buen lugar, y después reafirma su autoridad». Y eso que, supuestamente, solo estaba allí para responder a unas simples preguntas de seguimiento.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó Rebus.

—¿Quién?

—Su amigo.

—Se tiró desde el quinto piso de la residencia universitaria. Seguía vivo, así que lo llevaron al hospital y buscaron huesos rotos y hemorragias internas. Estaban tan ocupados con eso que no se dieron cuenta de que se había tomado una sobredosis antes de saltar.

—Bueno —observó Rebus—, ambas son vías de salida bastante habituales, ¿no es así? Saltas o duermes. El señor McAnally, en cambio...

—Estaba usted en el puente de Forth Road cuando esos dos chicos saltaron, ¿verdad? Vi su nombre en el periódico.

—Estamos aquí para hablar de McAnally, concejal.

—Bueno, las armas de fuego también son un método de suicidio bastante popular, ¿no cree?

—Tal vez entre los propietarios de armas, pero McAnally no lo era y probablemente no había utilizado una en su vida.

Gillespie descruzó las piernas y volvió a cruzarlas en posición contraria.

—Aun así, teniendo en cuenta sus antecedentes, le resultaría bastante fácil hacerse con un arma.

—Coincido —dijo Rebus—. Pero, de todos modos...

—¿Qué?

—¿Por qué tomarse tantas molestias? Es decir, aunque hayas decidido volarte la tapa de los sesos, ¿por qué ir caminando de Tollcross a Warrender en medio de una tormenta de nieve con una escopeta enorme escondida debajo de la cazadora? ¿Y por qué entrar en una escuela que a esas horas estaba cerrada todas las noches del mes excepto una? —Rebus se había puesto en pie. Apoyó el trasero en el borde de la mesa y cruzó los brazos—. ¿Por qué entrar en un aula y asegurarse de que el concejal Tom Gillespie estuviera presente? ¿Por qué hacer algo así? ¿Por qué quiso matarse precisamente delante de usted? Sin más testigos, sin invitados. Es una actitud bastante extraña, ¿no cree?

—Bueno, es obvio que ese hombre estaba trastocado... quizá iba drogado.

—Acabo de ver los resultados toxicológicos. El laboratorio de la policía tiene unas máquinas muy avanzadas...

—¿En Howdenhall? —Rebus asintió—. Sí, lo sé. Estuve en la inauguración oficial.

—Los resultados demuestran que el difunto se tomó un par de copas, pero nada de drogas, ni un simple analgésico.

—¿Adónde quiere llegar, inspector?

Rebus volvió a su sitio y apoyó las manos sobre la mesa. Ahora estaba inclinado sobre Gillespie, y esa postura pareció incomodar al concejal.

—Mire, señor Gillespie, Wee Shug McAnally estaba muriéndose. No le quedaba mucha vida por delante. Sus entrañas estaban comidas por el cáncer y habría tenido que doparse hasta las cejas para soportar el dolor. Sin embargo, esos medicamentos te ablandan el cerebro y Wee Shug no quería que eso ocurriera. Quería estar en plenas facultades mentales cuando apretara el gatillo. —Rebus se incorporó, volvió a llevarse el cigarrillo a los labios y añadió—: Ahora todavía tiene menos sentido, ¿no le parece?

—No entiendo qué tiene que ver esto conmigo.

—Francamente, yo tampoco. Lo único que sé es que tiene algo que ver con usted. ¿De qué se trata?

Se apreciaba una línea de sudor en el labio superior de Gillespie. Se quitó las gafas y se apretó el tabique nasal. Rebus se dirigió a la pared opuesta y encendió el cigarrillo. No creía que el concejal fuese a poner objeciones.

—Mire —dijo Gillespie tranquilamente—, no veo ninguna conexión entre ese tal McAnally y yo, ninguna en absoluto. No lo conocía de nada, nunca había oído hablar de él y no vivía en mi circunscripción. —Se encogió de hombros—. Puede que me guardara algún tipo de rencor, algo relacionado con su estancia en la cárcel.

Rebus volvió lentamente a la mesa y se sentó frente a Gillespie.

—¿Eso es todo? —dijo—. ¿Esa es su explicación?

—¡No tengo ninguna explicación! Simplemente... Deme un cigarrillo, por favor.

Rebus se lo encendió. Gillespie estudió el extremo del pitillo y levantó la mirada.

—¿Por qué hace esto?

—Ya se lo he dicho, concejal. Tengo que preparar un informe sobre una muerte repentina y violenta, y hemos detectado algunas... inconsistencias.

—¿Se refiere a que no saben por qué lo hizo?

—A eso me refiero.

—Me temo que no puedo ayudarles.

Gillespie se puso en pie, dispuesto a marcharse.

—¿No puede o no quiere?

El concejal miró a Rebus con dureza y volvió a tomar asiento.

—¿Qué significa eso?

—Significa que creo que me oculta algo.

—¿Por ejemplo?

—Eso es lo que tengo que averiguar... para poder finiquitar el informe.

—¿Todos los policías son como usted?

—No. A algunos no le gustaría conocerlos, se lo aseguro.

—Lo cierto es que conozco a bastantes. Un amigo mío, concejal regional y no de distrito, pero perteneciente al mismo partido, es presidente de la Junta de Policía de Lothian y Borders. —Gillespie dio una calada y exhaló unas delgadas volutas de humo—. Es un buen amigo.

—Es bueno tener amigos —comentó Rebus.

Gillespie se levantó de nuevo.

—Mire... —empezó. Entonces agitó los brazos, como si estuviera sopesando algo que prefería no expresar—. Hice la promesa... —Suspiró y se sentó una vez más—. Puede que esto no signifique nada, inspector... —Rebus apagó el cigarrillo en el cenicero—, pero se trata de Helena, Helena Profitt.

—¿Su secretaria?

—Me dijo que lo conocía.

—¿A McAnally?

Gillespie asintió.

—Cuando McAnally entró en la sala y la vio..., se la quedó mirando un momento. Le pregunté por ello después, y me dijo que lo conocía desde hacía mucho tiempo, pero no me contó nada más.

Muerte helada

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