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Llevaron a Rebus a la Clínica Real.

Viajaba en la parte posterior de un coche patrulla. Frank Lauderdale estaba siendo trasladado en ambulancia. La fragata había sido contactada por radio desde Rosyth, pero la tripulación ya había encontrado a los cadáveres. Algunos incluso habían oído el golpe contra la cubierta. El barco regresaba a la base; estaba claro que las reparaciones llevarían cierto tiempo.

—Tengo la sensación de que me han golpeado con un martillo —le dijo Rebus a la enfermera de urgencias.

La recordaba. Era la misma enfermera que, tiempo atrás, le había curado unas quemaduras. Le había puesto una loción y cambiado el vendaje. La enfermera sonrió al salir del pequeño box en el que su paciente yacía sobre una camilla y, cuando se quedó solo, Rebus volvió a examinarse. Le dolía la mandíbula en la zona en la que había impactado el puño de Lauderdale antes de salir despedido por el parabrisas. El dolor parecía escarbar en sus profundidades, como si estuviese llegando a los nervios dentales. Por lo demás, no se encontraba demasiado mal, tan solo agitado. Alzó las manos y las sostuvo frente a él. Sí, siempre podría achacar el temblor al accidente, aunque sabía que temblaba mucho últimamente, con colisión o sin ella. La palma de su mano palpitaba. Antes de vendársela, la enfermera le preguntó cómo se había quemado.

—Apoyé la mano en un motor caliente —explicó.

—Se ven unos números...

Rebus pudo ver a qué se refería: parte del número de serie del motor había quedado grabado en su carne. Finalmente, apareció el médico. Era una noche ajetreada. Rebus lo conocía también. Se llamaba George Klasser y era polaco o algo por el estilo, o al menos lo eran sus padres. Rebus siempre había creído que Klasser era demasiado mayor para el turno de noche, pero allí estaba.

—Hace frío ahí fuera, ¿eh? —dijo el doctor Klasser.

—¿Se supone que eso hace gracia?

—Solo quería darle conversación, John. ¿Cómo se encuentra?

—Creo que empiezan a dolerme los dientes.

—¿Algo más?

El doctor Klasser toqueteaba sus herramientas habituales: linterna de bolsillo, estetoscopio, un sujetapapeles y un bolígrafo que no funcionaba... Por fin estaba listo para examinar al paciente. Rebus no opuso mucha resistencia. Pensaba en la bebida: la espuma cremosa, casi sin gas, coronando una pinta de ochenta chelines. El cálido aroma de un vaso de whisky de malta...

—¿Cómo está mi inspector jefe? —preguntó Rebus cuando la enfermera volvió a entrar.

—Están haciéndole radiografías —le indicó.

—Persecuciones automovilísticas a su edad... —farfulló Klasser—. La culpa es de la televisión.

Rebus lo miró atentamente, y se dio cuenta de que nunca antes lo había hecho. Klasser tenía poco más de cuarenta años, el cabello tieso y un rostro bronceado y envejecido prematuramente. A juzgar solo por la cabeza y los hombros, podría esperar que fuese más alto de lo que era en realidad. Parecía bastante distinguido, y por ese motivo Rebus siempre había pensado que era un especialista o algo similar.

—Pensaba que solo trabajaban por la noche los lacayos y los novatos —comentó mientras Klasser le apuntaba a los ojos con la linterna.

El doctor dejó la linterna y empezó a apretarle la espalda como si estuviese mullendo un cojín.

—¿Le duele aquí?

—No.

—¿Y aquí?

—No más de lo habitual.

—Hum... En respuesta a su pregunta, John, veo que trabaja usted de noche. ¿Lo convierte eso en un lacayo o en un novato?

—Eso sí que ha dolido.

El doctor Klasser sonrió.

—Entonces —dijo Rebus mientras se ponía de nuevo la camisa—, ¿qué tengo?

Klasser encontró un bolígrafo que funcionaba y garabateó algo en el sujetapapeles.

—Según mis cálculos, a tenor de su estado le queda un año de vida, tal vez dos.

Ambos se miraron. Rebus sabía exactamente a qué se refería el doctor.

—Hablo en serio, John. Fuma, bebe como un cosaco y no hace ejercicio. Desde que Patience dejó de alimentarle, su dieta se ha ido al garete. Fécula, carbohidratos, grasas saturadas...

Rebus intentó dejar de escuchar. Sabía que la bebida era un problema precisamente porque había aprendido a ejercer cierto autocontrol. Gracias a ello, poca gente se percataba de que tenía un problema. Iba bien vestido al trabajo, estaba alerta cuando la ocasión lo exigía e incluso visitaba a veces el gimnasio a la hora de comer. Tal vez sus hábitos alimentarios eran descuidados, quizá comía en exceso y sí, había vuelto a fumar, pero nadie era perfecto.

—No me esperaba ese diagnóstico, doctor. —Rebus terminó de abotonarse la camisa y empezó a metérsela por dentro de los pantalones, pero desistió. Se sentía mejor con ella por fuera. Sabía también que estaría más cómodo con el botón del pantalón desabrochado—. ¿Y lo ha adivinado con tan solo tocarme la espalda?

El doctor Klasser, que estaba recogiendo el estetoscopio, sonrió de nuevo.

—No puede ocultarle algo así a un médico, John.

Rebus se puso la chaqueta.

—Entonces ¿nos vemos después en el pub?

—Llegaré sobre las seis.

—Perfecto.

Rebus salió del hospital y respiró hondo. Eran las dos y media de la madrugada, y la noche no podía ser más fría y oscura. Se había planteado ir a ver a Lauderdale, pero luego pensó que eso podía esperar hasta la mañana siguiente, así que salió a la calle y se dispuso a regresar a casa. Su piso se encontraba justo al otro lado del parque, pero no le apetecía nada ir andando: seguía cayendo aguanieve, que iba formando copos, y aquel viento cortante continuaba acosándolo como un matón que le impidiera el paso en un estrecho callejón.

Entonces oyó el claxon de un coche, y vio un Renault 5 de color rojo cereza y a la agente Siobhan Clarke que lo saludaba desde el interior. Rebus llegó casi bailando hasta el vehículo.

—¿Qué haces aquí?

—Me he enterado —contestó ella.

—¿Cómo? —replicó él mientras abría la puerta del acompañante.

—Tenía curiosidad. No estaba de servicio, pero me mantuve en contacto con la comisaría para averiguar cómo había ido el intercambio. Cuando me enteré del accidente, me vestí y vine hacia aquí.

—Bueno, pues me alegra mucho verte con el dolor de muelas que tengo.

—¿De muelas?

Rebus se frotó la mandíbula.

—Parece una locura, pero creo que ese golpe me ha dado dolor de muelas.

Clarke arrancó el coche. Era bonito y cálido, y Rebus notó que se adormecía casi de inmediato.

—¿Ha sido un desastre, entonces? —preguntó ella.

—Un poco.

Franquearon la entrada del hospital y se dirigieron a Tollcross.

—¿Cómo está el inspector jefe?

—Aún no lo sé. Están haciéndole radiografías. ¿Dónde vamos?

—Te llevo a casa.

—Debería volver a comisaría...

Clarke negó con la cabeza.

—He llamado. No quieren que vayas hasta mañana.

Rebus se relajó un poco más. Probablemente los analgésicos empezaban a hacer efecto.

—¿Cuándo les practican la autopsia?

—A las nueve y media. —Se encontraban ya en Lauriston Place—. Podrías haber cogido un atajo por ahí atrás —dijo Rebus.

—Es una calle de sentido único.

—Sí, pero a estas horas de la noche no pasa nadie... —Se dio cuenta de lo que acababa de decir—. Madre mía —añadió, frotándose los ojos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Siobhan Clarke—. ¿Ha sido un accidente o pretendían escapar?

—Ninguna de las dos cosas —contestó él pausadamente—. Si tuviese que apostarme algo, diría que fue un suicidio.

Ella lo miró.

—¿Un doble suicidio?

Rebus se encogió de hombros y después se estremeció. En Tollcross, esperaron en silencio a que el semáforo se pusiera en verde. Un par de borrachos se dirigían a casa con el cuerpo inclinado por el viento.

—Hace una noche horrible —comentó Clarke al reemprender la marcha. Rebus asintió sin mediar palabra—. ¿Irás a la autopsia?

—Sí.

—No puedo decir que te envidie.

—¿Sabemos ya quiénes eran?

—Creo que no.

—Me olvido todo el tiempo de que no estás de servicio.

—Exacto. No estoy de servicio.

—¿Y el coche? ¿Le hemos seguido la pista?

Clarke se volvió hacia él y se echó a reír. A Rebus le sorprendió aquella reacción. Allí, en aquel coche sobrecalentado, a aquella hora de la noche y con todo lo que había sucedido, una risa repentina era el sonido más inesperado que podía imaginar. Se frotó la mandíbula y se introdujo un dedo en la boca. El diente que tocó parecía bastante sólido.

Entonces vio unos pies que se deslizaban súbitamente sobre el asfalto bajo dos cuerpos jóvenes; dos cuerpos que caían de espaldas al vacío y desaparecían. No habían emitido ni un solo sonido. No fue un accidente ni un intento de huida; fue algo fatalista, algo que forzosamente ya habían pactado los dos.

—¿Tienes frío?

—No —dijo él—. No tengo frío.

Clarke puso el intermitente para girar por Melville Drive. A su izquierda, Rebus vislumbraba los prados cubiertos por una capa reciente de nieve. A la derecha, estaban Marchmont y su casa.

—La chica no iba en el coche —afirmó sin emoción alguna.

—Siempre cabía esa posibilidad —dijo Siobhan Clarke—. Ni siquiera sabemos con seguridad si ha desaparecido.

—No —coincidió él—. No lo sabemos.

—No eran más que unos insensatos.

El acento inglés de Clarke hizo que la expresión sonara extraña. Rebus sonrió, amparado en la oscuridad.

Había llegado a casa.

Clarke lo dejó frente a la puerta del bloque de apartamentos, y rechazó una desganada oferta de café. Rebus no quería que viese el antro al que llamaba hogar. Los estudiantes se habían marchado en octubre y aquel lugar no parecía suyo. Había cosas que no estaban en su sitio, al menos no como él las recordaba. Faltaban cubiertos, que habían sido sustituidos por objetos que no había visto jamás, y lo mismo ocurría con la vajilla. Cuando se fue de casa de Patience, trajo sus cosas en cajas, la mayoría de las cuales seguían esperando en el recibidor a que alguien las abriera.

Estaba exhausto. Subió las escaleras, abrió la puerta y pasó junto a las cajas, directo hacia el salón y su butaca.

La butaca era la misma de siempre, y se había adaptado rápidamente a la forma de Rebus. Se sentó, se levantó de nuevo y tocó el radiador. Apenas emitía calor y se oía un desesperante ruido en su interior. Necesitaba una llave especial, alguna herramienta con la que pudiera abrir la válvula y purgarlo. Los otros radiadores estaban igual.

Se preparó un café caliente, puso una cinta en el reproductor y cogió el edredón de la cama. Cuando volvió a la butaca, se quitó parte de la ropa y se tapó. Extendió el brazo, destapó una botella de Macallan y vertió un poco en el café. Se bebió media taza y añadió más whisky.

Aún podía oír los sonidos del motor del coche y del metal retorciéndose, y el del viento soplando a su alrededor. Veía unos pies, las suelas de unas zapatillas deportivas baratas y algo parecido a una sonrisa en los labios de un adolescente de pelo rubio. Pero entonces la sonrisa se fue apagando y todo se desvaneció en una profunda oscuridad.

Poco a poco, se rodeó a sí mismo con los brazos y cayó dormido.

Muerte helada

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