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ОглавлениеHasta que se despertó a la mañana siguiente, no recordó que tenía la llave del radiador en el bolsillo de la chaqueta. Las tuberías tintineaban y la caldera rugía, pero los radiadores apenas se calentaban.
Compró café y un panecillo de beicon en una cafetería, y desayunó en el coche de camino al trabajo. El suelo estaba cubierto de una gruesa capa de hielo y las nubes de tormenta, de un gris plomizo, amenazaban con que la cosa iría a peor. Le había llevado más de cinco minutos quitar parte de la escarcha del parabrisas, y aun así era como conducir un tanque, mirando por la única abertura despejada.
Un mensaje sobre su mesa le avisaba de una reunión a las nueve y media en el despacho del Granjero. Rebus consideró que se merecía otro café y se dirigió a la cantina. A una de las mesas, se sentaba una mujer solitaria, agitando lentamente una taza de té.
—¿Gill?
Ella levantó la cabeza. Era Gill Templer. Rebus esbozó la primera sonrisa del año, cogió una silla y se sentó junto a ella.
—Hola, John. —Tenía la mirada clavada en su bebida.
—Creía que estabas en Fife.
—Sí.
—En la Unidad de Delitos Sexuales, ¿verdad?
—Eso es.
Rebus asintió, tratando de ignorar la frialdad que desprendía el tono de Gill.
—Tienes buen aspecto.
Lo decía en serio. Llevaba el pelo oscuro, y el corte desenfadado hacía que unas largas medias lunas cayeran sobre sus mejillas. Tenía los ojos verde esmeralda. No había cambiado ni un ápice. Gill Templer sonrió agradecida, pero no dijo nada.
Brian Holmes puso una mano en el hombro de Rebus.
—Han llegado los exámenes forenses.
—¿Ah, sí?
Holmes fue a servirse un café y también cogió un dónut. Rebus le siguió.
—¿Qué noticias tenemos?
Dio un mordisco al dónut y se encogió de hombros.
—Nada —farfulló Holmes antes de tragar—. El profesor no puede confirmar la presencia de heroína u otra droga en la sangre de ninguno de los chicos. Cree que podría haber un par de marcas de golpes en uno de los cadáveres, pero no son recientes.
—¿En cuál de los cuerpos?
—En el del más bajo.
—Dixie.
Rebus cogió el café y dejó que Holmes le invitara. Cuando se dio la vuelta, Gill Templer había desaparecido y su taza de té seguía ahí, intacta.
—¿Quién era? —preguntó Holmes mientras se guardaba el cambio en el bolsillo.
—Una chica a la que conocía.
—Bien, eso reduce bastante las posibilidades.
Rebus eligió una nueva mesa para sentarse.
El inspector Alister Flower parecía ir de camino a una sesión fotográfica de moda para una tienda de Princes Street.
—Se han quedado sin maniquíes, ¿no? —preguntó Rebus al entrar en el despacho del Granjero Watson.
Flower llevaba un traje azul claro con camisa a conjunto y una corbata blanca y negra con un motivo en zigzag. Había resaltado el atuendo con unos lustrosos mocasines marrones y lo que parecían unos calcetines de deporte blancos. Rebus se sentó junto a él y se fijó en sus propios zapatos, pensando que necesitaban un repaso. Además, llevaba una mancha de grasa del bocadillo de beicon en la camisa.
—He convocado esta reunión —empezó a decir el Granjero— para que se queden tranquilos.
—El inspector Flower siempre lo está —observó Rebus.
Flower trató de soltar una carcajada espontánea, y Rebus se percató de lo desesperado que estaba aquel hombre.
—John —dijo el Granjero—, usted siempre se lo toma todo a broma.
—Déjelos que se rían, señor —terció Flower.
Pero el Granjero no estaba riéndose, y Rebus sabía qué significaba aquel silencio. Mientras persistiera en «cierta actitud», el ascenso sería imposible.
Con lo cual, solo quedaba Alister Flower.
—Aly... —dijo por fin el Granjero. Flower estaba mirándolo fijamente, prestando atención; Rebus no había visto aquel truco antes—. ¿Quiere un poco más de café?
Flower miró su taza y apuró lo que quedaba.
—Por favor, señor.
El Granjero se levantó de la mesa, cogió la taza de Flower y se dirigió a la cafetera. Estaba de espaldas a ambos cuando empezó a hablar:
—El sustituto temporal de Frank Lauderdale empezará de inmediato...
Entonces Rebus lo entendió todo. De pronto, era como si su cuerpo hubiera asumido una masa nueva, mucho más voluminosa.
—Su nombre —prosiguió el Granjero— es Gill Templer.
Flower se fue directo a los lavabos, donde sin duda entablaría un concurso de insultos con el espejo. Rebus volvió pensativo a la sala del DIC. Gill ya se encontraba allí, revisando el informe forense.
—Felicidades, Gill —dijo.
—Gracias. —Templer continuó leyendo. Rebus no se movió hasta que ella levantó la mirada—. John... —dijo en voz baja.
—¿Sí, jefa?
—A mi despacho.
El nombre de Lauderdale seguía en la puerta. No se molestarían en colgar una placa nueva. Al menos, no por ahora. Sin embargo, Rebus se dio cuenta de que Gill ya había cambiado algunas cosas.
—No hace falta que te sientes, John —dijo en cuanto entraron. Rebus sacó un paquete de tabaco—. Venga, ya conoces las normas: prohibido fumar.
Él se llevó el cigarrillo a los labios.
—Entonces me limitaré a chupetearlo —contestó.
Templer cerró la puerta y fue hacia la mesa de Lauderdale, se apoyó en ella y cruzó los brazos.
—John, hay mucha historia aquí. —Rebus observó el despacho—. Ya sabes a qué me refiero. Me he enterado de que tú y la doctora Aitken habéis roto.
Rebus se sacó el pitillo de la boca.
—¿Y?
—Que estás en fase de recuperación, y no quiero que pienses que yo puedo ser tu muleta. No creas que puedes apoyarte en mí unas cuantas veces antes de volver a caer.
Rebus sonrió.
—¿Estabas ensayando en la cafetería?
—A lo que me refiero es que dejemos el pasado tranquilo y seamos profesionales.
—De acuerdo.
Rebus volvió a llevarse el cigarrillo a los labios y Templer se sentó en su butaca.
—Bien, ¿qué puedes decirme de esos dos idiotas que cerraron anoche el puente del Forth?
—Eran un par de impostores, tal vez con deudas o una adicción que financiar. Dos delincuentes de medio pelo un tanto desesperados. No hay ningún indicio de que conocieran a la chica. Howdenhall registró el coche; no hay huellas suyas en el vehículo.
—Entonces ¿por qué te interesaban tanto los resultados toxicológicos?
—¿Me interesaban?
—Alguien fue a buscarte a la cafetería para decirte que ya habían llegado.
Rebus sonrió de nuevo.
—Sospecho que trabajaban para otra persona.
—¿Tienes algún nombre?
—Paul Duggan. Les prestó el coche a los muchachos. Además, les subarrendó su casa de protección oficial.
—Eso es ilegal.
—Sí, lo es. Tal vez deberíamos hacerle algunas preguntas a ese tipo.
Templer sopesó la posibilidad y asintió.
—¿En qué más estás trabajando?
Rebus se encogió de hombros.
—Poca cosa. Esta época del año siempre es tranquila.
—Esperemos que siga siéndolo. Sé cuál es tu reputación, John. Ya era nefasta cuando te conocí, pero dicen las malas lenguas que últimamente ha empeorado. No quiero problemas.
Rebus miró por la ventana. Había empezado a nevar.
—Con este tiempo —dijo—, nunca hay demasiados problemas en Edimburgo, créeme.