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INTRODUCCIÓN

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Escuché por primera vez Let It Bleed, el disco de los Rolling Stones, cuando tenía solo diez u once años. No me gustó aquella música; a esa edad escuchaba a Marc Bolan y poco más. El aficionado a los Stones era el novio de mi hermana. Sin embargo, las letras me resultaron interesantes. Intuí que había algo «sucio» en ellas. Hacían alusión al sexo, al libertinaje, a la violencia y a las drogas. Había incluso una canción («Midnight Rambler») que parecía tratar sobre un asesino en serie real. Así que, finalmente, acabé comprándome el disco.

No obstante, por aquel entonces tenía ya veintitantos y había escrito un par de libros. También trabajaba como periodista musical y crítico de equipos de alta fidelidad en Londres. Let It Bleed, con su fantástico sonido de estudio, pronto se convirtió en una constante en mi Linn Sondek y, en 1994, llegado el momento de escribir la séptima novela de John Rebus, me animé a tomar prestado el título del álbum.1

Si bien el libro está ambientado en un invierno de Edimburgo, lo escribí en mi casa del sudeste de Francia, casi siempre bajo un calor sofocante (hacía mucho tiempo que había dejado el empleo como crítico de equipos de música, pero todavía utilizaba el tocadiscos Linn). Ahora mismo, no sé a ciencia cierta si trabajar en el libro me proporcionó una especie de aire acondicionado interno, pero sí estoy seguro de que durante una ola de frío en Edimburgo quieres que la calefacción central funcione. De ahí el juego de palabras del título: lo que Rebus realmente necesita que sangre en el libro es un radiador.2

En los años noventa me convencí de que, para ganar una suma decente de dinero, tendría que trasladar mis aptitudes a la televisión. Ya había intentado escribir varios guiones para la consolidada serie policíaca The Bill. En las reuniones con el equipo de producción, supe que cada uno de los guiones de The Bill debía contener exactamente tres escenarios y que la acción no podía versar sobre la vida privada de los policías ni mostrarlos fuera de servicio. Por alguna razón, era incapaz de ceñirme a la fórmula. Más o menos por la misma época, la televisión había mostrado cierto interés en Rebus. Asistí a más reuniones, en aquella ocasión con la BBC, e intenté escribir algunos guiones (adaptaciones e historias originales), aunque también tropecé con diversos obstáculos. Al final, empecé a plantear ideas no relacionadas con Rebus a mis contactos televisivos, pero fue en vano. No obstante, todo ello podría explicar el comienzo trepidante de Muerte helada. Todavía es algo que me encantaría ver en la gran pantalla, al más puro estilo de Hollywood: una persecución automovilística nocturna en plena tormenta de nieve con el puente de Forth Road como testigo. Fantástico.

Muerte helada era una novela política, ya que se servía de políticas locales y nacionales en buena parte de la trama. En aquel momento, tenía a un agente real a mi lado, un seguidor de mis libros que había detectado varios errores de procedimiento en historias anteriores. Además, con algunas novelas publicadas en mi haber, era conocido en Edimburgo, de modo que podía abordar a completos desconocidos (funcionarios del ayuntamiento, por ejemplo) para que me ayudaran en mis investigaciones. En mis viajes a la capital de Escocia para escribir Muerte helada, dormí en el sofá de un amigo, formulé numerosas preguntas en las oficinas de varios organismos del gobierno e invité a unas cuantas comidas y rondas. En ciertos aspectos, el nuevo libro sería un regreso al Edimburgo de mi segunda novela, El escondite. Ambas historias tratan sobre el rostro cambiante de la capital y sus intentos por conseguir crear nuevas oportunidades de empleo (a través de las nuevas tecnologías) sin perder su identidad. De hecho, en Edimburgo ya estaban produciéndose cambios estructurales: existía un plan para que una destilería abriera un parque temático cerca del Palacio de Holyrood. A la postre, el lugar también albergaría Our Dynamic Earth y el Parlamento escocés, pero en aquel momento ya me embargaba un sentimiento de regocijo: ¡construir un parque temático sobre el alcohol! Bueno, ¿por qué no? Varios monumentos de la ciudad, entre ellos el Usher Hall, se habían edificado con dinero procedente de las dinastías que habían hecho su fortuna con el alcohol. De ahí el uso de una de mis citas favoritas de Martin Amis al principio del libro: «Sin mujeres, la vida es un pub».

Aunque en Muerte helada hay mucha acción, también es, a mi juicio, un libro bastante conmovedor. Se nos brinda acceso a los pensamientos de Rebus como nunca antes había hecho. Sabemos por qué le gusta la música y por qué recurre tan a menudo a la botella. Se desvelan recuerdos de su infancia y eso nos permite modular nuestra idea de él como un ser tridimensional. El libro contiene algunas de mis escenas e imágenes favoritas (por ejemplo, la visita de Rebus a un constructor de muros de piedra a la antigua usanza, o su invitación a una cacería en Pertshire), y termina con algunos cabos sueltos. Esos cabos sueltos me parecieron de lo más realistas, pero irritaron a mis editores estadounidenses hasta tal extremo que me pidieron que escribiera un capítulo adicional para su publicación en Estados Unidos. Finalmente lo hice, aunque tuve la sensación de que no aportaba nada a la suma del libro (motivo por el cual no se incluye aquí). Entretanto, regresan a la serie algunos viejos amigos (Sammy, la hija de Rebus, su examante Gill y la periodista Mairie Henderson), lo que, sumado al hecho de que Rebus haya vuelto a su antiguo piso tras echar a los estudiantes a los que se lo había alquilado, infunde a la novela una sensación de solidez y confortabilidad. En aquel tiempo, me sentía muy cómodo con mi capacidad para escribir una historia de crímenes decente y recrear el mundo de Rebus... cosa que probablemente explique por qué me costó tanto esfuerzo que mi siguiente libro fuese tan distinto, lo cual me planteó toda una serie de nuevos retos.

Por el momento, sin embargo, era feliz. Conocía la mente de Rebus. Y él también era feliz, feliz con su adicción al alcohol, con sus cigarrillos y con su música.

«Después de una copa, le gustaba escuchar a los Stones. Las mujeres, las relaciones y los compañeros habían ido y venido, pero los Stones siempre habían estado allí. Puso el disco y se sirvió un último trago. El riff de guitarra, uno entre media docena en el incansable repertorio de Keith, daba comienzo al disco. “No tengo gran cosa —pensó Rebus—, pero tengo esto...”».

En el disco Let It Bleed, hay una canción sobre el Estrangulador de Boston. Mick Jagger había escrito sobre un crimen real. Y lo que era bueno para Mick sin duda lo era también para mí, como demostraría mi siguiente novela.

IAN RANKIN,

mayo de 2005

Muerte helada

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