Читать книгу Muerte helada - Ian Rankin - Страница 15

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Rebus fue caminando a Tollcross.

Notaba un sabor en los pulmones y cierto aroma en el paladar, y esperaba que el frío los atenuara. Podía entrar en un pub y matarlos allí, pero no lo hizo. Solo recordaba un invierno más gélido que aquel. Veinte bajo cero, clima siberiano. Las tuberías exteriores del edificio se habían congelado y las aguas residuales no circulaban. El olor era repugnante, pero siempre cabía la posibilidad de abrir la ventana. Con el hedor de la muerte no ocurría lo mismo; no desaparecía abriendo una ventana o dando un paseo.

El suelo estaba helado y resbaló un par de veces. Otra buena razón para no tomar una copa: necesitaba conservar la entereza. Había copiado la dirección de McAnally en su libro de notas, aunque de todos modos conocía bien la zona; se encontraba dos calles por encima del armazón calcinado del Crazy Hose Saloon. Había un interfono en la entrada principal. Encendió el mechero y vio que MCANALLY era el tercer nombre empezando por abajo. Se le estaban entumeciendo los dedos de los pies, así que pulsó el botón. Había ensayado el discurso. A ningún policía le gustaba dar malas noticias, y menos aún tan malas como aquella. «Su marido ha perdido la cabeza» no resultaría muy apropiado.

El interfono cobró vida.

—¡No me digas que has perdido las llaves otra vez, Shug! Si has estado bebiendo y las has perdido, por mí como si se te congela el culo. ¡Me importa un carajo!

—¿Señora McAnally?

—¿Quién es?

—Inspector Rebus. ¿Puedo subir?

—Por el amor de Dios, ¿qué ha hecho esta vez?

—¿Puedo subir, señora McAnally?

—Sí, será lo mejor.

El interfono emitió un zumbido, y Rebus abrió la puerta. Los McAnally vivían en un primer piso: por una vez, había abrigado la esperanza de que fuese el ático para posponer el momento unos segundos más. Subió lentamente, valorando las palabras adecuadas. Ella le esperaba en el umbral. Era una bonita puerta que parecía nueva, de madera oscura y con un motivo de cristal en forma de ventilador. El picaporte y el buzón de cobre también eran recientes.

—¿Señora McAnally?

—Pase.

La mujer lo acompañó hasta el salón por un corto pasillo. Era un piso pequeño, pero bien amueblado y cubierto de hermosas alfombras. Había una cocinita junto al salón, y ambas estancias debían de sumar como mucho unos treinta metros cuadrados. Los vendedores de pisos sin duda lo describirían como «acogedor» y «compacto». Las tres barras de la estufa eléctrica estaban encendidas, y el salón le pareció demasiado caldeado. La señora McAnally estaba viendo la televisión, con una lata de cerveza negra Sweetheart apoyada en uno de los amplios reposabrazos de la butaca y un cenicero y tabaco en el otro.

Parecía una persona... enérgica; no encontraba una descripción más adecuada. Las esposas de los expresidiarios solían encajar en ese perfil. Las visitas a la cárcel les endurecían la mandíbula y convertían sus ojos en hendiduras suspicaces. Llevaba el pelo teñido de rubio y, aunque por lo visto iba a pasar la noche en casa, se había pintado las uñas y se había aplicado un poco de lápiz de ojos y maquillaje.

—¿Qué ha hecho? —insistió—. Siéntese si quiere.

—Me quedaré de pie, gracias. La cuestión, señora McAnally, es que...

Rebus se interrumpió. Esa era la manera de proceder: bajar la voz respetuosamente, pronunciar unas palabras introductorias, y guardar silencio con la esperanza de que la viuda o el viudo, o la madre o el padre, o el hijo o la hija, se dieran cuenta de lo que había ocurrido.

—¿La cuestión es qué? —le espetó.

—Bueno, lamento tener que decirle...

La señora McAnally tenía la mirada clavada en el televisor. Era una película, una ruidosa aventura hollywoodiense.

—¿Podríamos bajar el volumen? —preguntó Rebus.

Ella se encogió de hombros y pulsó un botón del mando a distancia. En la pantalla apareció un altavoz tachado. De pronto, Rebus se fijó en lo grande que era aquel televisor. De hecho, llenaba todo un rincón de la sala. «No me haga pronunciar las palabras», pensó. Entonces vio un destello en sus ojos. Le pareció que eran lágrimas. «Está conteniéndose».

—Lo sabe, ¿verdad? —dijo Rebus comedidamente.

—¿Saber qué? —replicó ella.

—Señora McAnally, creemos que su marido podría estar... muerto. —La mujer lanzó el mando a distancia al otro extremo del salón y se puso en pie—. Se ha suicidado un hombre —continuó Rebus—. Llevaba una carta en el bolsillo que iba dirigida a su marido.

La mujer lo miró con dureza.

—¿Y qué? Eso no significa nada. Quizá se le cayera y alguien la recogiese.

—El fallecido... el hombre, llevaba una cazadora negra de nailon y unos pantalones de color claro, un jersey verde...

La señora McAnally le dio la espalda.

—¿Dónde? ¿Dónde ha ocurrido?

—En Warrender Park.

—Muy bien —dijo en tono desafiante—. Wee Shug ha ido a Lothian Road, a sus antros habituales.

—¿A qué hora esperaba que volviera?

—Los pubs siguen abiertos, si eso responde a su pregunta.

—Mire, señora McAnally, sé que esto no es fácil, pero me gustaría que me acompañara al depósito de cadáveres y viera unas prendas de ropa. ¿Le parece bien?

Tenía los brazos cruzados y se balanceaba sobre sus pies.

—No, no me parece bien. ¿De qué serviría? No es Wee Shug. Solo lleva una semana en libertad, una miserable semana. No puede estar muerto... —Hizo una pausa—. ¿Le atropelló un coche?

—Se quitó la vida.

—¿Está usted loco? ¿Se quitó la...? ¡Salga de mi casa! ¡Vamos, lárguese!

—Señora McAnally, debemos...

Pero entonces empezó a propinarle puñetazos y a empujarlo por el salón y el pasillo.

—¡Aléjese de él, ¿me oye?! ¡Aléjese de nosotros! Esto es acoso policial...

—Sé que está preocupada, señora McAnally, pero una identificación aclararía las cosas y la dejaría tranquila.

Sus golpes habían ido perdiendo fuerza, hasta que cesaron por completo. A Rebus le dolía la palma de la mano en la que había recibido la mayoría de los golpes.

—Lo siento... —dijo ella, respirando entrecortadamente.

—Es natural, está preocupada. ¿Tiene algún vecino o amigo, alguien que pueda acompañarla?

—Maisie vive al lado.

—Bien. ¿Le parece si voy a buscar el coche y la recojo? Tal vez Maisie pueda ir con usted.

—Se lo preguntaré.

La señora McAnally abrió la puerta y salió al rellano en dirección a una puerta con el rótulo FINCH.

—Utilizaré su teléfono, si no le importa —dijo Rebus mientras regresaba al interior del piso.

Dio un vistazo rápido. Solo había un dormitorio y un baño, además de un trastero. Ya había visto el resto de la vivienda. El dormitorio estaba muy bien amueblado, con cortinas rosas fruncidas y colcha a juego, y una pequeña mesita cubierta de frascos de perfume. Se dirigió al pasillo y realizó un par de llamadas: una para pedir un coche, y la otra para asegurarse de que alguien del DIC estuviera en el depósito de cadáveres para colaborar en la identificación.

La puerta se abrió y entraron dos mujeres. Esperaba que la señora Finch fuera más o menos de la misma edad que McAnally, pero era una chica de unos veintitantos con las piernas largas, enfundadas en una falda ajustada. La tal Finch lo miró como si fuera un bromista retorcido. A cambio, él le dedicó una sonrisa que aunaba compasión e interés. Ella no le correspondió, de modo que hubo de contentarse con la imagen de sus largas piernas mientras la joven ayudaba a la señora McAnally a recorrer el pasillo y entrar en el salón.

—Un poco de Bacardí, Tresa —dijo Maisie Finch—, te calmará. Antes de nada, tomaremos un Bacardí con cola. ¿Tienes algún Valium por aquí? Si no, creo que me queda alguno en el armario del cuarto de baño.

—No puede estar muerto, Maisie... —gimió Tresa McAnally.

—No hablemos de él —repuso Maisie.

Era un consejo extraño, pensó Rebus cuando se disponía ya a marcharse.

Muerte helada

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