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Una noche de invierno, saliendo a todo gas de Edimburgo.

El coche que circulaba delante era perseguido por otros tres, ocupados por agentes de policía. Caía aguanieve en medio de la oscuridad, y el viento soplaba en horizontal. En el segundo coche de policía, el inspector John Rebus apretaba la mandíbula. Con una mano se agarraba con fuerza a la puerta, y con la otra sujetaba la parte delantera del asiento del copiloto. Tras el volante, el inspector jefe Frank Lauderdale parecía haber rejuvenecido treinta años. Estaba claro que disfrutaba de la sensación de poder que le confería conducir a toda pastilla, un poco alocadamente, y se inclinaba hacia delante, casi pegándose al parabrisas.

—¡Los atraparemos! —gritó por enésima vez—. ¡Cogeremos a esos cabrones!

Rebus no pudo abrir la mandíbula lo suficiente para formar una respuesta. No es que Lauderdale fuese mal conductor... De acuerdo, lo era, pero es que además, con aquella lluvia... Cuando bordearon la segunda rotonda en la intersección de Barnton, Rebus notó que las ruedas traseras perdían adherencia en la resbaladiza superficie de la carretera. Para empezar, los neumáticos no eran nuevos... Probablemente incluso fuesen recauchutados. La temperatura rondaba los cero grados y el aguanieve los esperaba traicioneramente. Habían salido de la ciudad, dejando atrás semáforos y cruces, y allí una persecución automovilística sería más segura... Pero Rebus estaba cada vez más nervioso.

En el coche de delante viajaban dos efectivos uniformados, jóvenes y sagaces, y en el otro vehículo un sargento y un agente. Rebus miró por el espejo retrovisor y vio unas luces. Miró también por la ventanilla... y no vio nada. Allí fuera estaba negro como la boca del lobo.

«No quiero morir en la oscuridad», pensó.

Una conversación telefónica del día anterior.

—Diez de los grandes y soltaremos a su hija.

El padre se pasó la lengua por los labios.

—¿Diez? Eso es mucho dinero.

—Para usted no.

—Espere, déjeme pensar... —El padre miró el cuaderno, donde John Rebus le estaba garabateando algo—. Necesito más tiempo —dijo a su interlocutor.

Rebus escuchaba por un pinganillo, contemplando en silencio cómo la grabadora hacía girar la bobina.

—Esa actitud podría perjudicar a su hija.

—No... por favor.

—Entonces será mejor que consiga el dinero.

—¿La traerán con ustedes?

—No somos timadores, caballero. Estará allí si también lo está el dinero.

—¿Dónde?

—Llamaremos esta noche para darle los detalles. Una última cosa: nada de policía, ¿entendido? Cualquier rastro de ella, aunque sea una sirena lejana, y la próxima vez que vea a su hija será en el tanatorio de la cooperativa.

—¡Los atraparemos! —gritó Lauderdale.

Rebus notó que por fin podía abrir la boca.

—De acuerdo, los atraparemos, pero ¿qué tal si aminoramos un poco?

Lauderdale lo miró y sonrió.

—¿Es que has perdido la botella, John? —dijo justo antes de dar un volantazo y adelantar a una furgoneta de transporte.

El hombre que había llamado parecía joven y de clase trabajadora. Había mencionado la cooperativa. Había utilizado la palabra «caballero». Sin duda era un muchacho de clase obrera, y quizá un tanto ingenuo. Aunque Rebus aún no las tenía todas consigo.

—La policía de Fife está esperando al otro lado del puente ¿verdad? —insistió, imponiéndose al rugido del motor.

Lauderdale machacó la palanca de cambio y redujo a tercera.

—Exacto —respondió.

—Entonces ¿qué prisa tenemos?

—No seas blando, John. ¡Ya son nuestros!

Rebus sabía a qué se refería su superior. Si no lo interceptaban antes, el coche al que perseguían cruzaría el puente de Forth Road y entraría en Fife, donde le esperaba un control de policía. La presa sería para Fife.

Lauderdale estaba ahora hablando por radio con el coche de enfrente. Con una mano conducía ligeramente peor que con dos, y Rebus se balanceaba de lado a lado. Lauderdale dejó el receptor.

—¿Tú qué opinas? —preguntó—. ¿Saldrán en Queensferry?

—No lo sé —contestó Rebus.

—Esos novatos de ahí delante creen que los atraparemos en el peaje si deciden seguir hacia el puente.

Probablemente lo harían, empujados por el miedo y la adrenalina. Esa combinación solía cegar el instinto de supervivencia. Uno seguía adelante sin pensárselo dos veces. Lo único que deseaba era huir.

—Al menos podrías ponerte el cinturón —sugirió Rebus.

—Podría —dijo Lauderdale, pero no lo hizo. Los pilotos de carreras no se preocupaban de esas nimiedades.

Se acercaron a la última salida, y el coche que iba delante la rebasó. Ya no tenía otra alternativa: iba directo al puente. La iluminación de la carretera volvió a intensificarse cuando se acercaron a las cabinas del peaje. Rebus se imaginó a los fugitivos deteniéndose a pagar, como todo el mundo. Bajarían la ventanilla, buscarían las monedas...

—Están aminorando.

La carretera se ensanchó y de repente tenía media docena de carriles. Ante ellos se extendía ahora la hilera de cabinas, y detrás de ellas el puente, que se curvaba ligeramente en el tramo central, donde los cables de acero sostenían en vilo la calzada, de modo que ni siquiera en un día despejado podía verse el otro extremo al entrar en él.

—Definitivamente, están aminorando.

En aquel momento, solo unos metros separaban a los cuatro coches, y por primera vez Rebus distinguió claramente la parte trasera del vehículo al que perseguían. Era un Ford Cortina matrícula Y. La iluminación elevada le permitía ahora distinguir dos cabezas, conductor y pasajero, ambos varones.

—Puede que la chica esté en el maletero... —dijo poco convencido.

—Es posible —coincidió Lauderdale.

—Si no va en el coche con ellos, no pueden hacerle daño.

Lauderdale asintió, aunque no parecía estar escuchando. Volvió a coger la radio. Había muchas interferencias.

—Si llegan al puente —dijo— se acabó, callejón sin salida. No hay escapatoria, a menos que los de Fife la caguen.

—Entonces... ¿nos quedamos aquí? —propuso Rebus. Lauderdale se echó a reír—. Ya me figuraba que no.

Pero algo estaba sucediendo. De pronto, se encendieron unas luces rojas en la parte trasera del coche de los sospechosos. ¿Estaban frenando...? ¡No, ahora daban marcha atrás a gran velocidad! Impactaron fuertemente contra el primer coche de policía y salieron despedidos hacia el de Lauderdale.

—¡Cabrones!

El coche fugitivo viró bruscamente, se dirigió hacia de una de las cabinas cerradas y golpeó la barrera sin llegar a partirla, aunque la dobló lo suficiente para pasar. Se oyó un chirrido de metal contra metal y desaparecieron. Rebus no podía creérselo.

—¡Van en contradirección!

Así era. Ya fuese accidental o planeado, el vehículo, que empezó a coger velocidad con las luces largas puestas, se dirigía ahora al norte por los carriles que discurrían hacia el sur. El coche patrulla que lideraba el convoy titubeó y, finalmente, se lanzó a seguirlos. Lauderdale parecía dispuesto a hacer lo mismo, pero Rebus extendió una mano y agarró el volante con todas sus fuerzas para mantenerse en el carril dirección norte.

—¡Qué demonios haces! —le espetó Lauderdale, pisando a fondo el acelerador.

Era bien entrada la noche y apenas había tráfico. Aun así, el conductor del coche que iba en cabeza corría cierto riesgo.

—Solo deben de tener bloqueada esta calzada ¿no? —comentó Rebus—. Si esos lunáticos llegan al otro lado, acabaran escapando.

Lauderdale no dijo nada. Estaba mirando al otro lado de la mediana, tratando de mantener los otros dos coches en su campo de visión. Cuando intentó coger la radio de nuevo, estuvo a punto de perder el control. El coche se balanceó hacia la derecha y después, con más fuerza, hacia la izquierda, y topó con las vallas metálicas. Rebus no quería pensar en el estuario del Forth, situado varios centenares de metros más abajo, pero lo hizo de todos modos. Había cruzado un par de veces el puente a pie, utilizando las aceras situadas a ambos lados de la carretera, y le resultó aterrador, ya que el omnipresente viento amenazaba con arrojarlo al precipicio. Notaba un hormigueo en los dedos de los pies, el miedo a las alturas...

En la otra calzada estaba sucediendo lo inevitable, y lo increíble estaba a punto de comenzar. Un camión articulado, que circulaba a velocidad máxima tras alcanzar penosamente la cima de la elevación, vio unas luces donde no debía haberlas. El coche de los fugitivos ya había esquivado a dos coches y podría haberse desplazado al carril izquierdo para evitar al camión, pero al conductor le invadió el pánico. Cambió al carril rápido y sus manos permanecieron inmóviles mientras seguía pisando a fondo el acelerador. El camión impactó contra la valla y empezó a elevarse por encima de la mediana, que consistía en una red de cables de acero. El remolque quedó atorado y la cabina se separó de la caja e invadió los carriles en dirección norte, deslizándose sobre un mar de chispas y agua justamente en la trayectoria del coche en el que viajaban Lauderdale y Rebus.

El inspector jefe pisó el freno con todas sus fuerzas, pero no había donde ir. La cabina se deslizaba hacia ellos en diagonal y ocupaba ambos carriles. No tenían escapatoria. Rebus dispuso de dos segundos para asimilarlo. Sintió que todo su cuerpo se contraía, intentando ocultarse en su escroto. Levantó las rodillas, apoyó los pies y las manos en el salpicadero y presionó la cabeza contra las piernas...

¡Bam!

Con los ojos bien cerrados, Rebus solo podía guiarse por los ruidos y su instinto. Algo lo golpeó en el pómulo y pasó silbando. Oyó cristales rotos, como hielo quebrándose, y el sonido del metal sometido a tortura. La barriga le indicaba que estaban desplazándose hacia atrás. Se oyeron otros sonidos más lejanos. Más metal, más cristal.

La cabina articulada había perdido buena parte de su impulso al verse arrastrada por el asfalto, y el impacto con el coche la hizo frenar en seco. Rebus creyó que se partiría la columna. ¿Latigazo cervical lo llaman? Más bien parecía un ladrillazo en la nuca. El coche se detuvo, y lo primero en que reparó es en que le dolía la mandíbula. Miró hacia el asiento del conductor, pensando que Lauderdale le había propinado un puñetazo por alguna razón ignota, pero vio que su superior ya no estaba allí.

Bueno, su trasero sí estaba allí, mirando a Rebus a la cara desde una posición poco halagüeña en el lugar que solía ocupar el parabrisas. Lauderdale tenía los pies atrapados en el volante. Había perdido un zapato y sus piernas descansaban encima del salpicadero. El resto de su cuerpo yacía sobre lo que quedaba del capó.

—¡Frank! —gritó—. ¡Frank!

Rebus sabía que no debía meter de nuevo a Lauderdale en el coche; sabía que no debía tocarlo siquiera. Intentó abrir la puerta, pero era un amasijo informe, así que se desabrochó el cinturón de seguridad y se deslizó por lo que quedaba del capó. Su mano entró en contacto con algo metálico y sintió que se quemaba. Lanzó una maldición y apartó la mano, y vio que la había apoyado en una zona del motor que había quedado al descubierto.

Detrás de ellos, se detuvieron varios coches. El sargento y el agente fueron corriendo hacia él.

—Frank... —susurró Rebus.

Observó el rostro de Lauderdale, ensangrentado pero aún con vida. Sí, estaba convencido de que el inspector jefe seguía vivo. Aun así, había algo... No se movía, ni siquiera sabía con certeza si respiraba, pero detectaba algo, una energía invisible que no se había disipado. Todavía no.

—¿Se encuentra bien? —preguntó alguien.

—Ayúdenle —ordenó Rebus—. Llamen a una ambulancia y vayan a ver cómo está el conductor del camión.

Después, miró al otro lado del puente... y lo que vio lo dejó helado. Al principio no estaba seguro, no del todo, así que se encaramó a las vallas metálicas que separaban ambas calzadas.

El coche de los sospechosos había desaparecido. Había desaparecido del todo. Habían saltado el guardarraíl y cruzado la acera, y todavía les quedó velocidad suficiente para atravesar las últimas vallas, que separaban el paso para peatones del vacío que se precipitaba hacia el estuario del Forth. El viento azotaba el rostro de Rebus y le arrojaba aguanieve a los ojos. Los entrecerró y miró de nuevo. Sí, el Cortina seguía allí, suspendido en el aire, con las ruedas delanteras al otro lado de la valla y las traseras y el maletero sobre la calzada. Pensó en lo que podía contener ese maletero.

—Dios mío... —dijo, y empezó a trepar a la mediana agarrándose a los gruesos cables de metal.

—¿Qué está haciendo? —gritó alguien—. ¡Vuelva!

Pero Rebus siguió caminando, apenas consciente del abismo que se abría a sus pies y del hueco que mediaba entre cada barra metálica y su vecina. Había más espacio que hierro. El frío metal le resultó agradable. Todavía sentía que la palma de la mano le ardía. Pasó junto a lo que quedaba de la caja del camión, que descansaba sobre un lateral, la mitad sobre el asfalto y la otra mitad en la mediana. Había un rótulo en un costado: Transportes Byars. Por Dios, qué frío hacía. El viento, aquel maldito viento perenne... Sin embargo, notaba que estaba sudando. «Debería llevar abrigo —pensó—. Este frío acabará matándome».

Finalmente, saltó a la calzada, donde una hilera de coches se había detenido desordenadamente. Había cierta separación entre la carretera y el paso de viandantes; era una distancia corta, pero invadida por el gélido aire. El Ford Cortina había retorcido las vallas, y Rebus se encaramó a ellas y dio un pequeño brinco hasta la calzada.

Los dos adolescentes del coche habían conseguido ya salir del vehículo.

Habían tenido que trepar por los asientos y deslizarse por la parte trasera. Las puertas delanteras solo los abocaban a una caída segura. Miraban a izquierda y derecha, atenazados por el pánico. Se oían sirenas al norte. La policía de Fife estaba en camino.

Rebus levantó las manos. Los dos agentes estaban detrás de él, pero los jóvenes no miraban a Rebus, solo veían a los policías de uniforme. Comprendían los mensajes sencillos. Comprendían qué significaban aquellos atuendos. Miraron de nuevo a su alrededor, buscando una escapatoria que no estaba allí. De pronto, uno de ellos —de pelo rubio, alto y un poco mayor que su compañero— agarró al más joven de la mano y empezó a tirar de él hacia atrás.

—No hagáis ninguna tontería, muchachos —dijo uno de los agentes uniformados.

Pero eran meras palabras. Nadie las escuchaba. Ahora, los dos adolescentes estaban contra la valla, a unos tres metros del coche accidentado. Rebus avanzó lentamente, señalando con el dedo para dejarles claro que se dirigía hacia el vehículo. El impacto había hecho que el maletero se abriera un par de centímetros. Rebus levantó el capó con cuidado y miró dentro.

No había nadie en su interior.

Al cerrarlo, el coche se balanceó sobre su punto de apoyo y volvió a estabilizarse. Rebus miró al mayor de los dos muchachos.

—¡Aquí hace un frío que pela! —gritó—. ¡Os meteremos en un coche!

En ese instante, las cosas parecieron sucederse a cámara lenta. El muchacho rubio meneó la cabeza, casi sonriendo, rodeó a su amigo en un extraño abrazo, y finalmente se apoyó en la valla, dejándose caer hacia atrás y llevándose a su compañero con él. No hubo resistencia. Sus zapatillas de deporte baratas se aferraron a la carretera un segundo y después resbalaron, y las piernas dieron rápidos latigazos mientras se precipitaban al vacío en medio de la oscuridad.

Puede que fuera un suicidio, o tal vez un vuelo, pensó Rebus más tarde. Fuese lo que fuese, era una muerte segura. Cuando uno impacta en el agua desde aquella altura, es como si chocara contra el cemento. Una caída como aquella, en plena noche, y ni siquiera gritaron, no emitieron sonido alguno. Tampoco pudieron ver cómo el agua se alzaba para recibirlos.

Sin embargo, no cayeron al agua.

Una fragata de la Marina Real acababa de zarpar del puerto de Rosyth y se deslizaba hacia el mar, y ambos se incrustaron en la cubierta metálica.

Lo cual, como dijo todo el mundo en la comisaría, ahorró a los buzos de la policía una ingrata inmersión a bajo cero.

Muerte helada

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