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Rebus se dirigió a Stenhouse. Se encontraba más alejado del centro de la ciudad y era más bonito de lo que recordaba. Todo se volvía más tranquilo una vez salías de Gorgie Road. Había casas adosadas de dos plantas con pulcros jardines y aceras limpias. Algunas de las escaleras de entrada parecían recién fregadas. Un par de veces por semana, su madre se arrodillaba, como todas las demás mujeres de su calle, para lustrar la escalera con agua jabonosa caliente o lejía. Una escalera sucia proyectaba una mala imagen de la casa.

Rebus estaba más acostumbrado al centro de Edimburgo y a sus edificios de apartamentos. Los pequeños barrios de las afueras todavía lograban sorprenderlo. Habían vertido sal en las aceras y las calles. En verano, los vecinos cotilleaban junto a las vallas de sus jardines, pero ahora estaban todos hibernando.

El invierno en Edimburgo podía ser de lo más pertinaz. Empezaba a principios de octubre y se prolongaba hasta abril. Los días no eran constantes: a veces se imponía el crepúsculo durante veinticuatro horas, y a veces la nieve fresca en el suelo hacía que el brillo del sol te abrasara los ojos. La gente caminaba siempre entrecerrando los párpados, ya fuera para orientarse en la penumbra o para protegerse de la penetrante luz.

Aquel era un día crepuscular. El cielo era de un lóbrego marrón, y amenazaba lluvia. Rebus se metió las manos en los bolsillos y notó la pequeña bolsa de papel. Había encontrado un ferretero en Gorgie Road que lo mandó a una tienda especializada en la que le vendieron una llave de radiador. Miró a su alrededor, encontró la casa que estaba buscando y se dirigió a la puerta principal.

—Buenas tardes —lo saludó Siobhan Clarke—. ¿Cómo te encuentras?

Rebus se abrió paso. En la casa no hacía mucho más calor que fuera. En el salón, Brian Holmes estaba dando un vistazo a una colección de CD.

—¿Hay algo? —preguntó Rebus.

Holmes se levantó.

—Hay algunos periódicos con artículos sobre el caso Kennedy. Probablemente sacaron la idea de ahí. No hay ningún indicio de que la chica haya estado aquí. Por otro lado, es bastante improbable que anduviera por ahí con unos vagos como esos. Es una chica de Gillespie’s; Willie y Dixie eran de colegio público.

—Parece un engaño en toda regla —coincidió Clarke.

Rebus miró a su alrededor y se volvió hacia Clarke.

—Supongamos que eres una chica bien educada, que ha estudiado en colegios caros y lleva una vida acomodada. Supongamos que quieres escapar de casa y desaparecer una temporada, tal vez para siempre. ¿Te juntarías con gente de tu clase o bajarías unos peldaños, donde nadie te conociera ni te prestara atención?

—¿Con gente como Willie y Dixie, quieres decir?

Rebus se encogió de hombros.

—Son solo especulaciones. Yo diría que ha hecho lo que hace cualquiera cuando quiere huir de Escocia: irse a Londres.

—Que Dios la asista —dijo Holmes pausadamente.

—¿Has terminado con el registro?

—No.

—Pues no te interrumpo más. De hecho, si enciendes esa estufa eléctrica, puede que incluso te eche una mano.

Brian Holmes buscó monedas en los bolsillos para el contador de luz y se pusieron a trabajar.

Había dos dormitorios, uno de ellos ordenado, con la cama hecha, y el otro caótico. La habitación ordenada pertenecía a William Coyle, tal como confirmaba una carta del Departamento de Servicios Sociales que había sobre el colchón. Había libros en una estantería, en su mayoría nuevos. Rebus se preguntaba qué librería habría perdido existencias recientemente. Cogió uno titulado Trainspotting, y vio que había varias hojas de papel ocultas detrás de la hilera de libros. Estaban grapadas en una esquina y editadas profesionalmente con gráficas. Aquello parecía un informe de empresa, un proyecto de algún tipo.

Holmes intentó ver de qué se trataba.

—No me digas que Willie era emprendedor...

Rebus se encogió de hombros, pero enrolló el informe y se lo guardó en el bolsillo.

—¡Aquí! —exclamó la agente Clarke.

Cuando llegaron, estaba sacando algo de debajo de la cama de Dixie Taylor. Eran tres jeringuillas desechables, todavía con su envoltorio, una vela totalmente consumida y una cucharilla de postre ennegrecida por debajo.

—No hay rastro de jaco —dijo al levantarse, atusándose el pelo.

—Miraré debajo de la otra cama —intervino Holmes.

Rebus sonrió.

—¿«Jaco»? —preguntó—. ¿Qué clase de libros has estado leyendo? —Entonces se puso serio—. Será mejor que pidamos refuerzos y echemos un buen vistazo a este lugar.

—Vale.

Cuando Rebus se quedó solo en la habitación, examinó las jeringuillas. Había una fina capa de polvo en los paquetes, y quedaban pequeñas bolas de sustancia en la cuchara. Obviamente, Dixie no había utilizado sus utensilios desde hacía algún tiempo. Rebus fue al cuarto de baño en busca de metadona o lo que fuera que recetaran ahora los médicos para desintoxicarse, aunque solo encontró un jarabe para la gripe, paracetamol y enjuague bucal. Volvió a revisar el correo, pero no había nada de ningún hospital o centro de rehabilitación.

Después llamó al profesor Gates y preguntó por las muestras de sangre.

—Todavía no tengo los resultados. ¿Hay algún problema?

—Un posible consumo de heroína —dijo Rebus—. Al menos uno de ellos.

—Podría examinar los cuerpos de nuevo. No busqué marcas de pinchazos.

—¿Cree que las encontraría si las hubiera?

—Bueno, como pudo comprobar, los cuerpos no están precisamente inmaculados, y los consumidores de droga por vía intravenosa son expertos en ocultar sus heridas. Se inyectan en la lengua, en el pene...

—Bueno, vea qué puede hacer, profesor.

Rebus colgó el teléfono. De repente, dejó de sentirse cómodo allí y salió en busca de un poco de aire fresco. Resistió treinta segundos ahí fuera, se dirigió a la casa contigua y pulsó el timbre. Abrió la puerta una mujer de mediana edad, y Rebus le mostró su identificación.

—Sé quién es —dijo ella—. Es una verdadera lástima lo de esos pobres muchachos. Pase, pase.

Se llamaba señora Tweedie, y en la casa hacía calor. Rebus se sentó en el sofá y se frotó las manos. Necesitaba recuperar la sensibilidad y mitigar un poco el dolor de la quemadura.

—¿Los conocía bien, señora Tweedie? —La mujer se fijó en que Rebus sacaba cuaderno y bolígrafo—. No le importa ¿verdad? —preguntó.

—En absoluto, pero pensaba preparar una taza de té primero. ¿Le parece bien?

A John Rebus le parecía bien.

Permaneció allí sentado algo más de veinte minutos. Hacía tanto calor en aquel salón que tuvo la sensación de que se quedaría dormido, pero las palabras de la señora Tweedie lo despertaron de golpe.

—Eran buenos chicos los dos. Una vez me ayudaron a traer la compra, pero no quisieron quedarse a tomar una taza de té.

—¿Los veía a menudo?

—Sí, los veía ir y venir.

—¿Seguían unos horarios marcados? ¿Tenían actividad nocturna?

—La verdad es que no lo sé. No me acuesto tarde. A veces ponían la música un poco alta, pero lo único que hacía yo era subir el volumen de la tele. Si celebraban una fiesta, siempre nos avisaban con antelación.

Rebus sacó la fotografía de Kirstie.

—¿Ha visto alguna vez a esta chica, señora Tweedie?

—¡Claro que sí!

—¿De veras?

—La vi en The Daily Record.

Las esperanzas de Rebus se desvanecieron.

—¿Nunca por aquí?

—No, jamás. Al que veía a menudo era a su casero.

Rebus frunció el ceño.

—Creía que estas viviendas eran propiedad del ayuntamiento.

La señora Tweedie asintió.

—Y lo son.

Rebus empezaba a comprender.

—Pero ¿los nombres de Willie y Dixie no aparecen en los libros?

—Me explicaron que habían... esto... subnosequé.

—¿Subarrendado?

—Exacto, eso es. Al chico que tenía la casa antes que ellos.

—¿Y cómo se llama ese chico, señora Tweedie?

—Su nombre de pila es Paul. No sé su apellido. Era un chico majo, siempre iba muy elegante. Lo único que no me gustaba es que llevaba uno de esos... —Se tiró de la oreja e hizo un mohín—. No les quedan nada bien a los hombres.

—¿Paul Duggan? —preguntó Rebus.

La mujer pronunció el nombre en voz alta.

—Podría ser —dijo finalmente.

De camino a Gorgie Road, Rebus fue tarareando mentalmente una canción. Era un viejo tema de Neil Young, «The Needle and the Damage Done». Detuvo el coche frente a la prisión para ordenar sus pensamientos. Una carretera de acceso conectaba Gorgie Road con la alta valla y el macizo edificio de la cárcel que se alzaba detrás, con su enorme puerta y su voluminoso reloj. Aunque todavía no habían dado las cinco, ya estaba oscuro, pero el recinto contaba con buena iluminación. Oficialmente era la Cárcel de Su Majestad, pero todo el mundo la conocía como Saughton. El edificio principal parecía un taller penitenciario victoriano.

«Habrían terminado entre rejas —pensó—. Sabían que incluso un falso secuestro era un delito grave».

Willie Coyle, el más alto, el de pelo rubio. Rebus imaginó lo que debió de pasársele por la cabeza en aquellos últimos instantes previos al salto. Dixie y él irían a la cárcel. Con toda probabilidad los internarían en diferentes alas, si no en diferentes centros, y Dixie no tendría a nadie que cuidara de él. Rebus pensó en el personaje de Lenny en De ratones y hombres. Dixie se pinchaba. Puede que hubiera recibido ayuda, tal vez de su amigo Willie, pero en las cárceles de Escocia abundaba la droga. Naturalmente, debías disponer de algo con lo que comerciar, y un chico de la edad de Dixie siempre tenía cosas que ofrecer.

¿Había sopesado Willie las opciones y después abrazado a su amigo hasta el final? A Rebus empezaba a caerle bien ese Willie Coyle. Ojalá no estuviera muerto.

Pero lo estaba. Ambos lo estaban. Fríos y mezclados sobre la mesa, no habían dejado gran cosa atrás, excepto el hecho incontestable de que Paul Duggan era muy buen casero. Rebus iba a hablar con él más pronto que tarde. Pero por el momento tenía que ver a otras personas, asistir a otra cita. Era el único encuentro al que durante todo el día sabía con seguridad que acudiría, lloviera o nevara.

Muerte helada

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