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Hugh McAnally era universalmente conocido como Wee Shug. No sabía por qué la gente que se llamaba Hugh siempre acababa siendo apodada Shug. Había muchas cosas que no sabía ni llegaría a saber jamás. Desearía haber pasado su estancia en la cárcel mejorando como persona. Y de hecho, al menos supuestamente, lo había conseguido en ciertos aspectos: ahora sabía utilizar una fresadora y montar un sofá. Aunque también era consciente de que no tenía cultura, no tanta como su compañero de celda, un tipo sumamente inteligente, un hombre con sustancia. No se parecía en nada a Shug; bien mirado, eran como el día y la noche. Pero le había enseñado a Shug muchas cosas y había sido un amigo. Incluso estando rodeado de gente, la cárcel podía ser un lugar muy solitario sin un amigo.

Aun así, ¿qué habría cambiado si hubiera sido más inteligente? Nada en realidad, ni una pizca.

Pero aquella noche pensaba cambiar algo en su vida.

Era otra noche aciaga; soportar aquel viento era como caminar sobre cuchillas.

El concejal Tom Gillespie no esperaba que muchas almas se dieran la caminata para acudir a su consulta semanal. Sin duda recibiría unas cuantas de las habituales quejas sobre cañerías heladas y reventadas, tal vez alguna pregunta sobre asignaciones sociales por mala climatología, y eso sería todo. Los votantes del distrito de Warrender tendían a ser autosuficientes o timoratos, dependiendo del punto de vista y de las opciones políticas de cada uno. Gillespie dirigió una sonrisa a la extravagancia que él denominaba secretaria, y después estudió las obras de arte que colgaban en las paredes del aula.

Siempre celebraba la consulta en esta escuela el tercer jueves de cada mes en periodo lectivo. Entre petición y petición, se ponía al día con la correspondencia y dictaba cartas a su grabadora portátil. El Departamento Central de Servicios para Miembros del Ayuntamiento mecanografiaba las cartas, y para asuntos políticos de índole general y cuestiones relacionadas con su partido había otra administrativa a su disposición.

Por eso precisamente su esposa le había hecho notar en numerosas ocasiones que una secretaria privada era una extravagancia. Pero, tal como argumentaba el concejal (y era muy bueno argumentando), si quería despuntar entre aquella multitud de políticos debía estar más ocupado que los otros concejales y, sobre todo, debía parecer que lo estaba. Una extravagancia a corto plazo, una ganancia a la larga. Había que pensar siempre a largo plazo.

Gillespie aplicó el mismo criterio cuando dejó su trabajo. Como le explicó a su mujer, Audrey, la mitad de los concejales de su circunscripción tenían otros empleos, lo que les impedía concentrar todas sus energías en los asuntos municipales o políticos del ayuntamiento. Debía parecer tan atareado que no tenía tiempo para un trabajo fijo. Además, los plenos del ayuntamiento se celebraban durante el día, y ahora gozaba de total libertad para asistir a ellos.

Tenía otros argumentos a su favor. Trabajando en asuntos municipales durante toda la jornada, las noches y los fines de semana eran relativamente tranquilos. Por otro lado (y en ese momento sonreiría y cogería a Audrey de la mano), no necesitaban el dinero. Lo cual estaba bien, ya que el salario básico como concejal era de 4.700 libras.

Por último, le diría que aquel era el momento más importante para el gobierno local en veinte años. En poco más de siete semanas, se celebrarían nuevas elecciones y daría comienzo el cambio, que convertiría la Ciudad de Edimburgo en una autoridad única denominada Ayuntamiento de la Ciudad de Edimburgo. ¿Acaso podía permitirse no estar en el centro de esos acontecimientos?

A pesar de todo, Audrey había puesto una condición: su secretaria debía ser una mujer mayor, sencilla y casera. Y Helena Profitt encajaba en ese perfil.

Bien mirado, Gillespie jamás salía victorioso de una discusión con Audrey, al menos en un primer momento. Ella empezaba a chillar, a replicar y a dar portazos, pero a él no le importaba. Necesitaba el dinero de Audrey. Su dinero le compraba tiempo. Si al menos pudiera ahorrarle el purgatorio de aquellos jueves por la noche en una escuela prácticamente desierta...

La secretaria llevaba consigo su calceta, y Gillespie podía calibrar hasta qué punto había habido ajetreo en función de lo que hubiera tejido en una hora. Observó sus agujas y se concentró de nuevo en la carta que estaba redactando. Aquella misiva no era tarea sencilla; llevaba más de una semana intentando redactarla. No era algo que pudiera confiar a un dictado, y hasta el momento lo único que había conseguido era anotar la dirección en el encabezamiento y la fecha debajo.

La escuela estaba tranquila, los pasillos bien iluminados y los radiadores funcionando a pleno rendimiento. El conserje andaba ocupado en algún lugar, al igual que las cuatro encargadas de la limpieza, y cuando ellas y el concejal se marcharan a casa, el conserje cerraría las puertas hasta el día siguiente. Una de las limpiadoras era mucho más joven que las demás y tenía un cuerpo bonito. Mientras la observaba, Gillespie se preguntaba si viviría en su circunscripción. Consultó de nuevo el reloj de pared. Faltaban veinte minutos.

Entonces oyó un golpe y miró hacia la puerta del aula. En el umbral se hallaba un hombre de corta estatura, con aspecto de estar aterido de frío dentro de aquella delgada cazadora tipo bomber y aquellos pantalones raídos. Llevaba las manos metidas en los bolsillos de la cazadora, y no parecía tener ninguna intención de sacarlas.

—¿Es usted el concejal? —preguntó. Gillespie se levantó y sonrió. Entonces el hombre se volvió hacia Helena Profitt—. ¿Quién es usted?

—Es mi secretaria —explicó Tom Gillespie. La señorita Profitt y el hombre parecieron estudiarse mutuamente—. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Sí, sí puede —contestó el recién llegado. Acto seguido, se desabrochó la chaqueta y sacó una escopeta de cañones recortados—. Usted —le dijo a la secretaria—, lárguese de aquí. —Apuntó con la escopeta al concejal—. Usted se queda.

Helena Profitt salió corriendo del aula y a punto estuvo de arrollar a las limpiadoras. Un cubo de agua sucia se derramó con estrépito en el suelo de madera.

—¡Justo acababa de pulir esta zona!

—¡Un arma, tiene un arma!

Las limpiadoras la miraron incrédulas, y justo en ese instante se oyó un estruendo en el aula que recordaba a un neumático estallando. Al igual que la señorita Profitt, las demás mujeres se arrodillaron.

—¿Qué demonios ha sido eso?

—Ha dicho que llevaba un arma...

Ahora había una figura en el umbral. Era el concejal, que apenas controlaba las piernas. Parecía uno de los cuadros del aula, salvo que no era pintura lo que ahora empapaba su rostro y su cabello.

Rebus se encontraba en la sala y observaba las pinturas. Algunas eran bastante buenas. Los colores no siempre resultaban acertados, pero las formas eran identificables. Casa azul, sol amarillo, caballo marrón en un prado verde y un cielo rojo salpicado de gris...

Oh.

El aula había sido acordonada con dos simples sillas frente a la puerta. El cuerpo seguía allí, con los brazos y las piernas en cruz, delante de la mesa del profesor. El doctor Curt estaba examinándolo.

—Parece que esta es su semana de casos desagradables —le dijo a Rebus.

Era desagradable, desde luego. Apenas quedaba nada de la cabeza, con la salvedad de la mandíbula inferior y la barbilla. Cuando uno se lleva a la boca una escopeta y aprieta el gatillo, no puede esperar convertirse en Mr. Suicidio Glamuroso. Ni siquiera quedaría entre los dieciséis últimos.

Rebus se acercó a la mesa del profesor. Sobre ella había un bloc de papel pautado, y en la primera página podía leerse «Señor Hamilton – asignación de parcela», al lado de una dirección y un número de teléfono. La sangre había empapado el papel. Rebus arrancó la primera hoja. La de debajo, obviamente, era el comienzo de una carta. El concejal Gillespie había llegado hasta la palabra «querido».

—Bien —Curt se puso en pie—, está muerto, y si usted me pidiera una opinión razonada, yo diría que utilizó eso —añadió, señalando con la cabeza la escopeta, que yacía a medio metro del cuerpo—. Y ahora se ha ido al otro barrio.

—Eso está a tiro de piedra —comentó Rebus.

Curt lo miró.

—¿Viene hacia aquí el fotógrafo?

—Tenía problemas para arrancar el coche.

—De acuerdo. Dígale que quiero muchas fotos de la cabeza. Tenemos un testigo, ¿no es así?

—El concejal Gillespie —contestó Rebus.

—No lo conozco.

—Es concejal de mi circunscripción.

El doctor Curt empezó a ponerse unos delgados guantes de látex. Había llegado el momento de examinar el cuerpo, y empezaron por el carnet de identidad.

—Aunque esta sala es muy acogedora —dijo Curt—, preferiría estar sentado ante mi chimenea.

Rebus encontró un sobre doblado en el bolsillo trasero de los pantalones del difunto. Parecía un documento oficial.

—Señor H. McAnally —leyó—. Es una dirección de Tollcross.

—Está a menos de cinco minutos de aquí.

Rebus sacó la carta del sobre y la leyó.

—Es del Servicio de Prisiones —le explicó al doctor Curt—. Son detalles sobre la ayuda que recibiría el señor H. McAnally al salir de la cárcel de Saughton.

Tom Gillespie se había limpiado en los lavabos de la escuela. Tenía el pelo mojado y algunos mechones apelmazados. No cesaba de pasarse la mano por la cara y de buscar sangre en ella. Había llorado y tenía los ojos irritados.

Rebus se sentó frente a él en el despacho del director. Había decidido requisarlo provisionalmente en cuanto el rector llegó al colegio, y utilizarlo como sala de interrogatorios. A las mujeres de la limpieza les sirvieron una taza de té en la cantina del personal, y Siobhan Clarke estaba allí con ellas, haciendo cuanto estaba en su mano por calmar a la señorita Profitt.

—¿Conocía a ese hombre, señor Gillespie?

—No le había visto en mi vida.

—¿Está seguro?

—Totalmente.

Rebus se metió la mano en el bolsillo, pero en el último instante se contuvo.

—¿Le importa si fumo?

Por el olor a tabaco que desprendía aquella habitación, ya sabía que al director no le importaría. Gillespie negó con la cabeza.

—Es más —respondió—, deme uno ya que estamos. —Gillespie encendió el cigarrillo y dio una honda calada—. Lo dejé hace tres años.

Rebus no hizo ningún comentario. Estaba estudiando a aquel hombre. Había visto sus fotos entre el arsenal de panfletos electorales que alguien había deslizado en su buzón. Gillespie debía de rondar los cuarenta y cinco años. Normalmente llevaba unas gafas con montura roja, pero las había dejado sobre la mesa. Tenía el cabello ralo y liso en la parte superior, pero rizado a la altura de la coronilla. Sus pestañas eran gruesas y oscuras, y no solo porque hubiera llorado, y su barbilla poco pronunciada. Rebus no lo habría descrito como un hombre atractivo, precisamente. En el dedo anular llevaba un sencillo aro de oro.

—¿Cuánto tiempo hace que es concejal, señor Gillespie?

—Seis años, casi siete.

—Yo vivo en su circunscripción.

Gillespie observó a Rebus.

—¿Nos conocemos de antes?

Rebus negó con la cabeza.

—De modo que ese hombre entró en el aula...

—Sí.

—¿Le buscaba a usted en particular?

—Me preguntó si era el concejal, y después quiso saber quién era Helena.

—¿Helena es la señorita Profitt?

Gillespie asintió.

—Le ordenó que se fuera... Luego le dio la vuelta a la escopeta y se metió el cañón en la boca. —Gillespie se estremeció, y de su cigarrillo se desprendió un poco de ceniza—. Jamás lo olvidaré, jamás...

—¿Dijo algo más?

El concejal hizo un ademán negativo.

—¿No dijo nada?

—Ni una palabra.

—¿Tiene idea de por qué lo hizo?

Gillespie miró a Rebus.

—Eso es trabajo suyo, no mío.

Rebus aguantó la mirada hasta que Gillespie la apartó, buscando un lugar donde apagar el pitillo.

«Hay algo en ti —pensó Rebus—, algo bajo la superficie que resulta mucho más frío, mucho más taimado».

—Solo unas preguntas más, señor Gillespie. ¿Cómo se publicitan sus sesiones de consulta municipal?

—Hay un panfleto del ayuntamiento. Se repartió en la mayoría de los hogares. Además, cuelgo carteles en consultas médicas y lugares así.

—No es algo privado, entonces.

—¿Privado? No, claro que no. ¿De qué serviría que un concejal mantuviera cualquier tipo de reserva con respecto a sus consultas?

—El señor McAnally vivía en Tollcross.

—¿Quién?

—El hombre que se ha suicidado.

—¿Tollcross? Eso no está en mi distrito.

—No —dijo Rebus mientras se ponía en pie—. Creo que no.

La agente Siobhan Clarke acompañó a la señorita Profitt, que seguía muy alterada, al despacho del director. Las escasas palabras que conseguía articular apenas eran descifrables y Rebus tuvo claro que el interrogatorio no sería fácil. Era mayor que el concejal, puede que incluso unos diez años. Sobre el regazo sostenía con fuerza una gran bolsa de la compra, como si se tratara de un salvavidas que la mantenía a flote. Tal vez lo fuera. Era de corta estatura, llevaba el pelo rubio y una permanente caduca de la que casi no quedaban vestigios. De la bolsa asomaban un par de agujas de tejer.

—... Y entonces —dijo entre lágrimas— me pidió que me marchara.

—¿Cuáles fueron sus palabras exactas? —preguntó Rebus.

Profitt suspiró y se tranquilizó un poco.

—Me ordenó que me largara de allí.

—¿Dijo algo más?

Profitt negó con la cabeza.

—¿Y se fue usted?

—¡No iba a quedarme!

—Por supuesto que no... ¿Qué pensaba que iba a hacer?

La mujer todavía no se lo había preguntado.

—Bueno —respondió al fin—, no sé qué pensaba en ese momento. Parecía... Parecía que iba a tomar a Tom como rehén, a pegarle un tiro o algo así.

—¿Y por qué le pareció que iba a hacer algo así?

Profitt alzó el tono de voz.

—¡No lo sé! ¿Quién sabe, en los tiempos que corren?

De repente, volvió a sumirse en sus sollozos histéricos.

—Solo un par de preguntas más, señorita Profitt...

Pero la mujer ya no estaba escuchando. Rebus miró a Siobhan Clarke, que se encogió de hombros. Con ello, estaba sugiriendo que lo dejaran para el día siguiente, pero Rebus sabía que no era conveniente; conocía las malas pasadas que podía jugar la memoria si uno orillaba las cosas demasiado tiempo.

—Solo un par de preguntas más —insistió en voz baja.

Profitt se sonó la nariz y se enjugó las lágrimas. Luego suspiró profundamente y asintió.

—Gracias, señorita Profitt. ¿Cuánto tiempo pasó desde que se fue corriendo del aula hasta que oyó los disparos?

—La clase está al final del pasillo —dijo—. Abrí la puerta y tropecé con las mujeres de la limpieza. Me arrodillé, y fue entonces cuando oí... fue entonces...

—¿Estaríamos hablando de unos segundos?

—Solo unos segundos, sí.

—¿Y no oyó ninguna conversación cuando salió del aula?

—Solo el disparo, eso es todo.

Rebus se frotó el tabique nasal.

—Gracias, señorita Profitt. Pediremos un coche para que la lleve a casa.

El doctor Curt había terminado en el aula. La Unidad Forense había llegado y el fotógrafo, que por fin estaba allí, cambiaba el carrete. El director estaba en la puerta del aula.

—Tenemos que asegurar este lugar —le dijo Rebus—. ¿Se puede cerrar la sala?

—Sí, tengo las llaves en mi mesa. ¿Podremos abrir la escuela mañana?

—Yo de usted no lo haría aún. Estaremos yendo y viniendo todo el día... Alguien podría abrir la puerta...

—No me diga más.

—Y tendrá que hacer una buena limpieza, además de pintar...

—Correcto.

Rebus se volvió hacia el doctor Curt.

—¿Podemos trasladarlo ya al depósito?

Curt asintió.

—Le echaré un vistazo por la mañana. ¿Alguien ha ido ya a esa dirección?

—Iré yo mismo —contestó Rebus—. Como usted dice, está a solo cinco minutos de aquí.

El inspector se volvió hacia la agente Clarke.

—Asegúrate de que el fiscal recibe esa notificación preliminar.

Curt recorrió la sala con la mirada.

—Acababa de salir de la cárcel, quizá estuviera deprimido...

—Eso podría explicar un suicidio, pero no uno como este: mucha planificación, el lugar escogido...

—Nuestros primos estadounidenses tienen una expresión para eso —dijo Curt.

—¿Cuál? —preguntó Rebus, que tenía la sensación de que estaba a punto de escuchar otro de los chistes del doctor.

—En tu cara —respondió Curt.

Muerte helada

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