Читать книгу Muerte helada - Ian Rankin - Страница 17
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Оглавление—¿Qué? —dijo Rebus.
Estaba hablando por teléfono desde St Leonard’s con el doctor Curt, que se encontraba en el Departamento de Patología de la universidad. Tenía ocupados a Curt y sus colegas, de eso no cabía la menor duda. Además de su labor policial, Curt impartía clases en la Facultad de Medicina y también a estudiantes de Derecho.
Aun así, Curt gozaba de una ventaja con respecto a los simples mortales: nunca dormía. Podías llamarlo a cualquier hora y siempre estaba alerta. A las ocho de la mañana deambulaba ya por su despacho.
En realidad eran las ocho y cuarto, y Rebus sostenía un enorme café descafeinado que había comprado en un local de comida rápida de Pleasance que abría temprano.
—¿Sordera matinal, John? —preguntó Curt—. Repito: estaba muriéndose de todos modos.
—¿Muriéndose de qué?
—Tenía unos tumores enormes. En el páncreas y el intestino grueso para empezar. Debía de estar agonizando. Apuesto a que las pruebas toxicológicas demuestran la presencia de potentes analgésicos.
—¿Me está diciendo que iba colocado?
—Tenía que estarlo para soportar el dolor.
Rebus frunció el ceño.
—No lo entiendo.
—¿No ha oído hablar de la eutanasia voluntaria, autoinfligida en este caso?
—Sí, pero ¿con una escopeta de cañones recortados?
—Bueno, esa no es mi especialidad. Yo puedo hablarle de efectos, no de causas.
Rebus finalizó la llamada y fue a ver a su inspectora jefe.
Gill Templer había realizado más cambios en el despacho de Lauderdale. Había traído unas cuantas fotografías enmarcadas de sus sobrinos y una frondosa planta de yuca. Además, un par de tarjetas le deseaban lo mejor en su nuevo trabajo.
—Tengo entendido que estuviste presente en ese suicidio de ayer noche —dijo, indicándole con un gesto que se sentara.
Rebus asintió con aire distraído.
—Sí, y hay algo que no encaja.
—¿Ah, sí?
Rebus le expuso lo que sabía. Gill Templer escuchaba con la barbilla apoyada en ambas manos, un gesto que él conocía perfectamente. También reconoció el perfume que llevaba.
—Hummm —dijo cuando Rebus hubo terminado—, muchas preguntas. Pero ¿son competencia nuestra?
Rebus se encogió de hombros.
—Para ser sincero, no estoy seguro. Dame un par de días. Puede que para entonces tenga una respuesta.
—Esos dos muchachos del puente —musitó ella—. Luego otro suicidio y otra conexión con el ayuntamiento.
—Lo sé. Podría ser una mera coincidencia.
—Dudo que sea otra cosa. De acuerdo, tómate un día o dos y veamos qué averiguas. Pero mantenme informada regularmente, al menos un par de veces diarias.
Rebus se levantó.
—Perfecto —repuso—, ya empiezas a hablar como una inspectora jefe.
—John —dijo en tono de advertencia—, recuerda lo que te he dicho.
—Sí, señora. ¿Algo más?
Gill Templer negó con la cabeza y se puso a organizar unos documentos. Al salir de su despacho —ahora era suyo, qué duda cabía—, Rebus se encontró con Siobhan Clarke.
—¿Noticias de Paul Duggan?
—Vendrá esta tarde para mantener una charla.
—Bien —dijo Rebus—. ¿Me necesitarás?
Clarke sonrió.
—No hará falta, Brian y yo hemos perfeccionado nuestra interpretación de Jekyll y Hyde.
—¿Cuál de los dos hará de Hyde?
Clarke ignoró el comentario.
—¿Qué vas a hacer hoy?
Era una buena pregunta. Rebus formuló su respuesta.
—Perseguir fantasmas —dijo mientras se dirigía a su mesa.
Telefoneó a Tresa McAnally. Había identificado la ropa de su marido y también su cuerpo, al que le cubrieron el rostro previamente. Ahora lo único que quedaba pendiente era el funeral.
—Lamento molestarla otra vez —dijo Rebus después de presentarse.
—¿Qué quiere?
—Solo me gustaría saber cómo está.
—¿Ah, sí?
Rebus debería haber sabido que no se tragaría ese tipo de excusa.
—¿Sabía que su marido estaba enfermo, señora McAnally?
—Me lo contó.
—¿Gravemente enfermo?
—Nunca me lo dijo.
—¿Cuál era el problema, según él?
—¿Por dónde quiere que empiece? Hipertensión, piedras en el riñón, úlceras, un soplo en el corazón, enfisema... Wee Shug era un poco hipocondríaco.
—Pero estaba enfermo de verdad; se medicaba.
—Ya sabe cómo son los médicos. Te recetan placebo y adiós muy buenas. He leído las noticias, sé cómo están las cosas. —Hizo una pausa—. Perdone que le pregunte, pero ¿por qué se interesa ahora por su salud?
—Tenemos motivos para creer que su marido estaba gravemente enfermo. En fase terminal, señora McAnally.
—Debería haberlo imaginado... —dijo tras unos segundos de vacilación, como si se sintiera avergonzada—. Estaba diferente cuando vino esta vez. ¿Era un cáncer?
—Sí.
—Fumaba tabaco de liar. Siempre se lo advertía: mi madre murió de lo mismo. —Hizo otra pausa para dar una calada a un cigarrillo—. ¿Cree que por eso se suicidó?
—¿Usted qué opina?
—Tendría sentido ¿no? Pobre desgraciado.
Rebus se aclaró la garganta.
—Señora McAnally, ¿sabe de dónde pudo haber sacado el arma?
—Ni idea.
—¿Seguro?
—¿Y qué cambia de dónde la sacara? Lo único que consiguió fue hacerse daño.
Pensando en el concejal Gillespie y en la señorita Profitt, Rebus también se lo preguntaba. Le daba la sensación de que Wee Shug McAnally había hecho daño a mucha gente... Como a Maisie Finch.
—El entierro es el próximo martes, inspector. Será usted bienvenido en casa.
—Gracias, señora McAnally. Haré todo lo que pueda por estar allí.
Había salido el sol, que bañaba los cansados edificios de una luz cegadora. La arquitectura de Edimburgo era más apta para el invierno, para una luz intensa y fría. Daba la sensación de que uno se encontraba muy lejos de cualquier lugar, en un rincón reservado en el norte para los más fuertes y temerarios.
Rebus se alegraba de no encontrarse en comisaría. Era consciente de que trabajaba mejor en la calle. Además, la comisaría era ahora un verdadero campo de batalla. Sabía que Flower ya estaría conspirando contra Gill Templer, congregando a sus tropas, esperando a que sus defensas dieran un paso en falso. Pero Gill era una mujer aguerrida. Su forma de lidiar con Rebus daba buena cuenta de ello. Sabía que mantendría las distancias. Templer estaba en lo cierto: Rebus tenía mala reputación. No querría que sus fracasos la salpicaran. ¿Qué importaba que se conocieran, que hubiesen sido pareja? Ella tenía razón: hacía mucho tiempo de aquello. Ahora eran compañeros o, mejor dicho, ella era su superior en funciones. No había conocido a muchas mujeres que ejercieran de inspectoras jefe. Buena suerte, Gill.
Rebus pasó frente a la clínica, mortificándose por no detenerse a visitar a Lauderdale, y se dirigió de nuevo a Tollcross. En esta ocasión, sin embargo, no iba a visitar a Tresa McAnally, sino a su vecina.
Pulsó el botón bajo el nombre de Finch y esperó, moviendo los pies. Sus encías empezaban a dar señales de vida. Había cometido el error de abrir la boca para respirar profundamente, y el aire gélido había hecho que el nervio reaccionara. Pulsó de nuevo el botón, esperando no verse obligado a visitar a un dentista.
En ese momento, el interfono cobró vida.
—¿Quién es?
La voz era neutra.
—¿Señorita Finch? Soy el inspector Rebus. Nos conocimos de pasada ayer noche.
—¿Qué quiere?
—¿Podría subir?
Rebus abrió la puerta. Cuando llegó al rellano del primero, pasó casi de puntillas frente a la puerta de Tresa McAnally. La de Maisie Finch estaba abierta de par en par, y la cerró cuando estuvo dentro.
—¿Señorita Finch?
La mujer salió repentinamente del cuarto de baño, envuelta en una toalla corta y cepillándose el pelo. Rebus podía oler el champú y percibió el calor que despedía su cuerpo.
—Estaba en el baño —dijo.
—Siento interrumpirla.
Rebus la siguió hasta el salón. No era lo que se esperaba. La mitad del espacio estaba ocupado por lo que parecía una cama de hospital, con armazón de hierro colado, ruedas y una barra protectora lateral. Junto a ella, había una silla inodoro de color amarillento. La repisa de la chimenea era como el escaparate de una farmacia: había al menos dos docenas de cajas y frascos en fila.
Maisie Finch apartó unas revistas del sofá y le indicó que se sentara. Ella ocupó sin ningún problema la silla inodoro, cruzando las piernas.
—¿Qué problema hay, inspector?
Su rostro era demasiado anguloso como para resultar atractivo, y tenía los ojos un tanto saltones. Aun así, era una mujer innegablemente... la palabra que le venía a la mente era «sensual». Rebus cambió de postura.
—Bueno, señorita Finch...
—Imagino que esto es por Tresa.
—En cierto modo sí.
Rebus miró de nuevo la cama.
—Es de mi madre —explicó—. No puede salir de casa y tengo que cuidar de ella.
Rebus paseó la mirada por la estancia, dejando claro que buscaba a la madre ausente, y Maisie Finch se echó a reír:
—Está en el hospital.
—Lo siento.
—No lo sienta. Se la llevan durante unos días cada pocos meses. Es para darme un respiro. Estas —dijo, abriendo los brazos— son mis vacaciones de invierno.
Aquel gesto le había soltado un poco la toalla. No pareció darse cuenta, y Rebus trató de no mirar. «Los hombres —pensó— son unos malditos necios».
—¿Le apetece tomar algo? —preguntó—. ¿O es demasiado temprano para usted?
—Temprano para unos es tarde para otros.
Finch se dirigió a la cocina. Rebus se acercó a la repisa de la chimenea y examinó la hilera de fármacos. Encontró un frasco de paracetamol y cogió un par de pastillas.
—¿Una noche dura? —dijo ella, que volvió con dos botellas.
—Me duele un diente —respondió Rebus al coger la pequeña botella que le ofrecía. Estaba fría.
—San Miguel —le dijo—. Es una cerveza española. ¿Sabe qué suelo hacer en días como este? —Volvió a sentarse, esta vez con las piernas abiertas y los codos apoyados en las rodillas—. Pongo la calefacción al máximo, cierro los ojos y me imagino que estoy en España, en una piscina de un hotel elegante.
Finch cerró los ojos para dar vida a su argumento e inclinó la cabeza hacia un sol mediterráneo imaginario. Rebus se tragó las pastillas con la cerveza.
—Lamento lo de su madre —dijo.
Ella abrió los ojos, molesta por haber sido apartada de su ensoñación.
—Todo el mundo me dice que soy una santa. «No quedan muchas como tú, hija» —añadió, imitando la voz de una mujer mucho más longeva—. Llevan razón: no quedan muchas tan desgraciadas como yo. ¿Sabe cuando la gente dice que la vida les pasa por delante de los ojos? Pues en este caso es un hecho. Me siento en esta silla retrete entre ella y la ventana, y miro la calle durante horas, escuchando su respiración y esperando a que se detenga... —Finch miró a Rebus—. Disculpe, creo que estoy incomodándole.
Rebus negó con la cabeza. Su madre también había estado postrada en una cama. Conocía aquella sensación, pero no había ido allí a hablar de eso.
—Sentada junto a esa ventana todo el día —dijo—, sin duda debía de ver al señor McAnally ir y venir.
—Sí, le veía a menudo.
—No le caía bien, ¿verdad?
—No.
Finch se levantó de golpe.
—Sin embargo, la señora McAnally sí le gusta... —siguió diciendo Rebus.
Se dirigía hacia la cocina, pero se detuvo en la puerta, y se volvió hacia el inspector.
—¡La santa no soy yo, sino esa mujer! Ha sufrido mucho. Ni se imagina cuánto ha sufrido.
—Me hago cargo.
Finch no parecía escucharle.
—Casada con un animal como ese. ¿Sabe qué me hizo? —Rebus asintió, y ella dio un paso atrás para recuperarse—. ¿Lo sabe? —preguntó un tanto más calmada—. ¿Por eso está aquí?
—Estoy aquí porque siento curiosidad, señora Finch. Todavía viven puerta con puerta, y es amiga de su mujer.
—¿Y qué? ¿Acaso cree que mi madre y yo deberíamos habernos ido de aquí después de aquello?
—Algo así.
—Le han ofrecido plaza en una residencia, pero está en Granton. Siempre hemos vivido en Tollcross, y siempre lo haremos.
—Esta última semana debe de haber sido muy incómoda para usted.
—Mantenía las distancias con él. Y puede estar seguro de que él hacía lo mismo. —Ahora se hallaba junto a la ventana, mirando a la calle con la espalda apoyada en la pared. Era como si no quisiera ser vista—. Tuvo su merecido.
Rebus frunció el ceño.
—¿Se refiere a lo que se hizo él mismo?
Finch lo miró y parpadeó.
—Eso he dicho.
Después sonrió y se llevó la botella a los labios.