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TRES

EN REALIDAD, PARA UN EXPLORADOR COMO STONE, Cheve se parecía más al cielo que al infierno. Desde cualquier óptica que se contemplara, era una cueva extraordinaria. También el mundo cuenta con una pareja extraordinaria, procedente de California, a la que agradecer su descubrimiento en 1986. En diciembre de aquel año, estaba remitiendo la lluvia radiactiva de Chernobil; las repercusiones del Irancontra sobre Reagan no habían hecho más que empezar, y, mientras sus amigos envolvían regalos de Navidad en California, Carol Vesely y Bill Farr se daban la paliza en un bosque remoto de Sierra Juárez, a la búsqueda desesperada de una supercueva. Estaban allí por consejo de otro espeleólogo, Peter Sprouse, que había hecho un exhaustivo estudio de los mapas topográficos de la zona.

Las grandes cavernas, enormes monstruos geológicos de kilómetros de longitud y cientos de metros de profundidad, son al mundo subterráneo lo que los ochomiles al montañismo. Su exploración requiere grandes y costosas expediciones, múltiples campamentos subterráneos y semanas de permanencia bajo tierra. En realidad, las supercuevas son más escasas que los ochomiles, que son catorce. En 1986, Vesely y Farr podían contar con los dedos de una mano las cuevas que aspiraban al título de más profunda del mundo.

Como cualquier escalador serio, Vesely y Farr estaban en forma, dominaban la técnica, eran aguerridos e iconoclastas. Sus vidas giraban en torno a la espeleología. Vesely era profesora sustituta «profesional», porque así gozaba de libertad para dedicarse a su pasión verdadera: el descubrimiento y exploración de cuevas. Farr, ingeniero informático, firmaba contratos de trabajo que le permitían disfrutar de meses de tiempo libre. La espeleología era su verdadero oficio. Lo otro le servía para pagar recibos.

Vesely, una rubia chiquita, por entonces de veintinueve años, y Farr, coriáceo y enérgico, de veintiséis, sabían que la supercueva definitiva –la más profunda de la Tierra– estaba todavía por descubrir. Toda aquella zona era lo que los geólogos llaman un área kárstica, un paisaje de piedra caliza. La geología y las copiosas lluvias locales creaban las condiciones idóneas para la formación de cavernas gigantes.

Por eso, aquella visita navideña, que les dejaba sin resuello al respirar el sutil aire de una montaña a 2.743 metros, a 30 kilómetros de la ciudad más cercana y a un día en coche del Golfo de México. A nivel del mar en Oaxaca el clima era tropical. Allí arriba, había un frescor agradable.

Después de varias horas caminando por la selva, Vesely y Farr se toparon con una gigantesca depresión de unos 800 metros de largo y el triple de ancho. Una señal de bienvenida más que prometedora. Las depresiones se crean allí donde el agua que corre bajo tierra erosiona la caliza subterránea, provocando el hundimiento de la superficie; grandes depresiones preludian grandes cuevas. Siguieron bajando por una antigua pista forestal y empezaron a seguir una corriente de agua que se perdía en el bosque y continuaba monte abajo. Esperaban que la corriente terminase guiándolos hasta una cueva. Los dos percibían que había algo grande a la vista y pronto echaron a correr, sorteando los pinos que se alzaban como gigantescos postes de un eslálom mientras seguían el curso de la corriente.

–¿No sería genial encontrar la entrada de una cueva realmente grande como las que hay aquí en México? –jadeó Vesely. Se refería a una caverna lo bastante grande como para que cupiera un Boeing 747. En ese instante, se detuvieron al borde de un acantilado. La corriente caía a chorro por él hasta una hermosa pradera verde 7,6 metros más abajo. No cabía duda, a unos 400 metros, en el extremo de una pradera, se veía la entrada de una gigantesca cueva mejicana.

Parecía la oscura boca de un gigante con los dientes serrados, de varios pisos de altura y lo bastante ancha como para que aparcaran dos autocares pegados. Tanto Vesely como Farr estuvieron tentados de echar a correr pradera abajo y meterse dentro, pero sabían lo que había que hacer. No era lo mismo que hallar una nueva vía para subir una montaña, que los escaladores pueden planificar con mapas, telescopios y fotografías. Vehículos de control remoto permiten conocer de antemano el fondo marino. Incluso Armstrong y Aldrin vieron con antelación fotografías del Mar de la Tranquilidad, donde alunizarían.

Pero espeleólogos como Vesely y Farr no podían estudiar la vía ni prever los peligros, una lista parcial de los cuales comprendía ahogamientos, caídas mortales, morir enterrados o de asfixia o hipotermia; soportar vientos huracanados; morir por electrocución, por derrumbamientos provocados por terremotos, o envenenados por gases y paredes que sudan ácido sulfúrico o hipoclorhídrico. También hay murciélagos impredecibles, serpientes, escorpiones, arañas troglodíticas, radón y microbios que causan enfermedades espantosas, como histoplasmosis y leishmaniasis. Se cree que la cueva Kitum en Uganda fue el origen del virus de Ébola.

Entre los peligros relacionados con las técnicas y el equipamiento para espeleología tenemos el estrangulamiento con el propio equipo (cuerdas primaria y secundaria, el rapelador de barras y las conexiones de los ascendedores, etc.); la rotura de cuerdas; quedarse sin luz; rapelar hasta el final de la cuerda y caer al vacío; que los ascendedores no muerdan cuando la cuerda tiene barro; quedar colgando de un pie (tan desagradable como suena), y muchas cosas más, no por menos habituales, menos desagradables.

Un último peligro, tan evidente que resulta fácil olvidarlo, merece nuestra atención: perderse en una caverna.

Las grandes cuevas también comportan peligros intrínsecos, como la sensación de claustrofobia, la ansiedad, el insomnio, las alucinaciones y los trastornos de la personalidad. También hay un trastorno de aparición especialmente lenta que es exclusivo de las cuevas y se llama delirio, una suerte de crisis de angustia como la causada por metanfetaminas. Sobreviene en cualquier tramo de una cueva, en cualquier momento, pero sobre todo cuando los espeleólogos están a gran profundidad.

Y, por supuesto, existe otro peligro que, al igual que perderse, suele olvidarse porque es omnipresente: la oscuridad eterna y absoluta. La oscuridad total, sin un fotón de luz, el equivalente lumínico al cero absoluto.

Vesely y Farr conocían todos estos peligros y, aun así, su conocimiento no los detuvo ni un instante. Trotaron pradera abajo y, al acercarse, vieron que la boca de la cueva era enorme, incluso más grande de lo que parecía desde lejos. Más tarde la medirían, 30 metros de ancho y 7,6 metros de alto, pero incluso la entrada quedó empequeñecida con lo que hallaron dentro. La Sala de Entrada, como la llamaron, medía 68,5 metros de ancho, 30 de alto y 198 de largo, lo bastante grande como para aparcar tres Boeing 757 y todavía quedar sitio libre.

La Sala de Entrada formaba una pendiente regular de 183 metros con una inclinación de 30°, la pista ideal para un esquiador experto. El piso era un caos de peñascos con aristas que se habían desprendido del techo a lo largo de miles de años y seguían haciéndolo de forma impredecible. El descenso por aquel laberinto fue como bajar de noche una montaña mojada y plagada de coches de desguace.

Recorridos unos 45 metros de la cueva, un gigantesco monolito gris de alrededor de 9 metros de alto y 2,5 metros de diámetro se alzaba al fondo de la cueva, recordando un poco, a menor escala, el Monumento a Washington, pero inclinado. Pasaron a su lado mientras disminuía la luz a cada paso, siendo apenas suficiente la única linterna que habían traído. Con la poca ropa que llevaban puesta, una camiseta y unos vaqueros, descubrieron rápidamente que en la cueva hacía frío. Las cuevas mantienen una «temperatura interna» sin cambios, que corresponde a la media de la temperatura de superficie de la zona. A una altura menor en México podría haber sido de 21 °C, pero allí arriba era de alrededor de 8 °C.

La cueva olía a fango y rocas húmedas y a vegetación putrefacta. Por ahora no había adquirido ese olor único que tienen los seres vivos y que se aprecia en las cuevas salvajes a mayor profundidad. «Vivo» se emplea aquí deliberadamente. Muchos nativos creen que las cuevas son seres vivos sensibles. Esto no deja de ser razonable, dado que las cuevas respiran, presentan sistemas circulatorio, digestivo y excretor activos; pueden contraer enfermedades y sufrir lesiones, y curarse de muchas de ellas, y están en constante crecimiento, al igual que cualquier ser vivo.

VESELY Y FARR NO PODÍAN SABERLO todavía con seguridad, pero tal vez fueran los primeros que hubieran pisado aquel lugar, y la fuerza de esa posibilidad cargaba cada momento allí pasado de una anticipación electrificante. Mientras avanzaban con dificultad, vieron dos galerías que se abrían a la derecha. Una tercera galería comenzaba en el punto más profundo de la sala. Allí desaparecía, en la oscuridad, la corriente que les había servido de guía.

Siguieron la corriente y se adentraron en la caverna, dejando el «Monumento a Washington» casi 91 metros atrás, deteniéndose finalmente ante un inmenso portal con forma de diamante, de 6 metros de ancho y 18 de alto. Ésta sí que era realmente «la puerta» de Cheve, al final de la Sala de Entrada y cerca del final del «área en penumbra», esa porción de la cueva donde todavía penetra la luz externa. Nunca habían visto en una cueva una galería con tanto movimiento de aire, porque allí el viento azotaba sin tregua.

Todas las cuevas respiran. Los cambios de presión diurna generados por el calor del sol, así como las grandes oscilaciones en la presión barométrica, explican el movimiento de aire en las cuevas. Las cuevas pequeñas suspiran. Las cuevas grandes soplan. Las supercuevas rugen, algunas con vientos huracanados. Cuanto mayor es una cueva, más sopla el viento. Con su respiración racheada, esta cueva había dado a Vesely y a Farr el mejor regalo de Navidad que pudieran imaginar: el aliento de las profundidades.

Descenso a ciegas

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