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SIETE

AL BORDE DEL PÁNICO Y a las puertas de la muerte, Stone consiguió calmarse recordando uno de los chistes negros de Jim Smith sobre espeleobuceo.

«No es posible que te entierren tan hondo por tan poco precio».

Aunque esto tal vez no calme a muchas personas, sí dice mucho de su sangre fría y sentido del humor, que, a la postre, devolvieron la serenidad a Stone. Se aferró a una pared y comenzó a avanzar centímetro a centímetro. Ya estaba a 700 psi y seguía consumiendo 100 psi con cada respiración. Tenía su segunda bombona colgando a un lado, pero su boquilla era difícil de alcanzar y tenía miedo a quedarse sin aire en la primera botella antes de cambiarla. Además, había levantado nubes de sedimentos de la roca. La roca estaba cubierta de una fina capa de talco que constituye el piso de las galerías sumergidas de muchas cuevas. Estos sedimentos son tan finos que, una vez levantados, se mantienen suspendidos en el agua bastante tiempo. En aguas sin una fuerte corriente que los arrastre, pueden pasar horas en suspensión. Los sedimentos presentan dos peligros: reducen la visibilidad y ensucian los delicados reguladores de las escafandras autónomas. Aunque mejores hoy en día, pero bajo ninguna circunstancia a prueba de fallos, los reguladores –de todos era sabido– eran propensos a los fallos. Con sólo un poco de sedimento se podía estropear el dispensador de oxígeno de Stone.

De pronto, ya no tuvo elección. La cuerda dio un tirón y fue arrastrado como una trucha por la caña de un pescador enloquecido, haciendo que su casco, su cuerpo y las botellas chocaran contra las aristas de las paredes. Hasta entonces los compañeros no habían notado los tirones de Stone porque la cuerda se había trabado en un saliente. Angustiados, habían pasado unos minutos deliberando y habían decidido traerlo de vuelta. La rápida retirada le había salvado la vida, pero también podría haberle llevado a la tumba con la misma facilidad si alguno de los golpes contra las paredes le hubiera arrancado el regulador de la boca. Al final emergió con sólo 300 psi –tres respiraciones– en la botella.

Detenido por aquel callejón sin salida en la porción superior del sistema Huautla, Stone decidió continuar la incursión por abajo, por su otro extremo. La boca del sistema Huautla se sitúa en lo alto de la falda de una montaña que domina el Cañón de Santo Domingo, por el cual corre un río del mismo nombre. La resurgencia del Huautla, el lugar donde toda el agua que drenaba confluía con el río, podría ser una cueva que ascendiera hasta el principal sistema de Huautla. Una teoría interesante, pero había que encontrar la primera resurgencia.

Lo consiguió el 3 de mayo de 1981 durante un reconocimiento al que le acompañó una compañera especial con quien compartir la celebración: Pat Wiedeman, que se había sumado a la expedición de aquel año. La pareja estaba más unida desde que Stone se mudó a Texas. Menos de tres meses más tarde, contraerían matrimonio; parecían hechos el uno para la otra. Se querían con locura y Pat no sólo compartía el amor por la aventura, sino que podía ir a la par con él, tanto ascendiendo montañas como sumergiéndose en las profundidades. Durante la primavera de 1982, escalaron el Monte McKinley de Alaska, el pico más alto de América del Norte y uno de los retos más duros para los alpinistas. Pocas mujeres culminaban esos picos por entonces, pero Pat lo hizo y, por añadidura, siguiendo la durísima vía del Glaciar Muldrow. También se convirtió en una espeleobuzo experta.

Su descubrimiento de 1981, una cueva llamada Peña Colorada, se abría a los pies de la montaña en la que, mucho más arriba, bostezaba la entrada principal de Huautla. Imaginemos una gigantesca espita (la Cueva Peña Colorada) en la base de una cuba ciclópea (la montaña) con un enorme embudo en la cumbre (el sistema Huautla). En la temporada de lluvias, la boca de Peña Colorada vertía suficiente agua como para originar un río turbulento de 18 metros de ancho. Sin embargo, durante la temporada seca –el momento de aquella visita– el terreno era transitable. Una fuerte pendiente arenosa de 30 metros de profundidad terminaba en una galería en descenso por la que se podía caminar y que pronto se convirtió en un túnel inundado. Esto confirmó a Stone la viabilidad de su plan de unir la resurgencia con el punto explorado más profundo del sistema Huautla, 9,6 kilómetros arriba y a una altura de casi 610 metros.

De vuelta en 1980, ya totalmente dedicado a la espeleología como profesión paralela, Stone había fundado el United States Deep Caving Team, una organización sin ánimo de lucro que, según su página web, «está dedicada a la exploración, estudio y divulgación de las últimas fronteras terrestres, así como al desarrollo de las tecnologías necesarias para alcanzar dichos objetivos». La USDCT, con sus exenciones fiscales para organizador y patrocinadores, sería la plataforma de lanzamiento de la mayoría de las grandes expediciones de Stone, como su siguiente expedición a Peña Colorada en 1984. Les costó dos años disponerlo todo, pero en 1984 él y el otro jefe de expedición, Bob Jefferys, uno de los mejores espeleólogos del momento, habían reunido un equipo estelar de espeleobuzos que llevaba dos años buceando con el equipo más moderno. Esperaban que estuviera inundado el 30% –unos 3.218 metros– de los 9.654 metros de la cueva. Esto les obligaría a montar campamentos subterráneos y a permanecer en ellos varios días, tal vez semanas enteras, al otro lado de los sifones inundados.

A finales de febrero de 1984, su expedición a Peña Colorada invadió el Cañón de Santo Domingo. Un equipo de doce espeleobuzos había firmado un contrato de cuatro meses. Se trataba de un esfuerzo sin precedentes incluso para un ascenso al Himalaya, por no hablar de supercuevas. Había más de cuarenta patrocinadores, como Rolex, General Electric, el Explorers Club y otras empresas de hondos bolsillos con el sueño de mejorar su imagen. Sería un error inferir por este respaldo económico que la espeleología se había convertido de repente en un fenómeno de masas. No era así, pero, al igual que el alpinismo extremo, había captado la atención de un pequeño grupo al que las corporaciones envidiaban porque sus dueños se parecían a los del Explorers Club: gente con buena formación académica, rica y con éxito.

Empresas como Rolex y General Electric no suelen ir por ahí llamando a la puerta y entregando sacas de dinero en mano, ni tampoco los hombres alfa de personalidad tipo A tienden por naturaleza a pedir dinero. No obstante, al igual que hicieran todos los expedicionarios desde Colón hasta Hillary, Bill Stone tuvo que recaudar fondos durante casi dos años. Un vistazo al proceso revela que, para poder llevar a cabo exploraciones serias, se pasa más tiempo en salas de juntas que en plena naturaleza.

Primero vino la propuesta. Bill Stone no tuvo que presentar una sola, sino muchas versiones para los más de cuarenta patrocinadores. Lo que sirviera para Rolex, no iba a ser necesariamente atractivo para GM o GE. La solicitud de una subvención importante a la National Geographic Society requería lo típico: treinta páginas de razones sesudas y documentación, biografías de Stone y los otros participantes de la expedición, listas de los contactos con otros medios y solicitudes de fondos, presupuestos concienzudos para justificar hasta el último dólar, y una justificación del proyecto de casi dos mil palabras; es decir, la longitud de un artículo para una revista. Y esto para una sola solicitud.

Como la mayoría de los jefes de expediciones, Stone era un hombre poco sociable. Por duro que hubiera resultado, la redacción de propuestas era probablemente la parte menos dolorosa del proceso. Lo más doloroso fue la puesta en escena de un hombre simpático y amigable, que fue el siguiente paso.

Habría sido menos humillante representar guiones cinematográficos, y para un hombre orgulloso como Stone aquello fue una agonía. Una vez embutido en un traje de ejecutivo, tuvo que «declamar» para ganarse la cena, y hacerlo bien, porque personas igualmente inteligentes, implicadas y motivadas habían hecho lo mismo antes que él y otros lo harían cuando él lo dejara. Stone afirmó que haría cualquier cosa por un patrocinio, excepto fumar, y eso dejaba abiertas muchísimas posibilidades.

Preguntado varias veces por quién era el explorador al que más admiraba de la historia, la respuesta de Stone nunca varió ni un ápice: Cristóbal Colón. Y ¿qué era lo que le había impresionado del gran navegante? ¿El valor? ¿Su liderazgo? ¿Su pericia marinera? «Sí, por supuesto, pero más que ninguna otra cosa –afirmó Stone– la habilidad del genovés para ganarse el respaldo de patrocinadores».

Descenso a ciegas

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