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ONCE

PASÓ UN AÑO Y STONE SIGUIÓ TRABAJANDO en su sistema de recirculación de aire, consiguiendo lentas pero continuas mejoras. Vesely, Farr y otros espeleólogos interesados en el sistema Cheve esperaban a que pasara la estación de lluvias, durante la cual las crecidas convertían las cuevas en trampas mortales. En marzo de 1989, Vesely y Farr codirigieron otra expedición a Cheve con un amigo y espeleólogo experto llamado Don Coons. Bill Stone también participó como miembro del equipo, acompañado por Pat, para la cual ésta sería su última expedición. Duraría seis semanas y comprendería un grupo inicial de 23 personas. Pero incluso antes de que se pusieran los anclajes de la primera cuerda, surgió un nuevo problema: los lugareños sospechaban que los exploradores estaban extrayendo oro de la cueva.

En el pasado, los nativos habían destrozado vehículos, amenazado a los espeleólogos con machetes, les habían robado material y cosas peores. En 1968, los airados indios mazatecas casi matan a una espeleóloga llamada Meri Fish. Estaba en una sima a unos 53 metros del piso de la cueva, pero todavía muy lejos de la salida de una cueva cercana llamada La Grieta, cuando los nativos cortaron su cuerda a machetazos mientras otros mantenían retenido a su horrorizado marido en la superficie. Acababa de superar una minirrepisa que, milagrosamente, frenó su caída de unos centímetros. Segundos antes o segundos después, habría sufrido una horrible muerte contra las rocas del fondo.

Habían pasado años sin que hubiera habido incidentes, por eso los espeleólogos estuvieron inclinados a no hacer caso a los lugareños descontentos. Aunque no fuera el jefe de la expedición, Bill Stone asumió la responsabilidad y acalló a la gente montando una pantalla en la plaza del poblado más próximo, donde los agasajó con una proyección de diapositivas sobre Cheve. También distribuyó copias de un folleto que había redactado en español donde explicaba la finalidad de la expedición. Ellos eran científicos, les contó, también exploradores, cuyo único interés era descubrir la profundidad de la cueva. Su objetivo final, siguió contando, era localizar la cueva más profunda del mundo, y Cheve se estaba convirtiendo en una candidata a ese honor. Una y otra vez Stone recalcó que su trabajo no contemplaba la extracción de oro de la cueva.

Lo que probablemente selló el destino de la expedición fue llevarles a dar una vuelta en persona por la cueva, con Bill Stone guiando a los ancianos del pueblo. Aceptaron con cierta cautela, dado el concepto que los ancianos tienen de las cuevas, aunque, en todo caso, sin saber a qué demonios iban allí. No tuvo que adentrarse mucho antes de que, atemorizados e intimidados, le dieran las gracias y dijeran que lo mejor era volver ya. La diplomacia de Stone aplacó por un tiempo los miedos de los lugareños.

Después de unas incursiones iniciales, las excursiones de ida y vuelta en el mismo día se volvieron imposibles, por lo que el equipo ocupó rápidamente el Campamento 2, en lo profundo de la cueva Cheve. En cierto sentido, acampar en una supercueva es como hacerlo al aire libre, pero hay muchas más diferencias que parecidos, siendo una de las mayores que en una cueva casi siempre reina una oscuridad completa. Los ojos de los espeleólogos nunca se ajustan porque no hay un solo átomo de luz que estimule sus conos y bastoncillos. Cada paso, cada nudo atado, cada cuenco de sopa que se llena y cada visita a la letrina o lectura del croquis requieren encender la luz de una linterna o del frontal.

La oscuridad absoluta y prolongada tiene profundos efectos sobre la mente y el cuerpo humanos. En primer lugar, interrumpe los ritmos circadianos normales. Si no se usan relojes y alarmas, los espeleólogos que prolongan sus estancias bajo tierra se dan cuenta de que se alargan sus ciclos de sueño y vigilia. Pueden llegar a trabajar 24 horas de un tirón y luego dormir casi el mismo tiempo. La oscuridad absoluta también provoca alucinaciones auditivas y visuales, y debilita el sistema inmunitario.

Los científicos han medido todos estos efectos. Otros son intensos pero difíciles de cuantificar. Por ejemplo, la oscuridad es a la espeleología como el agua al submarinismo o el aire a volar…, un medio que influye más que cualquier otro aspecto ambiental y condiciona tu experiencia. La oscuridad de las cavernas se percibe como el agua al bucear o el aire al volar, donde el aire es el medio que te sostiene, invisible pero esencial. Tiene peso y presencia, vida, personalidad propia. El agua y el aire te matan rápidamente si violas la relación especial que estableces con ellos. La oscuridad te puede matar con la misma rapidez o, peor aún, mucho más lentamente.

Una cosa es experimentar la oscuridad absoluta durante una hora o incluso durante unos pocos días. Otra es vivir semanas así. El gran explorador inglés Apsley Cherry-Garrard soportó meses de oscuridad en la Antártida durante el invierno de 1911-1912. En esa oscuridad, escribió en su clásico de los relatos de exploración El peor viaje del mundo, la naturaleza «pierde mucho de su poder curativo cuando no la vemos y sólo la sentimos».

Mantenemos una relación especial con la luz; la vista es nuestro sentido dominante. También mantenemos una relación igualmente especial, aunque muy distinta, con su ausencia. Nos da miedo y la odiamos. Llevamos temiendo la oscuridad millones de años. Quizá fuera nuestro primer miedo, un miedo que, para sobrevivir, el cerebro protohumano asumió como un instinto. Todos hemos sentido brotar la chispa del pánico en un sótano a oscuras, o en casa cuando se va la luz, o en el garaje oscuro como la boca del lobo por la noche.

AL LLEGAR AL CAMPAMENTO 2, todos extendieron una esterilla y un saco de dormir. El espeleólogo duerme en un sitio y sigue adelante; sin embargo, la esterilla y el saco, no, se quedan en el mismo sitio, donde se usan una y otra vez durante toda la expedición por el resto de miembros de la expedición que van pasando por el campamento. La armada hace algo parecido en sus barcos para ahorrar espacio y las llama «camas calientes»; los espeleólogos los llaman «sacos calientes». (Algunos sacos se calientan más que otros.) Los mejores lugares son en suelo llano, sobre arena blanda, y cerca del agua cuando corre en silencio.

Dado el continuo flujo de agua y aire por sus galerías, las grandes cuevas siempre son ruidosas. En algunos puntos semejan motores de un 747. Una de las torturas prohibidas por la Convención de Ginebra es la aplicación incesante de un ruido alto, que es exactamente lo que sus ocupantes soportan día y noche en los campamentos más ruidosos. Los puntos peores son lugares cacofónicos donde el rugido es malo y el sueño peor, y donde los únicos sitios disponibles para dormir son repisas en pendiente o paredes verticales. Al igual que los escaladores en el Half Dome o El Capitán, los espeleólogos se tienen que encoger en hamacas que cuelgan de seguros en las paredes rocosas. En algún punto intermedio entre ambos extremos encontramos campamentos sin suelo llano que sólo ofrecen algo de espacio entre peñascos o encima de ellos. Dormir en tales sitios se parece a meterse en un neumático que alguien ha guardado en el maletero del coche.

Una vez que se ha dedicado tiempo al tema de la pernoctación, el siguiente punto es la cocina. Se cocina con hornillos ultraligeros de montañismo que usan bombonas de butano en vez de los habituales hornillos Coleman de combustible, también llamado gas blanco, que es sólo un poco menos volátil que la nitroglicerina. Las explosiones de gas blanco son malas en cualquier lugar, pero a 11 kilómetros bajo tierra, donde la posibilidad de rescate es nula, su efecto es catastrófico.

Recortar peso es casi una religión para los espeleólogos. Muchos cortan las etiquetas a las bolsitas de té y los mangos de los cepillos de dientes y sacan el tubo de cartón a los rollos de papel higiénico. No es raro que un equipo use sólo una cacerola, una escudilla y un cucharón. Cuando la comida está lista (cereales calientes en el desayuno, y rancho deshidratado o liofilizado por la noche), cenan como los antiguos vikingos, pasando la escudilla y la cuchara de mano en mano hasta que ambas quedan limpias como una patena.

En lo referente a las necesidades fisiológicas, los campamentos cuentan con un hoyo a modo de letrina. El protocolo exige que ambas funciones se realicen sólo en la letrina, que se rellena y cubre de tierra al final de la expedición (o, si está llena, se tapa y se cava otra nueva). Pero si un espeleólogo se despierta de un sueño profundo y está lejos de la letrina, o si llegar a ella exige caminar por una pedrera peligrosa, muchas veces se alivian usando una botella de plástico (que a veces ocasiona errores un tanto asquerosos, como Bill Stone descubrió más tarde en Cheve) o alguna oquedad cercana. Siendo como es la naturaleza humana, cuanto más dura una expedición, más se relaja «la disciplina de la letrina», por lo que, al final de algunas expediciones largas, los espeleólogos se mueven por el campamento como si fueran de puntillas por una habitación llena de serpientes. Los hongos que proliferan sobre la comida derramada exigen más precauciones si cabe.

También hay otra diferencia importante entre los campamentos al aire libre y los subterráneos. En la superficie, los campistas gozan de luz solar durante el día y de la luz de las hogueras o las lámparas eléctricas por la noche. En la época anterior a la aparición de los LED, las bombillas incandescentes consumían mucha más energía. Para ahorrar pilas, los espeleólogos a menudo apagan la luz a no ser que estén trabajando o desplazándose. Por eso, en los campamentos pasan muchas horas en oscuridad absoluta. Los espeleólogos responden al sonido de la voz de los demás y no a sus caras. «Ven» los mismos destellos falsos que percibimos cuando tenemos los ojos cerrados, sólo que no pueden interrumpir el proceso abriéndolos. El paso de las horas en la oscuridad puede inducir ansiedad y provocar alucinaciones.

A pesar de no ser el entorno más romántico imaginable, y teniendo en cuenta todo lo dicho, no son inauditos los casos de relaciones sexuales entre los espeleólogos. La palabra correcta es «inauditos» porque, excepto en los campamentos más ruidosos por el agua o el viento, sofocar los sonidos del amor entre las rocas es virtualmente imposible, debido a las sábanas y esterillas de plástico que se colocan debajo de los sacos de dormir y que tanto ruido hacen.

A PESAR DE TODO EL TRABAJO NECESARIO para establecerlo, el Campamento 2 era sólo una estación de paso y no lejos de él se cernía su objetivo inmediato: la sólida pared de rocas que les había detenido el año anterior. Bill Farr, delgado, fuerte y tenaz, dirigió un equipo que descubrió un paso entre aquel caos de bloques y que fue la puerta de entrada al resto de cueva Cheve. Pero os aseguro que aquello fue mucho más duro y difícil de lo que la frase «descubrió un paso entre aquel caos de bloques» pueda sugerir.

Gatear entre y a través de esa acumulación de rocas fue, como una vez observó el espeleólogo veterano Dave Phillips, como ver una hormiga en un tarro de cristal lleno de canicas. Y ni siquiera esta descripción hace justicia a la experiencia, porque las canicas están apretadas en el tarro. Los peñascos que se amontonan en esas acumulaciones no siempre están bien asentados. Puede haber miles de toneladas de roca en equilibrio inestable que sólo necesitan un codazo o un golpe para precipitarse. Abrirse paso por escombreras de esa magnitud es como la escalada libre en solitario para los escaladores. En ambos casos, los errores son definitivos. Si te caes o apartas la roca equivocada, mueres. En escalada, las fisuras y lajas y la pared lisa sin presas por lo menos son visibles. En estas acumulaciones de rocas, cualquiera puede ser la que desencadene la avalancha.

Tras encontrar una oquedad por la que se percibía una corriente de aire, Farr desplazó suficientes rocas como para deslizar su cuerpo apretujándose en aquella cavidad. A continuación, gateando, arrastrándose y retorciéndose para pasar el cuerpo, culebreando por lugares con sitio suficiente para dejarle paso y desplazando rocas para agrandar los espacios estrangulados, por fin pudo salir por el otro lado.

Hacia el término de la expedición, Carol Vesely, Bill Stone y un espeleólogo australiano llamado Rolf Adams lograron en un ataque de 34 horas llegar más hondo que nadie, tan sólo para ver impedido el paso por otro acopio de rocas infranqueable.

«Bueno, por esta vez se ha acabado», dijo Stone con amarga decepción. Al no ver forma de seguir adelante, se dio la vuelta. Bucear por sifones era una cosa. Abrirse paso por la roca, sin excavadoras, otra. Cheve, según parecía, era otra inmensa pérdida de tiempo.

Descenso a ciegas

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