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PRÓLOGO

En los albores del siglo XV creíamos que la Tierra era plana.

En los albores del siglo XXI creemos con la misma certeza que ya han finalizado los grandes descubrimientos en nuestro planeta. Ha pasado casi un siglo desde que Peary pisara por vez primera el Polo Norte y desde que Amundsen llegase al Polo Sur. Hillary y Norgay culminaron la cima del Monte Everest en 1953; Piccard y Walsh bucearon por las profundidades oceánicas en 1960. Armstrong y Aldrin pasearon por la Luna en 1969. Poco después, el hombre jugaría al golf y conduciría un buggy por ese mismo satélite. Es probable que aquello sonara a toque de difuntos para la era de los descubrimientos.

Pero quienes creían a pies juntillas que la Tierra era plana se equivocaron, como también lo hicieron quienes se lamentaron prematuramente del final de la era de los descubrimientos. Ahora que ha iniciado su andadura el tercer milenio, todavía nos aguarda un último gran descubrimiento terrestre: la caverna más profunda de la Tierra. La supercueva.

El mundo de la espeleología extrema es tan emocionante, difícil y peligroso como cualquier entorno de los exploradores de montañas, océanos, regiones polares o incluso el espacio exterior. Cuando empezó a tener noticia sobre el mundo de las supercuevas, Buzz Aldrin afirmó: «Antes creía que no había un entorno más hostil que la superficie lunar, pero ya no». Por tanto, ni Aldrin ni nadie deberían asombrarse de que se hubiera escalado el pico más alto del mundo en 1953, pero que pasara el año 2000 sin que nadie hubiera llegado hasta el fondo del planeta.

Las cavernas son extrañas, insólitas y letales, pero al hablar de las supercuevas no podemos centrarnos sólo en la aventura. A Bill Stone, uno de los dos épicos exploradores de grandes cuevas que aparecen en este libro, se le puso la mosca detrás de la oreja cuando un entrevistador de National Geographic.com le preguntó cómo describiría esta rama de la «aventura».

«Primero, desechemos la etiqueta de aventura –le espetó Stone–, la exploración moderna, y eso es lo que yo hago, es un proceso sofisticadamente tecnológico muy distinto de lo que usted sugiere. El objetivo es ampliar los conocimientos y sus fronteras mediante la adquisición de nuevos datos». Ciencia, de eso se trata, y las cuevas son cornucopias científicas que profundizan en el conocimiento de áreas tan diversas como la prevención de pandemias, la formación de la Tierra, el origen de la vida extraterrestre, la búsqueda de nuevas reservas petrolíferas y la preparación de misiones a Marte.

Y, sin embargo, la exploración de las cuevas más profundas constituye la cima más alta de los relatos épicos sobre descubrimientos y aventuras de la que jamás se haya oído hablar. A pesar de todo su peso dramático, sus peligros y valiosas contribuciones a la ciencia, la espeleología extrema sigue careciendo en gran medida de defensores. Ello se debe en parte a que preferimos que los héroes no se despeinen y sean atractivos. Pensemos en nuestro gran icono en el campo de las exploraciones, Neil Armstrong: inmaculado y puro con su armadura de caballero andante resplandeciendo contra el fondo gris de la Luna y el espacio insondable. Por su parte, a la espeleología le atañe un universo de suciedad, oscuridad y humedad.

Pero hay algo más. Desde el siglo XIX contamos con fotografías de montañeros, y también con películas de ellos desde hace casi el mismo tiempo. Existen buenas películas sobre el mundo submarino desde la década de 1940. Y vimos a Neil Armstrong dar sus primeros pasos en la Luna. Sin embargo, a lo largo de casi toda su historia, la espeleología ha permanecido al margen de nuestro imaginario colectivo. Sólo muy recientemente la aparición de baterías sofisticadas y la tecnología de las imágenes digitales han hecho posible la introducción de cámaras en las grandes cuevas a cientos de metros de profundidad y a lo largo de innumerables kilómetros de galerías. Así, mientras montañeros, submarinistas y astronautas se dejaban mimar por las cámaras, los espeleólogos se batían el cobre en la oscuridad bajo la superficie terrestre.

De hecho, el mundo subterráneo sigue siendo el territorio geográfico más desconocido del planeta, considerado por algunos como «el octavo continente». Se nos han revelado montañas, profundidades abisales, la Luna e incluso los paisajes marcianos, y todos ellos han sido explorados por el ser humano o por sustitutos robóticos. Pero no ha sucedido así con las cuevas. Son el único reino al que sólo se puede acceder de primera mano, con la presencia real del ser humano.

Con el cambio de siglo, tres cosas cruciales han quedado claras sobre el último territorio de los descubrimientos terrestres. La primera probablemente se consiga en una década. La segunda es casi seguro que se conseguirá en dos ubicaciones: en la región de Abjasia de la República de Georgia, y en el estado de Oaxaca, al sur de México. Por último, sólo uno de dos posibles nombres encabezará el equipo explorador que se gane un puesto junto a figuras como Amundsen y Hillary en el panteón de las exploraciones. Son el ucraniano Alexander Klimchouk y el norteamericano Bill Stone, los cuales han dedicado sus vidas a la exploración de las profundidades de la Tierra.

Las grutas y cavernas invitan a la yuxtaposición de opuestos: luz y oscuridad, superficie y subterráneo, seguridad y horror. Alexander Klimchouk y Bill Stone han cumplido ambos los cincuenta, pero son tan diferentes como puedan serlo dos hombres cualesquiera; ejemplos perfectos de esa lista de opuestos. Klimchouk es bajo y delgado. Stone es una torre de músculos. Klimchouk es callado, modesto y amigable. Stone es osado, presuntuoso y dominante. Klimchouk lleva décadas felizmente casado con la misma mujer. Stone se divorció en 1992 y ha mantenido desde entonces varias relaciones con mujeres fuertes, atractivas y voluntariosas, todas ellas vinculadas con actividades al aire libre. Actualmente, Stone está comprometido con la espeleóloga Vickie Siegel, y planea casarse en mayo de 2010. Sin embargo, ambos se parecen en dos aspectos clave: ambos son científicos y ambos son exploradores en el sentido clásico en que conocemos a Magallanes, Amundsen y Armstrong; gente dispuesta a arriesgarlo todo, incluso sus vidas y las de los demás, por otro gran descubrimiento.

Otros exploradores y científicos comprendieron la naturaleza histórica de estos descubrimientos. También asumieron que, por las razones antes expuestas, podrían pasar inadvertidos, lo cual sería doblemente trágico. Primero, porque quien lo arriesga todo por una meta merece todo el reconocimiento y las recompensas del mundo. Segundo y tal vez más importante, porque este descubrimiento no sólo sería histórico sino también triste, ya que marcaría el final de la búsqueda que durante milenios ha llevado a la humanidad a desentrañar los secretos más recónditos de la Tierra. Tan emocionante –y tal vez desquiciante– fue la perspectiva de llegar al final de esta epopeya que la revista National Geographic, habitualmente muy comedida, tomó prestada una frase de Julio Verne para describirla: «La carrera al centro de la Tierra».

En el amanecer del nuevo milenio, ya estaban dispuestos los decorados para el drama, como el que protagonizaron en sana competencia y con resultados históricos y terroríficos Roald Amundsen y Robert Falcon Scott durante la conquista del Polo Sur.

Este libro narra la historia de la carrera emprendida para alcanzar el último gran descubrimiento, y también narra el relato de los hombres y mujeres que ganaron y perdieron.

Descenso a ciegas

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