Читать книгу Descenso a ciegas - James M. Tabor - Страница 15
ОглавлениеOCHO
PARA LA EXPEDICIÓN A PEÑA COLORADA DE 1984, Stone tuvo que buscar ayuda no sólo de corporaciones; necesitaba un despliegue logístico sin precedentes y muchos medios de transporte, para lo cual recurrió al gobierno mejicano, que dispuso unidades del ejército al servicio de la expedición. También contrató a indios de la zona, expertos en el uso del machete, que despejaron un claro en la selva al final de un camino de herradura poco transitado, única vía para llegar o regresar. Doscientos porteadores y sesenta y cinco burros acarrearon ocho toneladas de suministros y equipo, así como setenta y dos botellas de oxígeno y toda suerte de equipo de buceo. Eran botellas ultraligeras, lo último en tecnología y diseñadas por el propio Stone, las cuales pesaban dos tercios menos que las convencionales, si bien todavía constituían una carga enorme.
«Era una montaña de material», dijo Stone. Cierto. Y cada gramo de peso estaba más de ochocientos metros por debajo de la entrada de la cueva. Todo lo que entraba en la cueva primero tenía que remontar ochocientos metros cuesta arriba, a la espalda de los espeleólogos.
En la expedición también se encontraba Pat Stone. Por entonces se habían mudado al extrarradio de Maryland. Bill había conseguido un trabajo de ingeniero estructural con el gobierno federal, después de trampear un acuerdo que le garantizaba al menos tres meses libres al año sin sueldo para ejercer su otra profesión: espeleólogo. Pat había empezado a dedicarse al espeleobuceo, y sus estudios de fisioterapia la hacían apta para trabajar de asesora médica de la expedición, lo cual hizo en aquella y otras expediciones. Como mujer aventurera que era, a Pat le gustaba estar allí. A Stone le gustaba tenerla a su lado y Pat se llevaba bien con los equipos, que siempre estaban constituidos por una abrumadora mayoría masculina. La pareja perfecta parecía haber sido especialmente bendecida.
Las cosas no salieron demasiado mal en un principio. La visibilidad bajo el agua era sorprendente: casi 30 metros. Los espeleobuzos avanzaron con rapidez, superando sifón tras sifón. Al frente de varias de estas inmersiones estaba un gigante rubio y musculoso, un norteamericano llamado Clark Pitcairn, de sólo 23 años pero excepcionalmente dotado para la espeleología y el buceo. El 16 de marzo habían alcanzado el Sifón 7, recorriendo el 30%, unos 3,2 kilómetros, de la distancia que los separaba del sistema Huautla. La profundidad y longitud del Sifón 7 volverían las inmersiones todavía más peligrosas si cabe.
Llegar al Sifón 7 constituía por sí solo una miniexpedición. Se necesitaban dos días para llegar desde el campamento base: un día para llegar al Campamento 1, a unos 1.600 metros cueva adentro, y un largo segundo día, 19 horas o más, hasta el Sifón 7. El 16 de marzo los miembros del equipo habían recorrido incontables veces aquel camino de ida y vuelta, reabasteciendo a los buzos con botellas de oxígeno, comida, carburo para las lámparas…; docenas de cosas, día tras día. Algunos hacían más de acémilas que de buzos. El descontento empezó a cundir.
El 18 de marzo, Stone y Jefferys abandonaron el Campamento 1 en una incursión de 19 horas hasta el Sifón 7. Un día después Stone hizo dos inmersiones a más de 36 metros de profundidad. Un túnel enorme, de 9 metros de altura y 18 metros de ancho, se abría hasta donde podía ver. Durante diez días, Stone y otros tres buzos se adentraron cada vez más profundamente en el Sifón 7. El último intento acabó cuando Clark Pitcairn, a 55 metros de profundidad a lo largo de 152 metros de túnel, sufrió un ataque de narcosis por nitrógeno. También llamada «embriaguez de las profundidades», esta peligrosa afección tiende a ocurrir en inmersiones por debajo de los 30 metros debido a una sobrecarga de nitrógeno en el sistema respiratorio del buzo. Puede hacer que la víctima se sienta mareada y embriagada, como si se hubiera pimplado cinco martinis. Como el alcohol, la narcosis por nitrógeno afecta al juicio. Se sabe de buzos afectados que han pasado el respirador a los peces; otros se han quitado todo el equipo y se han ido buceando, convencidos de que ya no lo necesitaban.
Pitcairn, que había sufrido una pérdida de concentración y coordinación, dejó caer la cuerda de seguridad y el carrete, y tuvo que abortar la inmersión. Aunque potencialmente mortal, la narcosis por nitrógeno tiene dos virtudes benéficas. Una es que los buzos experimentados se dan cuenta de su inicio antes de quedar totalmente incapacitados. La otra es que, al ascender a la superficie, sus efectos desaparecen con rapidez. No obstante, como su inmersión fue a gran profundidad (40 metros es el límite para los buzos recreativos) y se había adentrado tanto en la cueva, tuvo mucha suerte de escapar con vida. Aquello acabó con las inmersiones por el momento, pero dejó mucha cueva por delante. En su última inmersión, Stone había vislumbrado en las aguas de claridad cristalina un túnel inalcanzable pero tentador lo bastante grande como para que pasara una locomotora. El túnel se perdía montaña arriba hasta donde la vista se lo permitía.
Todos se reagruparon en el campamento base, con seis semanas de expedición por delante. Nada sorprende que Stone quisiera seguir en la brecha. Había invertido mucho dinero, como en la mayoría de sus expediciones, y había superado muchos obstáculos, sin olvidar los interminables años cortejando a los patrocinadores que tanto tiempo le habían robado a sus obligaciones familiares. Su compromiso con esta expedición había sido total e inquebrantable, al igual que su compromiso con la espeleología en general. Seis semanas eran una eternidad. Sin embargo, para no desaprovechar ese tiempo, los miembros del equipo tendrían que enfrentarse a más semanas de labor de sherpas acarreando bombonas y otros suministros hasta el Campamento 2. Y si Stone y los mejores buzos superaban el sifón, se pasarían días, si no semanas, explorando el otro lado. Entretanto, en el campamento, los menos afortunados tendrían que sentarse mano sobre mano cuando no estuvieran usándolas para espantar y aplastar mosquitos.
Stone estaba dispuesto, deseoso de seguir con la dura labor de transportar el material y realizar las inmersiones más peligrosas para seguir adelante pasara lo que pasara. En consecuencia, convocó una reunión para anunciar que había llegado la hora de portear material y hacer una nueva intentona. Sin embargo, para su inmensa sorpresa, se dio cuenta de que el equipo no estaba por la labor. Un miembro de la expedición que había asumido el mando durante sus ausencias lo expresó sin medias tintas: «He hablado con todos y no va a ser así».
Se había declarado un motín.
LA REBELIÓN SE HABÍA ORIGINADO TANTO por su falta de liderazgo como por la inquietud generalizada; Stone y Jefferys así lo reconocieron mucho después, usando los dos el término «motín» para describir lo sucedido. El resultado fue que la mayor parte del grupo levantó el campamento y se largó. Su espantada echó a perder semanas de expedición y dejó a Stone dolido y confuso. ¿Era posible que hubiera alimentado el motín acaparando el protagonismo, divirtiéndose en las inmersiones mientras los otros hacían el trabajo sucio? No lo creía. También había tratado de pasar tiempo en la retaguardia, prestando atención a la logística, organizando el apoyo y el porteo de material. Por lo que sabía, Jefferys había pasado más tiempo en la cueva que él.
A pesar de ello, Stone sentía que había cometido un grave error. Como uno de los jefes de la expedición, no sólo debería haber mantenido el objetivo de su misión sino también el de todo el equipo. Al faltar esto, el resto de participantes había formulado su propia misión, que consistió en hacer surf, conocer señoritas y beber tequila.
Teniendo en cuenta la enorme inversión en tiempo y dinero, y los grandes riesgos implicados, ¿debería considerarse la misión a Peña Colorada de 1984 un éxito, porque al mando de un jefe eficaz y resolutivo se habían explorado casi 8 kilómetros de la caverna, recorriendo un tercio de la distancia hasta Huautla? ¿O se debía juzgar como un fracaso porque, con todo el tiempo y medios que les quedaban, se había producido un motín que había dado al traste con el resto de la expedición?
Ambas cosas son ciertas y también fue una importante, aunque dolorosa, lección para Bill Stone en su formación como explorador y jefe. En misiones sucesivas, su reto sería repetir lo primero y evitar lo segundo. Había también otro desafío. Los rumores se extienden con rapidez entre la comunidad de espeleólogos, sobre todo las historias sobre expediciones que terminan mal, sea por accidentes, víctimas mortales o motines. Al menos algunos de los amotinados de la expedición de 1984 a Peña Colorada volvieron murmurando del temprano y desagradable fin que tuvo la empresa. Puede ser que dijeran que la culpa del motín fue de Bill Stone o puede que no lo dijeran; sin embargo, Bill Stone era uno de los jefes, y ya se había ganado cierta reputación, por lo que la gente sacaría sus propias conclusiones. Un capitán puede no ser la única causa de un motín, pero siempre es la cabeza visible en la que todos se fijan.