Читать книгу Descenso a ciegas - James M. Tabor - Страница 9
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LA MUERTE TRIUNFA SOBRE TODOS. El resto de consideraciones tendrían que esperar. Yeager o, mejor dicho su cadáver, era ahora responsabilidad de la expedición, gustara o no. Las autoridades mejicanas, nunca del todo cómodas con esas grandes expediciones espeleológicas que causaban inquietud entre la población supersticiosa, no iban a estar nada contentas con esa muerte. Peor aún, podrían reclamar el cadáver, aunque sin aportar ninguna de las destrezas necesarias para recuperarlo por sí mismas. Ese trabajo recaería en Bill Stone, sus compañeros y los otros espeleólogos. El problema era que nadie había recuperado un cadáver a semejante profundidad en una cueva como Cheve.
Las grandes cuevas entrañan más peligros que cualquier otro tipo de entorno en que se practique la exploración extrema. Simplemente descender y ascender es exorbitantemente peligroso. Recuperar de las profundidades de una cueva un cuerpo, vivo o muerto, es mucho peor porque aumenta la magnitud de cualquier peligro. El mismo año en que murió Chris Yeager, una espeleóloga llamada Emily Davis Mobley se rompió una pierna a sólo cuatro horas y unos pocos cientos de metros verticales de la entrada de una cueva de Nuevo México llamada Lechuguilla, mucho menos peligrosa que Cheve. Se necesitaron más de cien rescatadores y cuatro días para traerla de vuelta a la superficie. Un experto calculó que cada hora de descenso de la espeleóloga sana equivalió a un día de ascenso durante el rescate en Lechuguilla, el cual, como los espeleólogos dijeron, se caracterizó por «su verticalidad extrema».
«Verticalidad extrema» describe a la perfección el tiro de la cueva Cheve por el que habría que izar el cuerpo de Yeager. Desde la entrada, la cueva desciende como una escalera empinada de 914 metros verticales una distancia total de 3,5 kilómetros antes de nivelarse un tanto. No es un precipicio liso y uniforme. Esos 914 metros presentan innumerables irregularidades y formaciones geológicas, con un tramo nivelado, si bien la principal orientación de Cheve es vertical. Un pozo gigantesco de 152 metros. Como los escaladores de roca, los espeleólogos llaman a esos precipicios verticales «simas». Hay también simas más cortas –muchas, de hecho–, así como cascadas, arrastraderos, lagos, caos de bloques, y muchas otras formaciones, únicas y casi imposibles de describir excepto con una cámara.
En toda la cueva hay noventa simas que exigen bajar rapelando. Treinta y tres de ellas se hallaban entre el cadáver de Yeager y la superficie, incluyendo aquel monstruo de 152 metros. Por tanto, para subir todas y cada una de esas treinta y tres simas con un cuerpo echado sobre una camilla, los equipos de rescate tendrían que instalar sistemas de izado con cuerdas y poleas y contrapesos. Cuanto más grande la pared, más complejo el sistema de izado.
Montar estos sistemas de izado, sobre todo en grandes paredes, es más peligroso que rapelar y escalar de nuevo esas simas. El trabajo exigiría que los fatigados espeleólogos pendieran durante horas en la oscuridad, a veces bajo cascadas de agua helada, embutidos en arneses que se clavan dolorosamente en la carne, colocando tornillos y placas y poleas. Todo esto incluso antes de iniciar el izado, que entrañaría usar, entre otras tareas peligrosas y desagradables, los cuerpos de estos hombres como contrapeso. Hay más problemas implicados en el rescate de un cuerpo, pero con lo dicho se tendrá un indicio de su complejidad.
Durbin, el padre de Yeager, llegó varios días después del accidente con otro familiar y un amigo espeleólogo de Indiana. El cadáver, mientras tanto, estaba a buen recaudo no lejos del lugar del accidente. Siguió una semana de discusiones entre los guías de la expedición y el contingente de Yeager. Stone, no es de extrañar, se puso del lado de la expedición. Él y los demás compartían la opinión de que arriesgar la vida de los miembros de la expedición para rescatar un cadáver era poco acertado. Stone, un escalador consumado, puso de relieve que los montañeros a menudo enterraban a sus compañeros in situ. (Por aquel entonces, unos 130 escaladores habían muerto en el Everest y la mayoría de sus cuerpos aún seguían en la montaña.) Stone también puso de relieve –sin delicadeza pero correctamente– que el rescate del cuerpo sería mucho más fácil si el cadáver pasara varios años en la cueva y se dejase desecar. Un equipo más reducido podría entonces recuperar los huesos con seguridad.
A esto siguieron acaloradas discusiones, sobre todo entre Stone, sus colegas y el amigo de Yeager procedente de Indiana. Finalmente se llegó a un acuerdo: nadie entraría en la cueva a rescatar el cuerpo. Durbin Yeager comprendió que un intento de rescate sólo conseguiría provocar más accidentes y, a regañadientes, aceptó que su hijo fuera enterrado en cueva Cheve.
Once días después del accidente, miembros de la expedición trasladaron el cadáver de Chris Yeager (en condiciones apenas imaginables) un poco más arriba hasta un balcón arenoso donde se había localizado un lugar adecuado para su inhumación. Excavaron una tumba, lo enterraron con una camiseta de la expedición, se celebró el funeral y pusieron una lápida con palabras escritas con hollín de una carburera.
El problema del cadáver estaba resuelto; sin embargo, las autoridades mejicanas siguieron inquietas. Las autoridades locales entendían que las expediciones podían hacer importantes descubrimientos, que a su vez estimulaban el turismo, como había sucedido, por ejemplo, en algunas áreas centroamericanas con las ruinas mayas y aztecas. Las expediciones también contribuían a equilibrar las finanzas de las economías locales, donde compraban suministros, alquilaban casas y contrataban a porteadores.
No obstante, los espeleólogos también causaban inquietud entre los lugareños, la mayoría de los cuales creían, a pesar de todos los esfuerzos de Stone y otros guías, que los gringos estaban robando oro y objetos preciosos. Los lugareños se oponían a las incursiones de los espeleólogos sobre todo por razones religiosas y espirituales. Para ellos, las cuevas eran el hogar de deidades, tan sagradas como las catedrales y mezquitas para cristianos y musulmanes. La idea de que extranjeros vivieran en ellas, defecaran, orinaran, tuvieran relaciones sexuales y dejaran allí basura resultaba muy ofensiva, tal y como nos parecerían esas actividades en el Vaticano o en la Gran Mezquita de la Meca.
La muerte de un espeleólogo fue más que suficiente para que todo se viniera abajo. Los espeleólogos sabían que la ley era distinta allá abajo. La gente iba a la cárcel por cualquier motivo y a veces sin motivo aparente. Y aunque tal vez hubiera lugares peores que las cárceles mejicanas, éstas estaban muy cerca de los últimos puestos de la lista.
Se ordenó a los guías de la expedición que declararan en una comisaría de la cercana Cuicatlán. Allí, el fiscal general del estado de Oaxaca le apretó las tuercas a Stone en una larga y dura conversación telefónica. Sorprendentemente, el funcionario le exigió que se personaran con el cuerpo de Yeager y hubo amenazas de prisión si no lo hacían. Al final, Stone le convenció de que era muy fácil que tuviera que llevar más cadáveres si insistía en ver el de Yeager. «Vale –aceptó a regañadientes el fiscal general–, pero si muere alguien más a partir de ahora, un cuerpo tendrá que aparecer». Esto no se había exigido antes. Al parecer de Stone, todo eso era absurdo. También era, pensó con resentimiento, otra consecuencia de la imprudencia de Yeager.
Sorprendentemente, las autoridades no expulsaron al equipo de cueva Cheve ni de México y, por un corto intervalo de tiempo, Stone pensó que había capeado el temporal. Pero entonces se elevó una nueva petición de que se pusiera fin a la expedición, y llegó de una autoridad tan inevitable como la policía mejicana, aunque por distintos motivos.
La petición no procedía de Oaxaca, sino de Indiana. Los padres de Chris Yeager pensaban que era inapropiado que los espeleólogos pisotearan la tumba fresca de su hijo al subir y bajar por aquel pasillo arenoso. Cheve era ahora un cementerio; pasaría tiempo antes de que se reanudara la exploración activa de la cueva.
La expedición se atuvo a los deseos de la familia, aunque supuso el fin de un esfuerzo, apenas iniciado, por el que muchos habían sacrificado tiempo y dinero, y por el cual habían asumido repetidamente un gran riesgo personal. En honor a la verdad, si hubiera sido por Bill Stone, la expedición hubiera continuado. Al saberlo, algunos se quedaron de piedra. ¿Cómo podía querer continuar –después de todo, no era más que una cueva– con el cadáver todavía fresco de un joven fallecido allí mismo recayendo sobre su conciencia?
Stone se movía con otras coordenadas. Le gustaba poner de relieve que los barcos que antiguamente viajaban al Nuevo Mundo perdían habitualmente el 30% o más de la tripulación. Tampoco otras muertes habían detenido a exploradores como Scott, Amundsen o Lewis y Clark. Por no hablar de esfuerzos más recientes –de los cuales se burlaba públicamente– como la tímida aproximación de la NASA a la exploración espacial. Pero la decisión tomada en Cheve no dependía únicamente de él.
A medida que se supo de la muerte de Chris Yeager y sus secuelas, se levantaron ampollas en la comunidad espeleológica. A una minoría seria y científica, familiarizada con los precedentes sentados en la historia de la exploración, le parecía aceptable el entierro en la cueva. Una mayoría mucho más nutrida y desinformada lo concebía como algo horroroso. Hacia el verano, sin embargo, la controversia se había enfriado, desviando la expedición y la muerte de Yeager del punto de mira. Stone, aliviado, pensó que el incidente había quedado atrás.
Pero no fue así. A comienzos de 1992, el amigo de Yeager de Indiana, con la ayuda de Tina Shirk, organizó una expedición para recuperar el cadáver. Tuvieron la fortuna de contar con la asistencia de un equipo de expertos espeleólogos polacos, que devolvieron el cuerpo de Yeager a la superficie en tres días. Los polacos eran muy buenos, pero el rescate resultó más fácil de lo que habría sido un año antes por la misma razón que Stone había dado a Durbin Yeager. La descomposición había hecho su trabajo y el cuerpo, si bien no era todavía puro esqueleto, se trasladó en pedazos.
Una vez más, las noticias sobre el «execrable incidente de Chris Yeager», tal y como Stone llegó a pensar en él, avivaron el fuego de la controversia. Muchos espeleólogos norteamericanos, Stone entre ellos, se sintieron ultrajados porque un equipo de advenedizos extranjeros hubiera invadido «su» cueva. Otros, sobre todo los amigos y la familia de Yeager, financiaron el esfuerzo.
El hecho de que otros dos guías y el padre de Chris Yeager hubieran estado de acuerdo en la decisión original de dejar el cuerpo allí pareció haberse olvidado por el camino. En parte se debió a que la brusquedad y franqueza de Stone ayudaron a convertirle en el blanco natural de las críticas. Varios periodistas que pasaron períodos relativamente cortos con Stone le consideraban menos que conciliador. Sus artículos publicados en revistas muy leídas y con gran influencia, como Outside, National Geographic Adventure y The Washington Post Magazine, reflejaron esa visión, describiéndole como «dominante, obsesivo y pomposo».
La personalidad tipo A de Stone, su impulsividad, también le alienaron un poco de la comunidad espeleológica. Dos de los espeleólogos entrevistados al comienzo de mi investigación para este libro dieron respuestas idénticas cuando se citó el nombre de Stone: «Es un capullo». Y un tercero añadió: «Muere gente en sus expediciones».
Pero es importante reparar en que la mayoría de los que han bajado con él al fondo de la Tierra elogian su coraje, inteligencia, fuerza y, sobre todo, su perseverancia indomable que, década tras década, le permitieron perseguir una meta que, cada vez que él se aproximaba, se alejaba como un espejismo.
No predispuesto genéticamente a las galanterías, Stone también heredó dos rasgos de la personalidad que a menudo se encuentran en los triunfadores y también en los exploradores: el clásico macho alfa con personalidad tipo A. Una característica especialmente destacable de la personalidad A es la impaciencia patológica impulsada por una sensación enloquecedora de urgencia. Sigue siendo una pregunta abierta: ¿qué encajan peor estas personas, a los estúpidos o las dilaciones? Para ellos, desde cortar el césped hasta la organización de grandes expediciones constituyen una carrera contra el tiempo, tiempo que siempre parece que se les esté acabando.
Meticulosidad aparte, las tendencias de la personalidad tipo A de los machos alfa les confieren ciertas ventajas, como la voluntad –la necesidad dirían algunos– de asumir retos que a los demás, en el mejor de los casos, nos resultan incomprensibles o una locura, como, por ejemplo, pasar treinta años persiguiendo la cueva más profunda de la Tierra. Mucho antes de que acabara el siglo XX, fuentes bien informadas comenzaron a establecer comparaciones entre Bill Stone y el brillante escalador italiano Reinhold Messner, siempre desafiando la muerte y el montañero más grande de todos los tiempos.
La comparación tiene mérito, pero hay uno de sus corolarios que se menciona con menos frecuencia. La grandeza verdadera pocas veces se logra sin daños colaterales. Al igual que Messner, Stone perseguía metas olímpicas con una pasión obsesiva e incondicional y el precio fue considerable: matrimonios, familia, amantes, seguridad, amistades y también la vida de amigos.
Stone denegó bruscamente y sin excusas mi petición de acompañarle en una de sus expediciones a su supercueva mejicana como parte del trabajo de documentación inicial para este libro. Lograr un primer encuentro con él me llevó meses, en parte por su calendario frenético, y en parte porque no le emocionaba nada la idea de malgastar preciosas horas de su tiempo con un escritor. Cuando finalmente me concedió una entrevista, me costó no esperar de él una extraordinaria combinación del capitán Ahab, el señor Kurtz y Spiderman.
Y tal vez no tendría por qué sorprenderme. Después de todo, ¿qué hombre normal lo sacrificaría todo por el privilegio de descender al infierno?