Читать книгу Descenso a ciegas - James M. Tabor - Страница 13
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VER A AQUELLOS SUREÑOS CON SU MATERIAL PARA ESCALADA había sido para Stone una revelación. La palabra «México» pronunciada por Marion Smith le causó otra. Pronto descubrió que México albergaba cuevas pantagruélicas que dejaban chiquitas incluso a monstruos como el Hoyo Fantástico. Además estaban a 4.000 kilómetros del Instituto Politécnico Rensselaer (IPR) de Troy, Nueva York. Cinco dólares en aquellos tiempos no eran moco de pavo para la mayoría de los estudiantes universitarios ni tampoco para Stone y sus amigos espeleólogos. Organizar una expedición a México, como también ocurría con las expediciones de alpinismo, era exorbitantemente caro y requería mucho tiempo. Parecía que ni las finanzas ni el exigente programa académico de la universidad permitirían una expedición a México. Sin embargo, en una temprana demostración de ingenuidad y determinación, que luego marcaría el resultado de sus hazañas, Stone tuvo una idea. Hizo una oferta al Departamento de Geología del IPR ofreciéndose a fotografiar y topografiar las características geológicas de México si el departamento avalaba aquel proyecto. El departamento mordió el anzuelo. A Stone y sus compañeros todavía les quedaba recaudar dinero y tomar prestados los coches de sus familias, lo cual hicieron. Y así, durante los tres años siguientes, pasaron doce semanas al año –seis en verano y seis en invierno– transformando en aulas las grandes cuevas de México.
EN 1974 BILL STONE SE LICENCIÓ EN EL IPR en ingeniería civil. Pasó el año siguiente sacándose un máster en ingeniería estructural. Podría haber aspirado a MIT, Standford, y a Caltech, pero los espeleólogos devotos tienden a organizar su vida en torno a dicha actividad con un fervor poco habitual. Así es que, en vez de Cambridge o Palo Alto, Stone acabó en Austin, en la Universidad de Texas U.T. Si bien Austin ofrecía programas de doctorado muy acreditados, ésa no fue la única ni tampoco la principal razón de la elección de Stone. Si Boulder, Colorado, con la montaña Flatirons a las afueras, era la cantera más importante de escaladores de elite, Austin, tan próxima a las grandes cuevas estadounidenses y mejicanas, desempeñaba un papel similar entre los espeleólogos.
Stone se marchó del Instituto Politécnico Rensselaer y de Nueva York con algo más que un título universitario. Durante el período allí transcurrido conoció a una hermosa joven, sensata y de larga cabellera oscura. Nacida en Syracuse, Patricia Ann Wiedeman estaba estudiando para licenciarse en fisioterapia en el cercano Russell Sage/Albany Medical College. Al igual que Stone, su interés académico se centraba en las ciencias. Y, probablemente más importante, a Pat le gustaban los deportes y las expediciones en plena naturaleza. Le gustaba especialmente el senderismo, viajar con mochila, la escalada, y –una vez que Stone la inició– la espeleología. Se enamoraron mientras Stone estudiaba en el IPR, y su relación sobrevivió a la separación que implicó la mudanza a U.T. Austin mientras ella permanecía en el estado de Nueva York acabando su carrera.
En la calle Kirkwood de Austin se localizaba una de las mayores concentraciones de espeleólogos del mundo, en un barrio de casas un tanto humildes con gran capacidad de almacenamiento y alquiler bajo. Los mejores espeleólogos de Estados Unidos vivían allí, y Bill Stone pasó a formar parte de ellos. Se hacían llamar los Kirkwood Cowboys y muchos vivían un poco como los vaqueros de antaño, con trabajos temporales con que ahorrar dinero para las expediciones. Cuando se quedaban sin suministros, ponían fin a las expediciones y volvían en comitiva a Austin a pasar los días ganándose el pan en trabajos alienantes y disfrutando de las noches en fiestas épicas, de modo no muy distinto a como vivían trampeando los vaqueros en Dodge y Tombstone.
Apariencias aparte, los espeleólogos de Austin eran gente muy preparada y seria. Su meta era invertir la histórica hazaña de Hillary y Tenzing al llegar a la cima de la cumbre del mundo: los espeleólogos de Austin estaban decididos a encontrar el fondo de la Tierra. Contaban con la técnica y las herramientas adecuadas para lograrlo, y creían que alguna de las cuevas de México les permitiría alcanzar esa meta.
El descenso al Hell Hole había inaugurado el currículo de Stone en el mundo de la espeleología. Una expedición a México en 1976 sentó las bases de otra fase de su vida. Stone acompañó a otra estrella emergente, Jim Smith (de Georgia y sin ninguna relación con Marion), por aquel entonces el posiblemente mejor espeleólogo de América del Norte. Un año antes, Smith, con veinte años, había codirigido una expedición que batió el récord mundial de profundidad, de unos 1.310 metros, en una cueva francesa llamada Gouffre de la Pierre Saint-Martin. Smith y Stone montaron una partida de tres semanas para explorar una cueva llamada Huautla en Oaxaca, un estado del sur de México.
El sistema Huautla, a dos días de duro viaje en coche desde Austin, fue la primera incursión de Stone en una supercueva mejicana y le abrió los ojos a cosas que nunca había imaginado. El agua, el mayor enemigo del espeleólogo, le causó la impresión más temprana y poderosa. Diciembre fue un mes muy lluvioso aquel año. Ríos rugientes atravesaban aquella cueva, creando grandes cataratas, tan poderosas que a Stone le parecía que las paredes de la cueva resonaban como tambores gigantescos.
Esta descripción puede sorprender a los lectores sin experiencia en grutas, así como a los que sólo han estado en cuevas cómodamente adaptadas para turistas, con pasarelas elevadas y un despliegue deslumbrante de luces. El agua forma parte de las cuevas al igual que la oscuridad. Una cueva grande como Huautla, vista de perfil, se parece a un árbol con una vasta red de ramificaciones en la superficie que están conectadas con grandes ramales a nivel más profundo, que a su vez se reunifican a mayor profundidad formando grandes corredores y simas.
En resumidas cuentas, la acción disolvente del agua ligeramente ácida sobre los sustratos de piedra caliza crea la mayoría de las cuevas, y también cavernas gigantescas como Huautla. (Hay otros dos tipos, unas creadas por ácido sulfúrico y otras abiertas por ríos de lava.) Y se necesita mucha más agua para excavar supercuevas que para excavar cuevas pequeñas. Y grandes cuevas como Huautla son las que mayor volumen precisan. En lo profundo de estas cuevas los exploradores encuentran ríos enrabietados lo bastante grandes como para hacer las delicias de los kayakistas de aguas bravas. Lo que resulta divertido en la superficie suele volverse mortal bajo tierra. Cuando los meses húmedos alimentan estos torrentes, éstos a veces inundan secciones enteras de las cuevas imposibilitando el paso, atrapando a los espeleólogos o arrastrándolos hacia dentro.
Desde 1965 otras partidas habían explorado Huautla hasta una profundidad de 304 metros. En 1976, la primera expedición importante en volver a Huautla en ocho años constituyó el esfuerzo conjunto de Richard Schreiber y Bill Stone. Miembros de la expedición pasaron tres semanas explorando Huautla, acampando bajo tierra cinco días con sus noches, lo cual fue en sí una vuelta de tuerca. (Para verlo en perspectiva, por aquel entonces los escaladores llevaban acampando en las montañas más altas de la Tierra desde hacía medio siglo. Debido a su mayor dificultad, las acampadas de varios días bajo tierra estaban todavía en pañales.) Encontraron un paso que rodeaba un lago que antes se pensaba imposible de sortear y llegaron a una profundidad de 792 metros. Dada la profundidad que habían alcanzado y el volumen de agua con el que habían bregado, y en vista de la magnitud de las características de la caverna, empezaron a pensar que el sistema Huautla no tendría fin, tal vez hasta el mismísimo centro de la Tierra.
Fascinado por las profundidades, desde entonces hasta 1988, Stone dirigió o participó en una docena de expediciones a Huautla. Preocupado por su doctorado, en 1977 no participó en una gran expedición a Huautla durante la cual seis espeleólogos llegaron más lejos que nadie, viviendo a casi 548 metros de profundidad durante doce días, empleando más de una tonelada de material técnico de escalada y 1.097 metros de cuerda. A 853 metros, los espeleólogos tuvieron que rapelar por una cascada tremenda, con un volumen equivalente al de 10 bocas de riego urbanas expulsando agua a plena potencia. Cuatrocientos metros más adelante, llegaron al Sifón de San Agustín, el lago subterráneo que habían anticipado todas las expediciones desde su descubrimiento por Jim Smith y Bill Steele a principios de ese año.
Normalmente, un sifón es un lugar, por debajo del terreno que le rodea, donde se acumula líquido. Pensemos en el típico sifón de un sótano, en el cual una bomba extrae agua, o el sifón en cuello de cisne de la tubería que sale del fregadero en las casas. Los sifones de las cuevas son similares, pero muy grandes: son túneles serpenteantes e inundados. En algunos puntos son tan angostos que los buzos tienen que detenerse, quitarse las bombonas de oxígeno, pasarlas al otro lado del cuello de botella y luego deslizarse ellos y ponerse de nuevo el equipo cuando el pasillo se ensancha lo suficiente.
Esta descripción no hace verdadera justicia a la hazaña, porque uno sólo sigue unido a las bombonas de oxígeno por la manguera del regulador y la boquilla de respiración. No cuesta mucho que un tirón te arranque la boquilla de entre los dientes y con una visibilidad casi nula; si eso ocurre, las posibilidades de encontrarla antes de ahogarse no son muchas. En otros tramos, los sifones son mayores que túneles de autopistas, con cientos de metros de ancho, muchos más de longitud y dificultades propias.
Dada la mortalidad de los buceadores que se han metido en cuevas, el término «sifones terminales» es polisémico y exacto a la vez. En aquel momento, sin embargo, eran infranqueables. Uno de los espeleólogos más famosos lo resumió sucintamente: «Un sifón es la forma que tiene Dios de decirte que la cueva acaba ahí». Le pusieron el nombre de la región bajo la que se encontraban: Sifón de San Agustín.
En 1979, Stone codirigió una expedición a Huautla con el fin de «superar el sifón», es decir, encontrar un medio de pasarlo. Los espeleólogos siempre intentan, al principio, encontrar un camino seco para sortear los sifones. Si dicho plan resulta imposible, el último recurso es sumergirse con un equipo autónomo de submarinismo y bucear. La década de 1970 se encontraba sólo a 20 años de la Edad de Piedra del submarinismo con escafandra autónoma, pero eso no frenó el rápido crecimiento del espeleobuceo. La combinación de un equipo de respiración subacuático, hordas de principiantes ávidos de emociones y la ausencia de programas de entrenamiento formal hizo de aquella década la más mortal de una actividad tristemente célebre por sus víctimas. (La tecnología actual para el espeleobuceo es sofisticada y se programa por ordenador, pero, aun así, sigue siendo la aplicación más mortífera del buceo con escafandra autónoma.)
Stone se llevó al sifón las técnicas y equipamiento de la época junto con otros dos espeleobuceadores, Tommy Shiflett y Steve Zeman. En vez de botellas de oxígeno grandes, Stone se sumergió con unas botellas enanas, unos cilindros laterales de pequeño tamaño que los submarinistas sólo usan en caso de emergencia. Sobre el traje de neopreno llevaba un arnés de escalada atado a una pesada cuerda, porque, aunque la corriente no fuera demasiado fuerte en el punto de entrada, temía que el sifón acabara en una cascada que lo arrastrase a algún abismo. Para ahorrar peso, no usaría aletas ni compensador de la flotabilidad (un chaleco inflable que usan los buzos para flotar en la superficie y mantener una flotabilidad neutra sumergidos) ni lastre para contrarrestar la flotabilidad positiva del cuerpo, el traje de neopreno y el oxígeno de las botellas.
Lo que finalmente ocurrió muestra vívidamente por qué la década de 1970 fue letal para los espeleobuzos. Stone se sumergió en aquellas aguas tenebrosas a 7,8 °C (muy por debajo de la temperatura del cuerpo) y nadó por un conducto descendente. Sin lastre, la flotabilidad lo empotró contra el techo del túnel y, sin aletas, no pudo impulsarse. Para seguir por el túnel, tuvo que darse la vuelta, y, como uno de esos demonios que trepan por el techo en las películas de terror, tuvo que gatear boca arriba.
Stone comenzó con 3.000 psi en su bombona de oxígeno. Pasados 15 minutos, el nivel de oxígeno había bajado a 1.900 psi y consumía 100 psi en cada respiración. A 12 metros de profundidad y abocado a un abismo insondable, sabía que había llegado el momento de volver. Dio tres tirones a la cuerda, la señal para que sus compañeros le arrastraran de vuelta. No sucedió nada.
A esa profundidad, Stone ya no estaba pegado al techo. De hecho, ni siquiera flotaba. La presión del agua había aplastado su traje de neopreno acabando con la mayor parte de su flotabilidad, por lo que había empezado a hundirse. La pesada y larga cuerda, ahora empapada, comenzó a hundirlo todavía más rápido en aquel sifón insondable. Sin un compensador de la flotabilidad, no tenía medio alguno para dejar de hundirse. Sin aletas, los pies desnudos apenas le propulsaban. Cuanto más rápido se hundía, más se iba al fondo, y cuanto más hondo estaba, más rápido se hundía. Era la pesadilla más temida por los espeleobuzos, pesadilla de la que Stone no podría salvarse despertando.