Читать книгу La Biblioteca de Ismara - Javier L. Ibarz - Страница 26
IX ALQUIMIA 1
ОглавлениеSerían las diez cuando salieron de la casa en el viejo Citroën GSA de Sophie. Les esperaba un viaje de casi cuatro horas hasta llegar a Andorra la Vella.
—En realidad, España está mucho más cerca —comentó Óscar—. Pero en Aragón las tiendas tampoco abren los domingos y en Andorra llamaremos menos la atención.
«Sí, por supuesto —pensó Clara—. En un coche del siglo XV. Lo más discreto del mundo». Y preguntó en voz alta, con cierto retintín:
—¿Entonces, todos sois alquimistas?
—Eso es —contestó Sophie.
—¿Y yo? —añadió—. ¿También tengo yo poderes alquímicos?
Los tres se rieron, pero Clara no. Había estado meditando después de la conversación con Sophie, y aunque le explicaron que no existían los «poderes alquímicos», que el conocimiento de la alquimia se obtenía a base de estudio, intenso y detallado, los medallones y los poderes mágicos no tenían nada que ver con la alquimia que Clara conocía por los cuentos infantiles, con sus piedras de la inmortalidad y sus señores de barba blanca trabajando entre retortas. No. Eso era otra cosa.
Y su propio sentimiento de culpa se las ingenió para crear un argumento «irrefutable»: si en esas paranoias y yuyus había el más mínimo rastro de verdad, si la alquimia de la que hablaba Sophie era real, aunque solo fuera un poco, entonces las cosas se volvían más oscuras. En ese caso, tal vez fuera la causante de la muerte de sus padres.
Si tenía poderes de algún tipo, entonces era una asesina de verdad.
Tras dos horas y media de viaje pararon junto a una fuente, en mitad de una carretera secundaria, a estirar las piernas y tomar un refrigerio. Unas brioches rellenas de queso y un tupper de crudités. Clara comió en silencio. Los demás hablaban en castellano, pero si lo hubieran hecho en francés, o en chino, no se hubiera sentido más aislada. En su cabeza los argumentos se retorcían, contestándose unos a otros: «es imposible que sea verdad», «pero tus padres están muertos»; «son todo paranoias», «pero tú los mataste»; «son una secta», «pero las muertes que deseas se te conceden»…
—Llegaremos a Andorra alrededor de las dos —comentó Sophie—, y enseguida iremos a comprarte toda la ropa que haga falta, un tinte para el cabello y, si te apetece, unas lentillas de color. Aunque te advierto que será muy incómodo y, además, puede resultar más sospechoso que respetar tu color natural.
—Pues cámbiame el color de los ojos con alquimia, o lo que sea —dijo, intentando ser irónica. En realidad, le importaba un comino el color del iris.
—Tendría que ser permanente —aclaró Óscar—. Luego no volverías a recuperar jamás tu color original. Y sería una pena, porque tienes unos ojos preciosos.
—Me da igual —dijo. ¿Dónde se habían dejado el sentido del humor? ¿Pues no se lo habían tomado en serio? Si no hubiera estado tan harta de las ocurrencias de ese clan enfermizo, se habría reído un buen rato, pero lo cierto es que le daba igual. Por lo que a ella tocaba, podían ponerle la piel de color verde o magenta o teñirle de rosa. Eso no alteraría nada de lo que en verdad deseaba cambiar.
Volvieron a subir al coche y Sophie, dándose cuenta de que había algo más que un simple enfado superficial, dejó que Clara se sentara junto a ella en el puesto del copiloto.
—Yo conozco esa mirada —le dijo, casi en un susurro, en cuanto puso en marcha el viejo Citroën. No quería que Óscar o Gabriel la oyeran—. La he visto muchas veces en gente que no podía perdonarse; por decepcionar a sus maestros, por haber flaqueado en el camino, por creerse indigno de lo que le entregaba la vida… Los seres humanos somos bastante absurdos. Solemos culparnos de lo que no somos responsables y en cambio cargamos sobre los otros nuestros verdaderos errores. No sé de qué te sientes culpable, mais piensa bien en lo que has hecho y luego decide si es tu responsabilidad o no. Si puedes corregirlo, hazlo; si le has hecho daño a alguien, pídele perdón. Mais deja de sentirte culpable, porque la culpa es un sentimiento inútil. No soluciona lo que has hecho, ni ayuda a nadie. Solo te hunde y te hace sentir miserable.
¿Era simpatía lo que estaba empezando a experimentar? ¿Así empezaba lo que llamaban síndrome de Estocolmo? No lo sabía. Lo único que sentía es que no tenía derecho a recibir la amabilidad de nadie. «Si supieras lo que he hecho, ni me hablarías» —pensó; la gente que podría perdonarla ya no estaba y ella no podía hacer nada para solucionarlo.
Llegaron a Andorra y a las tres menos cuarto estaban comprando ropa. Pasaron por varias boutiques y Clara se fue animando un poco. Sobre todo por los zapatos. Sophie tenía un gusto exquisito y le permitió comprarse unos de tacón, que le sentaban de maravilla. Lucas estaría encantado de haberla visto así. Pero Lucas ni estaba ni se le esperaba.
—Sophie —dijo, de pronto, Clara.
—Dime, ma petite.
—¿Podré volver a ver a mis amigos de Madrid?
—Sí, claro —contestó, sonriente, Sophie—. Mais no de momento. Si todo va bien, antes de que llegue el verano se acabará el esconderse.
—¿Y si va mal?
Sophie dudó un momento antes de responder.
—Si va mal —dijo—, ver a tus amigos será la última de tus preocupaciones.