Читать книгу La Biblioteca de Ismara - Javier L. Ibarz - Страница 27
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ОглавлениеA las seis de la tarde era ya de noche en Andorra la Vella. Clara estaba agotada, pero tenía ropa para estrenar en los próximos dos meses: dos abrigos estupendos, varias faldas, pantalones, chaquetas, vestidos, jerséis de cuello alto, barco, en pico, redondo… Se sentía como la prota de una serie de moda. Había sido increíble no tener que elegir. Como tenía que renovar todo su vestuario de una sentada, le habían comprado casi todo lo que le apetecía.
Gabriel y Óscar habían actuado de convidados de piedra y todo el proceso lo habían orquestado Sophie y Clara. Ahora, dando por terminado el día, se sentaron a merendar en una cafetería del centro.
Y entonces Clara volvió a alucinar.
A través del ventanal del establecimiento se podía ver, en la acera de enfrente, a Adolfo, su profesor de Lengua, metiendo unos bultos en la trasera de un monovolumen de color oscuro.
Por un segundo dudó. ¿Era cierto, entonces? ¿La estaban siguiendo de verdad y el profesor era un miembro de una secta rival? Enseguida rechazó esa paranoia. Seguro que estaba en Andorra por casualidad, y hablar con él era la oportunidad que necesitaba para volver a contactar con sus amigos. Pero claro, si su tío se enteraba no le dejaría hablar con el profesor y volverían a salir huyendo. Se excusó diciendo que iba al baño y salió de la cafetería por una escalera lateral.
Intentó llamar al profesor lo más fuerte posible, procurando que los suyos no le oyeran. Adolfo Recarte se volvió, sorprendido y encantado.
—¿Clara? —exclamó, sonriendo—. ¿Clara? ¿Qué haces aquí? ¿Te has venido a vivir a Andorra?
Le pareció una contestación muy normal, pero necesitaba asegurarse.
—¿Y usted? ¿qué hace usted aquí?
—Me encanta el esquí —respondió él con toda naturalidad—, y tengo un pequeño apartamento en Pal. Suelo venir todos los años en cuanto caen las primeras nieves. Y ahora estaba aquí, en Andorra la Vella, comprando para la temporada.
Lógico y razonable. Eso confirmaba que su tío y su secta estaban como una cabra.
—¡Qué casualidad! —dijo ella, llevándole detrás del monovolumen, de modo que pudieran hablar sin ser vistos desde la cafetería—. Yo también he venido de compras. ¿Cómo está? ¿Cómo están todos? No pude despedirme de nadie…
—Bueno, se quedaron bastante sorprendidos al verte salir tan deprisa —contestó Adolfo—, pero la verdad es que desde ayer no he vuelto a verles.
Ayer. Parecía haber pasado un siglo desde que salieron de Madrid, pero apenas habían transcurrido veinticuatro horas.
—Quiero que me dé su mail —dijo Clara, acelerada. En cualquier momento Gabriel y los demás se preguntarían por qué tardaba tanto en volver del baño. No podía entretenerse—; le mandaré mi dirección en cuanto la sepa y así podrá dársela a Patricia y a Lucas. Por ahora no tengo ni móvil ni nada…
—Pero si tú ya tienes mi email —le interrumpió Adolfo.
—No, ya no. Perdí la tarjeta.
—Vaya, lo siento… pero no me refería a la tarjeta. Te lo escribí en la libreta, ¿no te acuerdas?
Clara lo recordó.
—Es verdad. Me lo escribió con su propio boli…
—Clara. —Adolfo la miró fijamente.
—¿Si?
—¿Quieres venirte conmigo? —Hizo una pausa para que digiriera la propuesta—. Al principio tendrías que quedarte con los servicios sociales, pero en unos pocos meses podría pedir tu custodia y convertirme en tu tutor legal. Lo que está haciendo tu tío contigo es cruel…
¿Podía ser verdad? ¿Podía ser tan fácil recuperar lo perdido? Volver a una vida normal, rodeada de gente normal, en su casa de nuevo…
—¡Clara! —La potente voz de Óscar atravesó la calle.
—Es Óscar —dijo, sobresaltada—. Que no lo vea. Si saben que he hablado con usted, me registrarán entera y me quitarán la libreta.
—Podemos marcharnos ahora mismo, si quieres. —Y Adolfo le indicó la puerta del vehículo.
Era tan tentador volver a Madrid, a su instituto, con Patricia, con Lucas, volver a su vida…
—No, no, ahora no —razonó, a su pesar, Clara—. Empezarían a buscarme y me encontrarían enseguida. No. Ahora que tengo su email y su teléfono, podré ponerme en contacto con usted.
Adolfo sacó del bolsillo otra tarjeta.
—Toma mi tarjeta entonces, por si acaso —le ofreció.
—No —susurró Clara—. Si me la encuentran, sabrán que hemos hablado y no podré contactar con usted. No pueden sospechar que nos hemos visto.
—¡Clara! Que nos vamos. —Óscar oteaba en todas direcciones. Su voz parecía firme, pero no podía ocultar un cierto nerviosismo.
—Adiós, pues —se despidió Adolfo, con un mohín tristón.
—Adiós —respondió Clara.
Óscar volvió a entrar en la cafetería y Clara aprovechó para llegar hasta las escaleras laterales y hacer lo propio. Óscar la vio acceder al establecimiento, pero en lugar de sermonearle, pareció respirar aliviado.
—Es que he visto un poco de nieve y me apetecía tocarla —mintió Clara—. ¿Nos vamos ya?
—Sí —dijo Óscar.
Y Clara se despidió con discreción de la sombra que se ocultaba en la calle contigua.