Читать книгу La Biblioteca de Ismara - Javier L. Ibarz - Страница 31

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Sophie, Óscar y Clara fueron a esquiar a Gavarnie al día siguiente. Gabriel tenía que quedarse solucionando algunos asuntos en Pau y parecía que sin él todo era más relajado. Se lo pasaron de miedo.

A media tarde el cielo se encapotó y en pocos minutos se desencadenó una ventisca que les obligó a bajar con rapidez. Pararon en un bar de carretera y Clara se dio cuenta de que, a pesar de haberse puesto crema protectora, tenía la cara quemada por el sol. Cuando volvieron al coche, Sophie le aplicó un after sun de color verdoso que le alivió inmediatamente y Clara se durmió.

Cuando estuvieron seguros de que el sueño era profundo, Óscar y Sophie iniciaron una conversación en francés.

—Se merece saberlo —dijo ella—. Ahora. ¿Cómo podemos pedirle que participe si no sabe nada? Estamos corriendo un riesgo innecesario. ¿Y si cuando se entera se asusta tanto que se niega a asumir su responsabilidad? Si la tratamos como una niña, no tenemos derecho a quejarnos porque se comporte como tal. Y si eso pasa, perderemos. Todos.

—Gabriel aún confía en que no sea necesario decirle nada —replicó Óscar—. Espera encontrar algo en el manuscrito que podamos destilar, obtener o fabricar sin la participación de Clara. El secreto de los Riglos no tiene por qué pasar por ella. La quiere demasiado para obligarla a madurar antes de tiempo.

—Si ese documento es lo que sospechamos, quizá sea fundamental para vencer a Ramyr, pero no puede convertirse en una coartada para mantener a esta criatura en la ignorancia. Ella tiene derecho a tomar sus propias decisiones. Su padre ya murió por obstinarse en criarla alejada de nosotros.

—No —puntualizó Óscar—. César se negó a creer que la misión de los Riglos fuera real, eso fue lo que los mató, a él y a su esposa.

—¿Y qué hubieras hecho tú? Imagina que tus padres no te han contado nada sobre tu pasado y tu hermano Gabriel, el fantasioso de la familia, se presenta en tu casa y te cuenta que hay una sociedad secreta en lucha contra un enemigo mortal increíblemente poderoso, que tu hija es la destinada a terminar con ese malvado invencible, y que debe llevársela a un lugar remoto para enseñarle lo que tú crees que son tonterías…

—Es que no son tonterías, Sophie.

—Para él sí lo eran. Creyó que su hermano se había vuelto definitivamente loco. Y no quiso que su hija fuera arrastrada a esa locura.

—Pero eso lo mató, a él y a su esposa, y estuvo a punto de terminar también con Clara. Si ese domingo no se hubiera quedado en Madrid, ahora estaría muerta y no tendríamos nada. Si al menos hubieran mantenido el contacto con nosotros, todo habría sido distinto.

—Gabriel es muchas cosas, pero no un relaciones públicas.

—Ni de lejos. Adivina cuál fue el último libro que le regaló a su sobrina.

—¿Cuál?

El pequeño alquimista.

—¡No! —se escandalizó Sophie, casi divertida.

—Sí. Después de eso, César y él tuvieron la peor discusión de su vida, no volvió a cruzar palabra con él ni, por supuesto, le permitió que se acercara a Clara. Y así hasta el accidente.

—¿Ya es seguro, entonces, que fue la Hermandad quien acabó con ellos?

—Eso es lo que estamos averiguando. Pero todo parece indicarlo.

—Si los mataron por ser de la familia… —Un murmullo en el asiento trasero hizo que Sophie callara. Pero Clara seguía dormida.

—No podían dejar de ser quienes eran. —Óscar tomó el desvío hacia Pau. A esa altura, el temporal se había convertido en aguanieve—. No importa si quieres o no ser parte del juego, o cuántos inocentes deban morir en el proceso; la Hermandad cumplirá sus órdenes. Pero si fueron ellos, saben quién es Gabriel y saben o sospechan quién es Clara. Y eso plantea dos retos: averiguar cómo han logrado enterarse, y preparar lo más pronto posible nuestra defensa.

Clara se arrebujó en el asiento y ambos guardaron silencio.

—Dentro de poco no podremos conversar en francés —susurró Sophie—. Se le dan bien los idiomas. Estoy segura de que antes de que volváis a España podrá entender el sesenta por ciento de lo que digamos.

—Pues será mejor que lo dejemos —concluyó Óscar—. A veces me pregunto si no tendríamos que contárselo todo nosotros, dijera Gabriel lo que dijera. Pero sé que la última voluntad de César era mantener a Clara al margen. Y mientras esté en su mano cumplir con ese deseo, por muy absurdo o irracional que nos parezca, Gabriel no le contará nada. Yo no puedo, ni quiero, luchar contra eso, al menos, de momento. Es él quien debe tomar las decisiones que afectarán para siempre a la vida de su familia. Nos guste o no, y aunque nuestro destino dependa de ello, es el único pariente vivo que le queda en el mundo.

Ninguno de los dos añadió nada más sobre el tema y la conversación siguió por otros caminos.

Clara durmió de un tirón hasta que llegaron a la Rue d’Orléans. Medio amodorrada, se tomó un vaso de leche con cacao y se acostó.


El after sun de Sophie era milagroso. Clara se levantó con un bonito color bronceado, feliz. Fuera nevaba y era muy agradable mirar por la ventana y ver el cielo nacarado vertiendo blandamente sus copos sobre Pau.

Se encontraba a gusto en esa casa. Hablar con la alquimista le hacía sentir que tenía otra oportunidad de entregar el cariño que hubiera querido darle a su madre. Junto a Sophie parecía posible aceptar el perdón.

—Hoy haremos una sesión de alquimia para degustadores. —La voz de la francesa interrumpió sus pensamientos.

—¿Y eso qué es?

—Hoy cocinaremos. Haremos una quiche-lorraine, que es la mejor manera de comprender los principios básicos de transformación a través del calor…

—Ja, que bueno —rio Clara.

Óscar asomó la cabeza:

—¿Qué es lo bueno?

—Sophie —contestó Clara—. Que dice que cocinar es como la alquimia…

—Porque lo es. —Sophie se reafirmó—. ¿Has hecho o visto hacer algo al baño maría? Pues es una técnica de alquimia, y se llama así por Miriam la Alquimista, o María la Judía: ya ves si están cerca las dos cosas. Si dominas las técnicas culinarias estás en camino de comprender las bases de la alquimia. Todas las dos tratan de transformar un elemento en otro, aunque los fines sean distintos.

—Pero no peores —apostilló Óscar, relamiéndose.

—No peores, es verdad —concedió, riendo, Sophie.

Cocinaron, se divirtieron y comieron. Incluso Gabriel pareció contagiarse del ambiente relajado.


Pero todo termina. Con la sensación de haber disfrutado, pero con ganas de seguir en Pau una semana más, llegó el momento de marcharse. Clara empezaría las clases y se enfrentaría a sus nuevos compañeros en… de hecho, no tenía ni idea de a dónde se dirigían.

—Bueno, supongo que ahora me podréis decir a dónde vamos.

—No te preocupes. —Gabriel acomodaba el equipaje en el coche de Óscar—. En diez minutos estaremos allí.

¿Diez minutos? No había muchas opciones. Tenía que ser en Francia o en un sitio fronterizo. Y si mañana iba a ir al instituto, habría aulas de informática, conexión a internet… A mediodía, como muy tarde, Lucas y ella estarían hablando.

Sophie salió al jardín a despedirles. Clara le dio un enorme abrazo y le hizo jurar que se mantendrían en contacto. La alquimista asintió y volvió a abrazarla. Luego se quedó al pie de las escaleras esperando a que se fueran.

Subieron al coche y Óscar arrancó, pero en vez de enfilar hacia la verja de entrada, condujo el automóvil a un cobertizo al otro lado del jardín. Entraron por la enorme puerta abierta y todo fue oscuridad durante un par de minutos. Una luz débil se fue poco a poco transformando en lo que parecía la boca de un túnel. Salieron a un jardín con grava, frente a un palacete de estilo modernista rodeado de árboles.

Era un túnel cortito. Entonces seguían en Francia.

Bajaron del coche, sacaron las compras y entraron en la casa.

Era amplia, pero no hacía frío. Como si hubieran puesto la calefacción antes de llegar.

—Bienvenida a Bosca —dijo su tío—. Esta será tu casa desde ahora.

¿Bosca? ¿Esa ciudad de cincuenta mil habitantes al pie del Pirineo, donde los osos se morían de frío en invierno y solo se iba a esquiar? ¿Bosca? Maldita sea, ¿en qué momento del viaje se había dormido?, porque no es que la geografía fuera su fuerte, pero habían recorrido bastante menos de los, como mínimo, ciento y pico kilómetros que separaban Bosca de Pau.

Miró el reloj de la casa. Cinco minutos antes estaban en el jardín de Sophie. No podía ser. No había cambio horario entre Francia y España. Sencillamente, era imposible.

Entró en el salón y una luz anaranjada empezó a parpadear.

—¿Un localizador? —se extrañó Óscar—. Pero si lo miramos todo anoche.

—Alguien de los suyos nos ha visto en Pau, seguro. Hay que pasar otra vez los detectores.

Revisaron una a una todas las prendas. Nada.

—Ven, Clara. Veamos si lo tienes tú. —Gabriel empezó a pasar el detector por las cosas de Clara. El aparato parpadeó al pasar por la libreta. Ella se asustó.

—No. No me tires la libreta, por favor. Otra cosa más no. Me la regaló papá.

—No te la voy a quitar —la tranquilizó su tío—. Solo voy a desactivarla.

Introdujeron la libreta en una caja de boj decorada con filigranas plateadas y, al salir, la luz anaranjada no volvió a encenderse.

—Ya está. Alguien debió meterte algún localizador.

—Pero si en casa de Sophie no encontrasteis ninguno —apuntó Clara.

—El detector de Sophie solo capta los localizadores móviles y el de tu libreta debía ser fijo. Ella se niega a poner un detector de fijos porque dice que le da dolor de cabeza, y que como su casa está protegida contra transmisiones, basta con detectar los móviles. Y este es el resultado.

«Lo que está claro es que se tragan sus propias paranoias», pensó Clara. Lejos de Sophie, todo parecía aún más irreal. Detectores fijos, móviles, dolores de cabeza… Ella sí que tenía la cabeza como un bombo. En cuanto pudiera le mandaría un mensaje a Adolfo y…

—¿Te enseño tu habitación? —Óscar le indicó las escaleras. Clara asintió. Aunque no le apeteciera demasiado conocer su nueva celda, al menos allí podría estar un rato a solas.

Subieron a la segunda planta y luego a la tercera. El pasillo era elegante, pintado en un gris suave con las puertas lacadas en blanco. Todo parecía antiguo y nuevo a la vez, como recién restaurado. Al final de unas escaleras más estrechas estaba su habitación.

Una estancia circular, de unos 5 metros de diámetro, en una torre, rodeada de ventanas. ¡Y para ella sola!

—Es preciosa —dijo con sinceridad—. ¿Tengo internet?

—No.

—¿Tendré móvil?

—No.

—¿Play?

—¿Cómo?

—Consola de videojuegos.

—Sí. Sin conexión a internet, claro.

—Esto es una mierda de aburrimiento.

Óscar la dejó sola. Y Clara volvió a repasar su nueva habitación.

Si la viera Patricia, iba a flipar en colores y si la viera Lucas, la coronaba como la tía más guay de todo el instituto y si la vier…

No la iba a ver nadie.

Ella estaría allí, en esa ciudad helada y perdida al sur de los Pirineos, eternamente sola para el resto de su vida. Su habitación era guay, la casa era guay, pero estaban en el sitio equivocado. ¿De qué servía tener lo mejor de lo mejor si no había nadie con quien te apeteciera compartirlo?

Pero, aunque no quiso reconocérselo a su tío, cuando esa noche miró por la ventana y vio lo que parecía un bosque en medio de la ciudad, sintió que esa habitación tenía algo que le hacía sentirse bien, cómoda. Que la recibía como si, por fin, hubiera llegado a su hogar.

7 Una pariente de España.

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