Читать книгу La Biblioteca de Ismara - Javier L. Ibarz - Страница 33
XI LA FIESTA DE BOSCA 1
ОглавлениеEra un espejismo. La semana empezó y pasó, y la excitación del primer día se convirtió en monotonía. Al fin y al cabo, era otro instituto más, con las mismas estructuras, las mismas divisiones absurdas y los mismos clanes que los demás institutos. Y Clara se iba dando cuenta de que, aunque Nuria le caía bien, su clan era el de las «niñatas-que-no-causan-problemas», extremo que se confirmó en cuanto intentó pedirle que le dejara conectarse a internet en su casa y ella le contestó que tenía el ordenador en el salón para que sus padres supieran en todo momento con quién chateaba. Muy bueno para esquivar pederastas, pero malo para alguien que quiere navegar sin que le pregunten demasiadas cosas.
Y por otro lado, la ingeniería social imponía una serie de temas «neutros» para conversar a los que Clara no estaba acostumbrada. Cuando llegó el viernes y constató que llevaba varios días hablando de programas de cotilleo y famosos de medio pelo, decidió que tenía que encontrar más amigas, o podía empezar a elegir instrumental de suicidio.
Inés, catorce años, de mirada dulce y acuosa, fue su salvación. La encontró en el gimnasio del instituto, practicando ballet, y congeniaron enseguida. Al menos con ella podía hablar de algo que no fueran exnovias de toreros.
—Arantxa Argüelles en el Lago de los cisnes… —La cara se le iluminaba cuando hablaba de vídeos de danza—. ¡Veintidós doble fuetés! Tienes que venir a mi casa para verlo.
Inés podía invitar a gente a visitar su casa. Clara no.
A cambio, su nueva vivienda era fascinante: tres pisos, con las paredes pintadas en colores claros, sobrios y luminosos; dos grandes salones, uno en la planta primera y otro en la tercera; una enorme biblioteca, con miles de libros colocados en altas estanterías que llegaban hasta el techo, y un sótano tortuoso con una amplia bodega de origen medieval. El sueño de cualquier escritor.
Su tío le explicó que esa bodega era en realidad el final de un pasadizo que cruzaba por debajo la muralla de Bosca, usado en la Edad Media para escapar de los asedios a la ciudad. Formaba parte de una red de corredores que conectaban la casa con la Abadía del Temple, el castillo de Loarre o los numerosos alcázares y castillos de la comarca.
—O con Pau —apuntó Clara.
—No —replicó Gabriel—. Ese paso pertenece a otra red de comunicación. Solo nosotros podemos usarlo.
—¿Nosotros? ¿Quiénes sois «nosotros»? —se interesó la muchacha, y creyó ver cómo Óscar miraba a Gabriel con una cierta insistencia—. ¿Esa es la famosa información que aún estoy esperando que me cuentes?
—Ya te hablé de por qué teníamos que irnos de Madrid.
—No fuiste tú. Fue Sophie.
—Bueno —concedió Gabriel—, pero, fuera quien fuera, ya lo sabes.
—No me vale —insistió Clara—. Siempre que hablamos, llega un punto en que te callas y cambias de tema. Siempre parece que estés a punto de contarme algo importante de verdad y nunca lo haces.
—No hay nada más que debas saber. En cuanto lo necesites, no tendrás ni que preguntarlo, porque yo mismo te diré lo que haga falta. Pero, por favor, confía en mí. En este momento ya sabes todo lo necesario.
—Y, claro, tengo que confiar en ti porque no te había visto en la vida, pero eres mi tutor y el hermano de mi padre —hizo una pausa antes de añadir—, o eso dices.
—Sí.
—Pues no cuentes con ello. No soy una niña y tengo derecho a saber quién soy, quienes somos los Riglos y de qué va todo este asunto del ocultamiento. Por qué vuestros abuelos se cambiaron el nombre y quiénes nos persiguen. Si tengo o no más tíos o parientes sorpresa, si tendré que quedarme en Bosca el resto de mi vida o, en fin, si voy a acabar con la cabeza a dos metros del cuerpo antes de cumplir los dieciséis.
Óscar evitó que Gabriel tuviera una reacción desmesurada.
—Clara, no insistas —pidió Óscar.
—Es que es absurdo —le espetó Clara—. Cuando hablo con Sophie me dice que tal cosa y tal otra me la tiene que contar mi tío y cuando hablo con él no puede contarme nada.
Se volvió a Gabriel.
—Pues al menos deja que me lo cuente ella… —pidió—. O tú, Óscar.
Gabriel le lanzó una mirada disuasoria y en ese punto acabó la conversación.
Era frustrante. El relato de Sophie, que en realidad no aclaraba nada, era la única explicación con la que Clara podía contar; la difusa historia de una familia perseguida, sin saber muy bien por quién ni por qué, aunque, eso sí, por razones trascendentales para la raza humana. Pocas explicaciones podían ser menos satisfactorias que eso. ¿A dónde o a quién podría preguntar? Óscar parecía el más accesible de los dos, pero desde que habían empezado las clases, no había espacio para investigaciones, ni explicaciones ni nada que terminara en «ones». Óscar la recibía por las tardes y su tío la despedía por la mañana. Los dos trabajaban hasta tarde, porque siempre que Clara se despertaba había alguna luz encendida y oía conversaciones apagadas, pero no sabía en qué, ni cuánto durarían esos trabajos.
Por otro lado, su cuarto era muy guay y todo un éxito en el instituto: «¿Que vives en la Casa de la Bruja? ¿Y duermes en la torre? ¡Tienes que invitarme a tu habitación pero ya!». Pero su tío siempre se negaba a darle permiso.
—Nadie entrará en esta casa hasta que sepamos si son o no tus amigos de verdad y puedes fiarte de ellos. Óscar o yo tenemos que conocerlos antes.
—¿Por qué?
—Es mejor que no sepas los detalles.
Estaba harta de esa contestación. Y además, qué más daba. En cuanto llegaran y vieran que no había internet, solo libros y discos, seguro que ya no les molaba tanto.