Читать книгу La Biblioteca de Ismara - Javier L. Ibarz - Страница 35

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«Es imposible».

Eso se decía Antoine Lachance una y otra vez, como si esperara que lo que había descubierto se desvaneciera si lo repetía suficientes veces. Observaba, desconcertado, los nombres que había extraído de sus notas. Entre esos nombres tenía que encontrarse el del topo al servicio de Ramyr. Pero no podía ser ninguno de ellos. Y sin embargo…

Había pasado meses en la Biblioteca de Ismara investigando sobre la familia Riglos y el Alquimista Oscuro, buceando entre lo poco que la Hermandad no había robado o destruido cuando arrasaron las salas de Genealogía y Heráldica en la última guerra. Miles de ejemplares descritos en el Index habían desaparecido para siempre. Incluso las fichas, que registraban automáticamente fechas y datos de cada consulta, habían sido destruidas.

Pero esa misma mañana había descubierto que una obra sobre Ramyr podía haberse salvado del saqueo. Una reseña indicaba que la habían ocultado en otra sala de la Biblioteca. Sin embargo, no aparecía en el Index correspondiente, y sin esa referencia sería imposible de encontrar entre miles y miles de volúmenes.

Tras buscar sin resultado la ficha del libro u otra referencia en los archivadores, había creído ver un leve resplandor verdoso al fondo del mueble, más intenso cuanto más acercaba el medallón. El tipo de fosforescencia típico de la Societas. El origen de la luz estaba al fondo del cajón, adherido a la pared del mueble; una tarjeta con la nomenclatura de la Biblioteca para indicar situación de un libro: II-16-Bz-α.

Pero allí tampoco encontró La conjura de Ramyr. Parecía una gymkana que no acababa nunca. ¿Gymkana…? ¡Claro, eso era!; ¡una pista más! Buscó resortes, trampas, dobles fondos… nada. Pasó el medallón por el lomo de los volúmenes… y entonces, sí, uno de ellos se iluminó débilmente. Lo abrió.

Estaba hueco, y en su interior encontró una gran cantidad de fichas de libros que hablaban de Ramyr y de los Riglos. Libros que se habían salvado de la guerra y que Antoine había buscado sin éxito durante semanas. Alguien los había ocultado, y ahora conocía su nueva localización: en el Reservorio de la torre donde se restauraban los volúmenes deteriorados.

Tampoco en la torre había rastro de ellos. Alguien con acceso a la Biblioteca los había hecho desaparecer mucho después de la guerra, hacía menos de veinte años; alguien que no quería que fueran encontrados; alguien que era un miserable traidor. Alguien, no obstante, que había pasado por alto un hecho: las fichas se habían conservado y ahora seguían reflejando, tozudas, las últimas personas que habían consultado cada libro y en qué momento. Y Antoine tenía ante sí los nombres de esas personas:

La alcaldesa de Ismara, Sophie, Óscar, Rebeca, Natalia y Gabriel.

Por eso se repetía que era imposible. Habría puesto la mano en el fuego por todos. Y, sin embargo, uno de ellos tenía que ser el topo.

La Biblioteca de Ismara

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