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INTRODUCCIÓN
ОглавлениеNunca dudé que la pandemia de COVID-19 iba a llegar a la Argentina. Era evidente, desde febrero de 2020, por la velocidad a la que el virus se esparcía por el mundo. Lo que me sorprendió fue la cobertura: desde el principio noté que los zócalos de los noticieros contaban la cantidad de muertos totales a nivel mundial sin referencia relativa alguna. Eso ya me hizo desconfiar. Porque una de las cosas que uno aprende, cuando hace economía aplicada –que es lo que yo hago hace treinta años–, es la necesidad de tener un orden de magnitudes.
Ese orden permite determinar cuán grande o cuán pequeño es un fenómeno. Esto sólo puede medirse en relación con otros factores, nunca en forma aislada. Sin un orden de magnitudes, por ejemplo, nadie puede entender la economía de un país. Hay cosas que pueden parecer insignificantes y no lo son; hay cosas que pueden parecer enormes y tampoco lo son. La ausencia de ese factor me indicó que algo andaba mal en la cobertura de la pandemia. Steve Jobs, en un discurso famoso, dijo: “No podés unir los puntos hacia adelante; sólo podés unirlos hacia atrás.” Esto quiere decir que las cosas tienen sentido cuando se las compara con hechos pasados. En la cobertura de la pandemia muchos trataron de conectar los puntos hacia adelante y casi nadie hacia atrás. Como consecuencia, perdimos el sentido de las magnitudes. Mirando los zócalos catastróficos se me vino a la cabeza un viejo chiste. Se encuentran dos economistas y uno le pregunta al otro: “¿Cómo está tu mujer?” Y el otro responde: “¿Comparado con qué?” Ese chiste lleva hasta el absurdo una verdad que los economistas conocemos muy bien: sin punto de comparación, nada significa nada.
Para explicar lo que pienso de esta pandemia necesito hacer un pequeño rodeo. Hace algunos años me tocó hablar en el World Economic Forum sobre crecimiento y demografía. Leía Julian Simon, que en el desarrollo de la tecnología afirma que hay un proceso liderado por la demanda y un proceso liderado por la oferta. Por el lado de la demanda: cuando crece la cantidad de personas en un lugar y empieza a haber escasez, entonces, altera al conjunto de precios relativos y eso empuja el progreso tecnológico para resolver el problema. Por otro lado está el problema de oferta: cuando la comunidad es muy pequeña, el progreso es más difícil. En otras palabras, es más sencillo encontrar un Mozart en una población de un millón de personas que en una de diez mil habitantes. A esas consideraciones se sumó, para mí, el trabajo de Oded Galor, que en su libro Teoría unificada del crecimiento explica el paso de lo que se llama la “faceta malthusiana” en la historia de la humanidad a la explosión virtuosa de crecimiento luego de la Revolución Industrial. En términos de datos ello se resume así: durante cerca de 1800 años, el PBI per cápita sólo subió 40%, concentrado en el siglo posterior al descubrimiento de América, y nada más. En cambio, desde la Revolución Industrial el PBI per cápita se multiplicó más de 20 veces. En lo que va del siglo XXI el mundo ha crecido a tasas en torno al 3% anual. Eso en cuanto al crecimiento. Ahora consideremos la demografía: en el año 1810 vivían en la Tierra 1000 millones de seres humanos. Hoy viven casi 7800 millones. Eso desmiente categóricamente las predicciones de Malthus, que en el siglo XIX vaticinó que el mundo, llegado cierto punto, no podría producir alimentos para una población creciente. Y no sólo Malthus: en los años 70, el club de Roma vaticinó que la superpoblación iba a producir una catástrofe a fines del siglo XX. Creían que después de ese cataclismo la población mundial bajaría otra vez a 1000 millones. Por supuesto, se equivocaron. Y bien: haber estudiado a fondo la relación entre crecimiento y demografía me permitió entender que la pandemia cuantitativamente es un fraude.
No niego la existencia del Coronavirus. No niego su capacidad de contagio. Pero sostengo que perdimos la perspectiva. Sin pandemia alguna, en condiciones normales, las Naciones Unidas estiman que en el año 2020, por la propia evolución natural de la población, deberían morir en el mundo 60 millones de personas. Eso significa 165.000 personas por día. El Coronavirus, para llegar a ese número, tardó 105 días. No, no es un error. Encerramos a la gente y precipitamos, desde el impulso de cuarentenas cavernícolas, una crisis económica sin precedentes a nivel mundial. En muchos casos destruimos también la legalidad y la democracia, por un virus que tardó 105 días en matar a la cantidad de gente que muere, en forma natural, cada día del año.
En el inicio, la Organización Mundial de la Salud agitó la amenaza de una nueva Gripe Española. ¿De verdad? Tomemos un poco de perspectiva: la Gripe Española tuvo lugar entre 1918 y 1920, en cuatro oleadas. Infectó a un tercio de la población mundial con una tasa de letalidad del 6%, lo cual implicó la muerte de 39 millones de personas. Traducido a la población mundial de 2020, deberíamos tener 2600 millones de infectados y 160 millones de muertos, esto es, cerca de 425.000 personas por día sólo por Coronavirus. ¿Y cuál es la realidad? En agosto de 2020, aún hoy no alcanzan todos los muertos por Coronavirus en el mundo para igualar al equivalente de dos días de Gripe Española. Y la cantidad de muertos diarios por COVID-19, con pocas excepciones, tiende a desacelerarse en todo el mundo.
Éste es mi primer punto: el pánico mundial frente al COVID-19 no guarda proporción con su impacto real en términos de vidas humanas. Ahora voy a hablar de los efectos de este pánico sobre el crecimiento económico.
Ahora tengo que referirme a un trabajo reciente de Robert J. Barro junto a José F. Ursúa y Joanna Weng, en el que los autores hacen un estudio econométrico que procura estimar el impacto de la Gripe Española sobre la tasa de crecimiento del producto per cápita en el mundo. En ese contexto, toman una serie que va desde 1901 a 1929. Ahí aparecen dos situaciones que sacan a muchas personas del mercado de trabajo: una es la Primera Guerra Mundial, la otra es la Gripe Española. Así, la primera serie consta completamente de ceros salvo entre 1914 a 1918 donde ingresan los muertos durante la guerra y lo mismo se hace con las muertes por la gripe española entre 1918 a 1920. ¿Y qué muestra ese estudio? Que si el COVID-19 tuviera la misma magnitud que la gripe española, como sostenía la Organización Mundial de la Salud, la tasa del crecimiento del PBI per cápita debería caer 6 puntos porcentuales. Si además consideramos que el PBI se puede explicar como la suma de la variación del PBI per cápita más la variación de la población, considerando que la población crece 1% por año, y que el COVID-19 mataría a un 2% de personas, el resultado poblacional arrojaría un saldo negativo de 1%, por lo tanto, con una caída del 6% del PBI y una caída neta del 1% para la población, resulta que el PBI mundial debería caer 7 puntos porcentuales.
Ahora bien, de acuerdo al World Economic Outlook del Fondo Monetario Internacional, el mundo (sin pandemia) iba a crecer cerca del 3% en el 2020. Cuando se revisaron las estimaciones en abril, ya con los efectos del COVID-19, se concluyó que el PBI mundial caería alrededor de un 4,5% en todo el año. Usando una metodología distinta, trabajando país por país, el FMI considera que se perdieron entre siete y ocho puntos de crecimiento en el mundo. Es decir que el COVID-19 hundió la economía en (como mínimo) siete puntos porcentuales.
Pero afirmar esto es engañoso: en realidad, lo que hunde a la economía es la cuarentena. El 99,5 % de la caída del PBI se explica por la cuarentena y no por la pandemia. En otras palabras, la Organización Mundial de la Salud sobreestimó de manera salvaje el daño que podía causar el COVID-19, nos amenazó con la Gripe Española, recomendó como paliativo una cuarentena cavernícola y eso nos costó, al menos unos siete puntos porcentuales de crecimiento económico. Digo “como mínimo” porque no incluyo los costos del encierro sobre la salud física y mental de millones de personas, sobre la educación o la legalidad institucional.